Por Feli Benítez
Desde que entendí que la cocina es un lenguaje, una forma de expresión -en ocasiones artística-, siempre he pensado que quien es capaz de hablar con el fuego puede llegar a hacer poesía con él.
Por Feli Benítez Izuel
Corresponsal del Pollo Urbano en la Ribagorza
www.eltallerdefeli.blogspot.com
Tras esta aseveración duerme, sin embargo, un interrogante que permanece en mi mente y al que, en el transcurso de los años y con la ayuda de conversaciones mantenidas con amigos interesados en la gastronomía, he intentado dilucidar consiguiendo aclarar algunos aspectos pero sin llegar a una conclusión ¿Por qué las mujeres, aun cuando son quienes han gestionado tradicionalmente el asunto de la comida, son minoría en el ámbito profesional y entre los nombres sobresalientes de la cocina española hay predominancia masculina?
No es mi intención dar respuesta a esta pregunta en este artículo, ahí queda mi duda que traslado a los lectores para que animen alguna tertulia, pero, al hilo de estas reflexiones, quiero contar dos experiencias:
En el año 2004 participé en el III Concurso nacional de relatos cortos sobre gastronomía y erotismo convocado por la Universidad de Zaragoza junto con el Restaurante Mandrágora. Elegí Pincha como título para mi relato que fue distinguido con el primer premio. Un periodista, torpe y capcioso, me entrevistó con ocasión de la concesión del premio. A pesar de mis explicaciones, se empeñaba en encontrar en el título de mi relato alusiones al órgano genital masculino. Falocentrismo e ignorancia aparte, situaba el contenido gastronómico del certamen en segundo plano concediendo al apartado erótico toda su atención morbosa. Me enfadé y tuvimos que pactar el contenido de la entrevista si quería que accediese a su publicación y para despedirme repetí la explicación que le había dado al inicio de la conversación. Pincha: ayudante de cocina mujer y le solté la retahíla de sinónimos del María Moliner que me había aprendido de memoria porque me sonaban como un poema «Galopillo, marmitón, pícaro de cocina, sollastre y sotoministro». Poema al que le cambié, si no de palabra sí de hecho, el género pues galopilla, marmitona, pícara de cocina, sollastre y sotoministra era la protagonista de mi relato.
La segunda experiencia es reciente. La Escuela de Hostelería de Guayente, en la comarca de la Ribagorza, viene realizando cada año un encuentro gastronómico que lleva por título GUAYENTE A LA CARTA cuyas características son las que siguen: Restaurante de prácticas abierto al público, atendido por los alumnos de Servicios de Restaurante y Bar. Menú degustación diferente en cada ocasión. Abierto a mediodía. Plazas limitadas.
Este año, la cita tiene una peculiaridad. Pero que sea la directora de la escuela, Mª Ángeles Grasa, quien nos la cuente:
«Un año más llega Guayente a la Carta y este año es en Femenino. Queremos poner el acento en el papel profesional de las mujeres en la cocina y en la hostelería, rendir homenaje a un trabajo basado en la humildad, la sencillez y el respeto a la cocina con sabor femenino.
Participan en el proyecto seis mujeres, tres jefas de cocina con una larga trayectoria profesional, vinculada a la tradición culinaria del Altoaragón, pioneras en un mundo de nombres en masculino, autodidactas, portadoras de una cultura gastronómica anclada en un territorio peculiar, que ellas han sabido conservar con mimo y, lo que es más importante, transmitir con pasión, tenacidad, delicadeza y amor por el trabajo bien hecho.
Junto a ellas tres mujeres más que iniciaron su formación profesional en Guayente. Las tres empezando su carrera. Por ellas apuestan grandes nombres de la cocina y por supuesto, nosotros.
Agradezco el entusiasmo que todas ellas han mostrado en participar en este Guayente a la Carta, agradezco a mi equipo que trabaja cada día para que proyectos como este sean realidad y aporten ilusión a nuestros alumnos por la profesión que han elegido y os invito a compartir con nosotros esta experiencia».
GUAYENTE A LA CARTA comenzó el 11 de abril y se prolonga hasta el 23 de mayo.
