Por Pilar Barranco
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Mi vecina del quinto se llama Juana Gutiérrez Fita-Pons, es administrativa de las que se retocan las uñas sobre las doce quince, y a veces se despierta gritando que no mató a su marido.
Su gato Tobías la mira fijamente, con unos ojos amarillos y redondos, mezcla de sorpresa y resginación. Y es que Juana no ha tenido nunca marido. Con lo cual, no acaba de entender la razón de este sueño recurrente, que tampoco recuerda, cuyo resultado es despertar hecha un mar de sudor, suplicando una y otra vez, que la crean porque no ha tenido que ver con el deceso.
El sueño lo tiene desde hace años y hasta ha ido al psiquiatra, que le dio orfidal. Pero regresa el sueño, el mal despertar y regresan los sudores fríos.
Una vez Juana fue a ver a una vidente. porque la vecina del segundo, Marimar, le dijo que a lo mejor era cosa de una vida anterior.
La vidente, de nombre Blanca, entró en un estado de trance que a la Juani le dio canguelo y cuando le decía ¿qué ves? Juana le contó parte del argumento de un capítulo de El Aguila Roja, porque le daba apuro y un poco de miedo. Así que apoquinó los cuarenta euros y se vino hacia el barrio de nuevo. Eso si, al menos hizo su primer viaje el tranvía.
Lo de la reencarnación es lo que más nos cuadra a las vecinas del bloque y así se lo dijimos al párroco del barrio, en nuestro afán por ayudar. El nos dijo que el cristianismo no admite la reencarnación y que lo de las videntes era pecado. Intentamos convencer al pastor para que la rociara con agua bendita, pero el problema es que como está enferma, no la visita a domicilio. Y es que Juana tiene pavor a entrar en las iglesias y hasta a pisas los alrededores, desde el día que hizo la Primera Comunion, un cojo le pisó – sin querer- la vuelta del traje de princesa y casi se cae al suelo y se le sale la sagrada forma de la boca y da con el Señor en el suelo, lo que le hubiera supuesto la condenación eterna. Con siete años, la condenación eterna es un gran peso para llevar en vida, así que la pequeña Juana tiene repelús a cometer algún pecado sin querer, porque alguien le empuje o la pise. Lo que viene a ser un poco raro, pero hay que respetarse.
Así que, agotada la vía del páter, hicimos caso a la madre del dueño del bar de la esquina, Milagros, que sólo por el nombre ya merecía la pena escuchar. A ella le quitó un mal de ojo una chica dominicana que había vivido en Haiti, Catalina, así que vista la buena experiencia previa, convinimos en quedar un martes por la noche todas las vecinas del bloque vestidas de blanco y hasta con un pañuelo en la cabeza.
No sabíamos muy bien a qué ibamos, pero Milagros le dijo a Juana que llevara un pollo vivo y abundante ron. Con el ron no hubo problema, que lo compró en el Mercadona, pero con el pollo vivo no hubo modo, así que lo llevó congelado.
Por esa razón, Catalina dudó su momento si podría salir bien el ritual, pero en segida se echó el pollo al bolso «para enterrarlo» y encendió un puro, que era para purificar a Juana con el humo mientras nosotras empinábamos el codo. Luego, bailamos desenfrenadamente a la vez que gritábamos: «Mi vecina Juana no mató a marido» y así hasta que nos dolió la voz de la ronquera. Al día siguiente en casa de Catalina comieron pollo frito.
Y durante un tiempo estuvo sin la pesadilla.