Por Guillermo Fatás
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza
Asesor editorial de Heraldo de Aragón
Era una frase característica de Federico Torralba. Unas veces, como pregunta, la más como afirmación. Le preocupaba poder hablar con libertad. «Diré lo que yo quiera».
Se trataba de un reflejo con el que reaccionaba ante determinadas circunstancias, incluso cuando ya no era preciso estar tan en guardia, porque habían quedado atrás los años en los que era mejor evitar líos que podían venir por los lados más insospechados.
No se trata de mitificar ahora al personaje, pero Zaragoza, en la que algunas seseras romas solo ven la ‘gusanera’ de Labordeta (Miguel), da hijos así. Federico Torralba fue un heterodoxo, con sensibilidad veneciana adaptada a nuestro cierzo, suspicaz y sin modales, que pugna por limpiar de nubes el cielo de la ciudad. Solo que hay nubes que resisten.
Mucho antes de que Torralba fuera catedrático, empleo que ganó con esfuerzo y a edad muy madura, ciertos próceres del ‘establishment’ local lo tenían por raro o pintoresco, si no por algo peor. Pero otros reconocían sin ambages en él a la persona de mérito, al espíritu cultivado y sensible capaz de ver donde otros solamente miraban. De ver y de hacer ver.
Juan Antonio Gracia ha recordado en HERALDO estos días una de las grandes miradas de Torralba, la que redescubrió el Pilar, en conjunto y por partes, en su traza de edificio y en sus murales, en su calidad de gran museo de escultura de nuestro Barroco y como sede del delicado prodigio que Ventura Rodríguez ideó a modo de albergue para Santa María del Pilar.
Yo crecí en una ciudad en la que aún se decía algo así: «El Pilar es el Pilar, pero por la Virgen. Para arte, lo que se dice arte, hay que ir a la Seo». A ver gran arte hay que ir a ambos lugares y Torralba lo demostró a conciencia. Sus miradas no buscaban la sorpresa efectista ni se basaban en retóricas vacuas: tenían oportunidad, sustancia estética y fundamento académico, una difícil combinación.
Como profesor de Historia del Arte, y sin renegar de sus aficiones personales, hubo de adquirir una formación amplia, generalista: desde la Prehistoria hasta los albores del siglo XX, los profesores tenían que dominar por entonces un programa vastísimo que a Torralba se le hacía corto, en longitud y en latitud. Por eso insertó en sus enseñanzas, junto a las artes plásticas, la música, el teatro, el ‘ballet’, la fotografía, el cine, la literatura. Y, sin abdicar de un prudente eurocentrismo, las creaciones de otros continentes, desde el primitivísimo africano hasta las ricas artes asiáticas, pasando por las precolombinas. Además, claro está, del siglo XX entero, un descaro académico.
Por eso resultaba un festival su compañía. Pocos saben que dirigió teatro; también escribió algunas piezas, aún inéditas. En esta hora de la despedida no es incorrecto aportar un recuerdo personal. Mis padres se hicieron novios cuando él los dirigía en los ensayos no sé si de una obra de Lorca o de Moratín. Me conoció, pues, entre pañales y su amistad con los míos perduró. De niño, lo tuteaba. Cuando fui alumno suyo, asumí espontáneamente el usted, para mostrarle un respeto que él valoraba, porque algunos matones sociales se lo negaban.
Fundó dos comercios de esos que dan prestigio a una ciudad. Y tuvo gran afición por Zaragoza. Tanta que, con un puñado de animosos convecinos, formó parte del equipo vencedor de un largo concurso nacional de TVE, concluido en enero de 1966. Su bravura pudo más que el riesgo, afrontando durante semanas, -exponerse al azar y a preguntas imprevisibles y aun capciosas- ante una audiencia entonces apabullante. Algo que hubiera intimidado casi a cualquier profesor universitario.
No fue un maldito, aunque hubiera quien lo maldecía. La institución Fernando el Católico le encomendó una cátedra mucho antes de que la tuviera en la Universidad. Trajo a Aragón el mejor arte reciente, sin morder anzuelos en los que otros todavía pican. Y prefirió callar si no podía decir lo que quería. Lo añoraremos.