He tenido la oportunidad de asistir a dos comidas hasta el momento. En la primera, nos deleitó con sus creaciones Carmen Villacampa Oliván de casa Frauca de Sarvisé. Recomiendo encarecidamente una visita a su restaurante (la croqueta de cecina por sí sola justifica el desplazamiento) y su humildad es inversamente proporcional a su maestría ante los fogones. Un derroche de conocimiento. Sin alardes, sin trucos ni extravagancias y, sin embargo, creatividad a partir de recetas tradicionales en un lenguaje bien hablado y con un sentido de la propiedad y el punto justo que es encomiable. Tuve la oportunidad de conversar con ella y, en su modestia, alejó el foco de su persona y me insistió sobre el hecho de considerarse deudora de Gaby Coarasa, de casa Blasquico (Hecho, Huesca) que fue quien le enseñó, según sus palabras, lo que sabe.
La segunda comida estuvo a cargo de Pilar Ferrer Saura del Restaurante Ansils de Anciles. Un menú sorpresivo ya que hojeando el catálogo, al llegar a la página que recoge la propuesta de Pilar uno se encuentra un menú que incita la curiosidad. En absoluto descriptivo, se me antojó, en la primera lectura, hallarme ante un par de haikus (poema breve de la poesía tradicional japonesa). Transcribo:
«Del huerto la remolacha, del mondongo la torteta, del agua el bacalao, de los prados el cordero, del monte la caza, del corral el postre»
Otras manos, otros ingredientes, otra forma de elaborar los platos pero un denominador común con la anterior cocinera: humildad y saber hacer.
En esta ocasión pudimos contar con documentos gráficos de la velada (cortesía de Ana Martín) y qué mejor manera de contar lo que la creatividad de Pilar dio de sí que a través de las imágenes.
Gazpacho de remolacha sobre Vieira, flor de pensamiento y manzana macerada en licor; acompañada de «galleta oreo» de torteta rellena de crema de queso con membrillo.
Bacalao con «tortilla tonta» de pan, ajo y perejil
El bacalao iba acompañado por un arroz caldoso con patata.
Al levantar la tapa nos encontramos con unas exquisitas manos de cordero con reducción de verduras en salsa de tomate.
Perdiz con «purea» de cebolla y verduras acompañado de cestillo de pasta crujiente con colmenilla, chalota en reducción de vinagre y huevo de codorniz.
Merengue horneado sobre lecho de natillas con adorno de azúcar cristal.
Mº Pilar Ferrer y Javier Pardo. La Cocinera y el responsable de sala de Restaurante Ansils
Algunos enlaces de interés:
http://www.guayente.org/escuela/
http://guayentescuelahosteleria.wordpress.com/2013/04/09/guayente-a-la-carta-en-femenino-2/
http://www.restauranteansils.com/
He pensado despedirme con el relato que escribí hace casi diez años para quien desee seguir leyendo. Antes incluyo unas palabras que prologaban el librito que se editó con motivo de aquel premio (que podéis aún encontrar en el enlace precedente), y que establece la misma analogía con la que he empezado este artículo pero en sentido contrario: si la cocina es un lenguaje, la literatura tiene algo de actividad culinaria.
Alfredo Saldaña en el prólogo Sobre mollejas, tripicallos, ventrones y otras delicias metafóricas del estómago: “Creo que la literatura tiene algo de actividad culinaria. Podría hablarse de una cocina de lo literario donde se guisan sentimientos, asan emociones, cuecen temores, hierven fantasías y conservan sueños a la espera de una posterior degustación en el salón-comedor de la lectura. En esa cocina –a la que los comensales-lectores no tienen acceso- se hallan –en lugar de clavo, azafrán, pimienta y otras especias- sinécdoques, calambures, anagramas, dilogías y otros juegos de lenguaje escondidos en lo más hondo de sus armaritos y especieros. El buen escritor –como el buen cocinero- sabrá buscar y encontrar esos ingredientes, intuir sus inexploradas posibilidades, combinarlos en sus medidas precisas y elaborar con ellos un texto con el que disfrutará la conciencia (y el paladar) del lector más exigente.»
Buen provecho.
pincha
I
Uno de esos sarcasmos. Una broma de las que reserva el destino para poner a prueba a las personas; para recordarles que las cosas pueden empeorar siempre y que deben emplearse, usar todas las herramientas a su alcance, todas sus armas para salir de la trampa. Una de esas casualidades que ella hubiese querido que no se presentasen jamás; sin embargo… Él había sido su profesor en la Facultad de Derecho. De eso hacía muchos, muchos años. Ella no llegó a terminar la carrera. Él nunca lo supo. Antes de que aquello derivase hacia una situación más desagradable aún, ella había decidido desaparecer. No estaba bien visto que un profesor y una alumna mantuviesen relaciones íntimas; si, además, él era casado y treinta años mayor que ella, la situación pasaba a entrar en la categoría de escándalo. Las especulaciones de los demás les traían sin cuidado. Cuando ella pensaba en lo que había oído comentar sobre ellos sonreía; algunas de aquellas conjeturas eran ciertas. No veía nada de malo en aquellas ¿cómo decirlo? ¿transacciones? Ella encontraba en él una “ayuda” para superar los exámenes, para conocer a las personas adecuadas de cara a encaminar su porvenir y él, en ella, el apoyo para seguir disfrutando del sexo como antaño (cuando la cabeza no era la que mandaba en su cuerpo, el entusiasmo estaba intacto y el sistema cardiovascular no había aún registrado el paso de los días y de los excesos cometidos en algunos de ellos). Acuerdos entre adultos. Aquel asunto no concernía a nadie más que a ellos. Sería después, bastante después, cuando surgiría lo de la mujer de él queriendo remendar la penosa relación que arrastraban; vendría lo de instrumentalizarla a ella para los penosos chantajes entre ellos (“pero ¿cómo se habrá enterado mi mujer?” y ella tenía la sospecha de que él lo sabía; de que había sido él quien se lo había dicho. Se lo habría contado cuando, en algún momento de intercambio de recriminaciones, se hubiese quedado sin munición y hubiese usado el trato, la relación que mantenían ambos como un elemento hiriente) y habría de llegar el nefasto momento en el que él se empeñaría en convertirla a ella en la tabla de salvación de su pretendido naufragio. Ella no veía que nada estuviese haciendo agua, no tenía sensación alguna de estar ahogándose y ni siquiera creía que ellos estuviesen “nadando juntos en esto” como llegó a oírle a él en una de sus acostumbradas y farragosas metáforas. Lo único que concluyó, después de escuchar los circunloquios aderezados de gimoteos y otras imposturas, fue que él se estaba empeñando en mantener una percepción errónea, interesadamente equivocada. Aunque él mostró durante todo el tiempo el desapego y el grado de cinismo necesario para continuar con aquella relación tal y como la habían establecido desde el principio, cuando vio que ella se alejaba se dejó llevar por el pánico. Confundió las cosas. A no querer estar solo (después de que su mujer se marchase) lo llamó querer estar con ella. Eso no era lo acordado –y además era falaz–. Sus encuentros debían de estar desprovistos de sentimentalismo. Eran personas inteligentes que sabían lo que querían; tenían algo que ofrecer y conocían lo que podían esperar a cambio de ello.
Ha pasado mucho tiempo. Ella está esperando que salga el reo para decirle unas últimas palabras; observa a los magistrados que intercambian comentarios mientras se alejan de la sala de audiencia. Cuando la ve en el pasillo del Palacio de Justicia se sobresalta. Quiere hacer un cálculo rápido del tiempo de ausencia mirándola pero no puede encontrar la huella de los diez años transcurridos desde la última vez que se vieron. Ella lo reconoce enseguida y, de repente, intuye que ese encuentro es el comienzo de algo. Una pesadilla, piensa. Encaja la visión de su antiguo profesor a la salida del tribunal en el engranaje de una maquinaria monstruosa, devastadora, que se ha puesto en marcha unos meses atrás y que amenaza con destruir su vida. Como si no estuviese seguro: ¿Marta? Ella para salir del paso y deseando estar lejos de allí: ya ve profesor que nunca se puede decir adiós para siempre. Y él, ¿Ya no me das del tú? “Para siempre”, parafrasea dejando escapar un rencor en el modo de decirlo que abunda en la intranquilidad de ella; mientras lo dice, la fija con una mirada de mal disimulado deseo. Si ni siquiera te despediste. Marta arquea las cejas en un gesto que no podría decirse de disculpa y permanece callada. ¿No serás la abogada de ese pobre diablo? El profesor pregunta apartando apenas un instante la mirada para señalar al individuo para el que acaba de fijar una cuantiosa fianza y que se aleja hacia el coche policial que lo llevará de vuelta a la cárcel. , escoltado por dos agentes. Y Marta, no terminé la carrera. Es mi marido. Responde casi desafiante. Recompone el gesto y corrige el tono en cuestión de un segundo cuando algo se le hace claro: tiene ante sí al juez que dictará sentencia y de cuya interpretación de los hechos dependerá que su marido pueda, o no, quedar en libertad.
Vaya, vaya; cuan generoso es el azar. Cuando supliqué me despreciaste. Cuando te busqué habías desaparecido y hete aquí que resultas ser la mujer del imputado. Cambian las tornas, dice pasando del ceño que marca el resentimiento a un inicio de alegría que se le va dibujando en el rostro cuando ve que las circunstancias se conjugan de modo que podría acometer venganza para una vieja afrenta. Yo no…, Marta iba a decir yo no te suplico nada; modifica el impulso. Mira, mientras busca las palabras precisas, hacia una de las vidrieras que cierran los arcos de la galería que da al patio interior de la Audiencia. Escrito en grandes caracteres sobre el cristal: “MULLER · POR · CONTRATO · O · LEBDO · CIVIL · NON · PUEDA · SEYER · PRESA CAESARAUGUS MCCCCXXXXII”. No está segura del significado pero le parece dirigido a ella; le suena a advertencia. Sabe de sobras que la palabra justicia es un término relativo y que, en ningún modo, puede confiar en que la Justicia (con mayúscula; esa que estudió) deshaga el que su marido se encontrase en el lugar equivocado en el momento errado. Todos los indicios apuntan a él. Su marido es, esencialmente, bueno; lo que se dice una buena persona. Para salir indemne de todo el embrollo contable en el que ha caído tendría que perjudicar a un par de compañeros que, aunque no lo son, aparecen inocentes. Eso es lo que les pasa a las personas tan buenas: que llegan a ser tontas. Ella está asustada. Está segura de que su marido sería capaz de asumir culpas que no le corresponden, antes que poner las cosas en su sitio y dejar que cada santo aguante su vela. Pero no. Ella no lo iba a permitir. Ella no es buena. Tiene interés en que su marido continué a su lado. Lo necesita. Es el único a través de cuya mirada se siente limpia. ¿Tú no, qué? dice secamente para obligarla a volver de los pensamientos que la ocupan, para hacerle saber que ahora sí puede, de algún modo, retenerla a su lado. Marta, rebobinando,…yo no podía imaginar…, dice en vez de mandarlo al diablo que es lo que desea. ¡Bien!, apostilla él enfático, para rubricar que, en algún punto, las defensas de ella han cedido. Llegaron a conocerse muy bien. Tres años siendo amantes le dan a uno la capacidad para llenar de significado frases de una o dos palabras; por eso ella entiende la holofrase de él y la puede traducir de modo simultáneo: “veo que cedes; has entendido que estás en mis manos puesto que en ellas hay algo que te interesa. Los dos sabemos que el interés es lo único que te mueve; date por vencida”.
Sin embargo ella ya no era la misma. No iba a ponerse a explicarle qué cosas de ella habían cambiado ni en qué modo; mucho menos gracias a quién. Sabía, recordaba aquellos picos de sadismo del que fuera su profesor y amante. Entonces se reía para sí cuando veía cómo humillaba a otros alumnos. Disfrutaba con la prepotencia que da el saberse invulnerable en medio de un tiroteo. Si él supiese que ella había llegado a enamorarse se vengaría destruyendo el objeto de su cariño. Era evidente que le guardaba encono (que él había cifrado en ella la suma de sus frustraciones cuando se marchó, era algo que ella supo por terceros y que la reforzó en su decisión de desaparecer sin dejar huella) y ella sabía que el deseo de venganza que hay detrás de todo rencor antiguo vive alimentado por ese mismo rencor y sólo aguarda su ocasión.
Marta decide que sería buena estrategia buscar un acercamiento. Vuelve a tutearle. Así que abandonaste, por lo que veo, la docencia. Dejaste de seducir alumnas ambiciosas, dice con una cordialidad muy poco convincente. ¿Y tú? ¿sigues cocinando? Ella intenta aparentar que no le ha llegado el dardo de ironía con el que él ha lanzado su pregunta. Le cuesta fingir. Ahora me gano la vida con ello. Y él, cáustico, ¿y les das de comer como me dabas a mí?
II
Se trataba de una especie de ritual. Se veían en el piso que ella compartía con otros dos estudiantes cuando éstos no estaban. Desde siempre ella había amado cocinar. Tenía un don. Era capaz de reproducir un plato sin saber ni los ingredientes ni cómo había sido elaborado, sólo tenía que degustarlo (en su arrogancia se sentía par del Mozart niño que era capaz de transcribir una sinfonía después de escucharla). Él llegaba con la respiración acelerada tras subir los tres pisos sin ascensor. Sus cincuenta y cinco años se dejaban sentir en esto y en otras cosas aunque el jugase a la juventud recuperada. Mientras se quitaba el abrigo o la chaqueta, según la estación, husmeaba y lanzaba conjeturas: cilantro, ¡comida marroquí! O bien: mnnn, eneldo ¿salmón marinado? Otras veces: déjame que adivine. Huele a bosque y a caza. No me digas que me has hecho bloc de foie de pato y que has preparado también confitura de frambuesa y arándanos. Su jactancia le llevaba a pensar en lugares comunes. “quiere llegar a mi corazón a través de mi estómago”. Nada más lejos de la realidad. Ella cocinaba para ella, porque disfrutaba haciéndolo. Le atraía el lenguaje de la cocina, el vehículo de expresión que constituía, poder decir cosas sin hablar, con texturas, con aromas, con formas y colores, con diferentes grados de temperatura, combinando alimentos como si fuesen silabas que después se juntan en palabras que luego forman frases, poemas. Los motivos por los que ella lo convertía en comensal de sus creaciones eran bien distintos de los que él presumía: una razón era que valoraba la opinión de él porque sabía que era un gourmet conocedor de un vasto recetario de cocina internacional y la otra, y no menos importante, era que, con sus construcciones culinarias, creaba un preámbulo para el encuentro amoroso pues, si subir las escaleras le costaba algo más (aunque él creyese lo contrario) que a un hombre con la mitad de su edad, acceder a un grado óptimo de respuesta sexual requería de ciertos prolegómenos. Ella era hábil; en todos los sentidos. Cada uno de los platos iba acompañado por el vino más acorde según su criterio. Elegía la música en consonancia para su creación, de suerte que la sinestesia se produjese en todas las direcciones. Una velada memorable: sonaba la música de Pedro y el Lobo de Sergei Prokofiev cuando él entró en el apartamento; perspicaz, gritó desde el pasillo ¡bosque! Le encantaban las setas. Ese otoño había sido generoso con los micófilos. En el centro de la mesa asomaban unos hongos, sobre dos rebanadas de pan tostado, casi completamente cubiertos por una compota amarillenta que bien podía ser de membrillo. No pudo distinguir de qué se trataba. Ella, con rapidez, le tapó los ojos desde atrás. A la par que deslizaba la punta de su nariz siguiendo el borde curvilíneo de la oreja, le musitó en el oído: acertijo. A lo cual él aumentó la apuesta: mejor charada, que la dificultad sea para los dos. Sin amilanarse, contestó digna: acepto. Dame un minuto, dijo estimulada por el reto. Ahí va: se aplica a ciertos hongos tanto terrestres como acuáticos y en cuanto a las sílabas: ¡envido! que sea en verso:
Aquella que el tramposo guarda en la manga
De color azul, símbolo químico
Pronombre o nota, si en sentido rítmico
Cedilla a la cual la vírgula falta
Como sufijo lleva la palabra a un nivel ínfimo.
Él, sorprendido por la agilidad de ella: veamos. As-co-tu, no, as-co-mi… ¡ya está! ¡ascomiceto! ¿has conseguido trufas frescas? A lo que ella, qué decepción ¿tú mezclarías un tuber con compota? No, claro que no. Que tonto había sido, se había precipitado. Has perdido profe. La alumna supera al maestro. Se trataba de un ascomiceto del género morchella: la suculenta colmenilla que hacía sus delicias y que esperaba sobre el canapé. En tres platos pequeños junto al de los montados pudo ver senderuelas, gustosos edulis y una ensalada que le producía gran deleite: láminas finas de champiñón en crudo sazonadas con jugo de limón, aceite de oliva virgen, sal y pimienta negra y cubiertas por escamas de queso parmesano (Parmigiano Reggiano y no Grana Padano, no le gustaba el gato por liebre y era capaz de apreciar la diferencia). Cuando quiso alcanzar la tostada, ella le agarró por el antebrazo frenándolo. No has ganado. Mereces punición. Al escuchar estas palabras, lejos de sentirse contrariado, intentó imaginar, con fruición, qué nueva ocurrencia habría pasado por la mente de su amiguita; qué nuevos placeres le depararía la interminable capacidad de juego de su cocinera particular y qué nueva ingeniosidad sería la que ella habría orquestado para enardecerlo y aumentar su disfrute. Tirando del brazo que había asido lo obligó a sentarse en una butaca desde la cual se veían las viandas pero desde donde no podían ser alcanzadas. Ahora vas a ser tú el que adivine. Tengo un regalo para ti pero vas a tener que descubrir cuál. Él le pide pistas. Con aire meditabundo, demorando las palabras, ella va recitando cualidades: tiene que ver con la parte más lúbrica… de las comidas. Sirve para excitar… el apetito. Este abrebocas es de un oro pálido deslumbrante, paladar delicado y seco y se abre paso con su nariz de punzante sensualidad a través de un aroma a frutos secos. Aunque se denomina igual que una infusión para indisposiciones nada tiene que ver con ella. Él la interrumpe: vino manzanilla. Manzanilla Saca de Invierno; embotellada en Sanlucar de Barrameda por Barbadillo, precisa ella. Entonces ya puedo comer…te, he acertado. Ella le dice que no moviendo la cabeza y desplazando el dedo índice como un limpiaparabrisas mientras le sonríe maliciosa. Era sólo el aperitivo. Se acerca a él de modo que su escote quede cerca de su mentón. Al agachar la cabeza una cascada de cabello sutilmente perfumado con bergamota se derrama por la cara y el cuello de él. Le pide que no la toque; que la disfrute sólo con el olfato y con la vista y mientras, inicia una nueva letanía susurrante que deposita con mimo cerca del oído de él: mi regalo destaca por su dulce tanicidad. Su humedad compensará la que han perdido los frutos de la umbría. Esa humedad será tuya y la compartirás conmigo. El regalo que voy a hacerte tiene la nariz plena de fruta y el silencio sonoro de maderas especiadas. Cuando nos conocimos, lo derramaste sobre mis senos y bebiste entre ellos. Fue así como supo que le aguardaba una botella de Vega Sicilia Único 1985. La música de Prokofiev fue cubriendo la de sus jadeos.
No había duda de que ella era hábil (en todos los sentidos). Sus veintiséis años de vida habían dado mucho de sí. Desde que se fue de su pueblo con diecisiete años había tenido que luchar por todo. No había detrás de ella unos padres que alimentasen una cuenta corriente cada mes. Había trabajado vendiendo enciclopedias, cuidando enfermos por la noche en los hospitales, sirviendo copas detrás de una barra, en la cocina de varias tascas, organizando fiestas infantiles. Cualquier trabajo, que se convirtiese en el dinero necesario para subsistir y poder pagar sus estudios, era bienvenido. Para la cocina, como para los idiomas o la música era autodidacta. Se conjugaban en ella una enorme curiosidad, una voluntad inquebrantable, un afán de superación a prueba de todo y la animadversión hacia lo vulgar, la pobreza y la incultura de quien ha crecido en medio de la vulgaridad, pobre e inculta, soñando con una vida diferente.
III
Modificación de la fianza. Aplazamientos innecesarios. Documentos que iban y venían del Ministerio Fiscal al abogado de la defensa sin que se entendiese muy bien qué defecto de forma era el que, en cada ocasión, dilataba el procedimiento judicial. Ella conocía el motivo. Sólo ella. Él hablaba de la actualización de un pacto y reclamaba una indemnización por “incumplimiento de contrato”. Ella no quería poner ese precio a la libertad de su marido pero no se hallaba en condiciones de negociar. Quería ganar tiempo. Mientras tanto, su marido continuaba en prisión. El juez dio con la información precisa. Localizó el restaurante en el que Marta trabajaba como cocinera. Acudía allí dos veces por semana para recordarle sus condiciones. Poco a poco ella fue entendiendo que tenía que hacerle creer a él que estaba considerando su propuesta. Aunque fuese mentira que ella estuviese dispuesta a aceptar el chantaje, tenía que jugar con las cartas que tenía: el deseo de él y sus ganas de que lo reafirmasen en la idea de que era un hombre deseable (a punto de jubilarse, el juez podía considerarse un hombre atractivo –sin que por ello se pudiera decir que era irresistible, como en su fuero interno sostenía– y se vanagloriaba de ello). Ella pensó en qué manera podría combinar ambos ingredientes, lujuria y vanidad, para conseguir el resultado apetecido: engañarle. Era un gran desafío. Él no era de los que aceptan cazón en lugar de rape ni surimi en lugar de gulas. Tal vez no pudiese salirse con la suya y tuviese que someterse a las exigencias de él. Sentía que si cedía iba a prostituir su dignidad; si no mediase el chantaje arremetería con toda su fuerza contra aquel que estaba atentando contra su bien más preciado: su albedrío; tendría que venderse pero se consideraba una mujer compleja, rica, con mucho que ofrecer y se resistía a tener que hacer un barato. Le ofendía que él, culto y refinado, que había compartido con ella momentos de sublime belleza a través de la comida, la música, la literatura, el teatro le reclamase de manera tan burda sólo una parte: sexo. No obstante, después de reiteradas negativas y cuando en una visita carcelaria pudo apreciar que su marido estaba sufriendo más de lo que ella estaba dispuesta a soportar, decidió seguirle el juego. Empezó a hacerle creer que accedería a sus pretensiones sin estar aún convencida de que tuviese que ser así. Llegó el día. El trato quedaba definido: el juez haría que su marido se viese libre y ella, tras ese momento, cocinaría para él una comida especial, prepararía una “velada organoléptica” (pensó que seguía siendo un petulante insufrible) en casa de él. Por si ella pudiese caer en la tentación de no respetar lo acordado, él precavió una medida: le recordó su amistad con el fiscal y le juró que reabriría el caso si ella faltase a su palabra. Fue entonces cuando se acabó su margen de maniobra. Se dio cuenta de que estaba vendida. Se desesperó. No eran remilgos por tener que aceptar acostarse con su antiguo amante; era que se sentía privada de libertad. La coacción le molestaba más que cualquier otra cosa. Pensó en envenenarlo. Sabía que él se volvía loco por la amanita cesárea en su estado de óvulo, la había preparado para él en otros tiempos, y sabía también como conseguir la mortal y similar amanita phalloides y que él no las distinguiría. Ideó un sorbete de Marc de Champagne aromatizado con lima que cubriría la presencia de una cantidad de cocaína suficiente como para matar a un caballo. Se dio cuenta de que eran fantasías; desahogos ante lo inexorable. Lloró y pensó que lo mejor sería tragarse el orgullo. Su marido la había sacado de aquel tugurio del barrio chino de Manhattan donde ella trabajaba cuando se conocieron; de su adicción a los opiáceos y de aquella pulsión de muerte con la que vivía por aquel entonces y que la estaba llevando a la destrucción completa.
IV
A partir de ese momento, la crónica de los acontecimientos se desarrolló con una mezcla de elementos propia de los íncubos. Marta no veía la hora de que llegase el final de aquella pesadilla. Elementos procesales se mezclaban con propuestas culinarias, con visitas del juez al restaurante donde trabajaba (en donde, al final de cada comida, pedía la presencia de la cocinera para hacerle llegar sus felicitaciones y alguna que otra frase recordatoria del vínculo que los unía) y con recuerdos incómodos de un pasado que quería tal: pretérito pluscuamperfecto. Así, una vista oral era seguida por una crema de calabacín y gambas con buñuelos de queso fresco. Las visitas al centro penitenciario se intercalaban con un carré de cordero asado con cebollas de Florencia y un crujiente de lamprea con crema de chalotas. Después de un Tiramisú abundante de Mascarpone (como gustaba al viejo profesor) encontraba un sobre que contenía una fotografía en la que aparecía ella, doce años atrás, travestida con una toga de letrado. Un confit de trucha con ensalada de hinojo era el contrapunto a una vista oral. La celebración del juicio tenía como acompañamiento un lomo de corzo con salsa de granada y a la espera de que la sentencia fuese firme y para contrarrestar la posibilidad de que fuese recurrida, obsequios en cada visita al restaurante: Carmina Burana de Carl Off para acompañar a un hojaldre de ventresca de bonito con espinacas, cebolla y pimientos; la missa “O MAGNUM MYSTERIUM” de Tomás Luis de Victoria para introducir un cerdo en dados salteado con salsa de sésamo y una ensalada tibia de cuscús con pimiento del piquillo, apio y tomate seco calabrés; y, como señal de que se acercaba el momento y para fingir aquiescencia, una servilleta impregnada con el perfume a bergamota que ella seguía usando.
V
Libre, sin cargos. El día anterior a la celebración del juicio fue a verla al restaurante. Cuando estrechó su mano para felicitarla por el tartar de atún y salmón con algas le puso en ella la llave de su casa. Ella ya sabía dónde estaba. Sería el sábado por la tarde. Él llegaría sobre las nueve; estaría ausente todo el día. Marta podría preparar la cena con toda tranquilidad.
Cuando el profesor entró en su vivienda estuvo a punto de exclamar alguna palabra sugerida por la información que le llegaba a través de la pituitaria; como en los viejos tiempos. En lugar de eso atravesó la puerta del comedor en silencio y esbozó una sonrisa al ver a Marta al otro lado de la mesa. Ella sostenía una copa de cristal con vino tinto que alzó, también callada, a modo de saludo. Permanecieron así, enfrentados, como si sobre la mesa, en lugar de platos con alimentos hubiese un tablero de ajedrez con todas las piezas dispuestas para librar batalla. Él recorrió con la mirada cada una de las escudillas, bandejas y recipientes varios que albergaban los distintos manjares: habitas tiernas salteadas con jamón ibérico y ajos tiernos; ciervo en salsa de chocolate; tzatziqui griego de yogurt y pepino; ensalada de rúcula; y requesón con mermelada de escaramujo. Alzó la vista y cuando dirigió la mirada hacia Marta hizo que ésta se estremeciese: en lugar de complacencia y agrado en el rostro de él había una mezcla de tristeza y enfado. ¡Vete! Me has desilusionado. Marta, sin poder creer del todo lo que está sucediendo, pero… ¿qué he hecho? Él, airado, ¿es necesario que te lo diga?: me has subestimado, has insultado mi inteligencia. Ahora me doy cuenta de que te he llorado en vano. No me mereces. ¡Carne, pepino y ajo para un encuentro amoroso!; qué torpe Marta ¿de verdad creías que no sabría leerte? ¿qué esperabas? No puedo creer que hayas imaginado que iba a compartir esta cena contigo y que luego yacería a tu lado expuesto a tu burla.
Has ganado. Has ganado y has perdido. Te maldigo: que el dolor de tu derrota sea mayor que la satisfacción de la victoria. Ahora vete.