Por José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
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Impresiona la enormidad de los jornaleros de Pellizza da Volpedo, caminando hacia ti con gesto sobrio y determinado, desnudos de armas, unidos en su dignidad, mudamente acusadores: ¿quiénes somos nosotros, espectadores tras el cristal?
¿El patrón rapaz, que, en su propio beneficio, atendería sus reivindicaciones? ¿El futuro radiante donde a cada uno se le habría de dar según sus necesidades? ¿O, simplemente, arqueólogos de aquello que una vez fue el proletariado? Suicida, ni siquiera cumplidos los 40 años, por incompresiones del establishment político-cultural, que juzgó inoportuno, fuera de programa, ese monumento antiheroico al campesino trasplantado en fábricas, a los que entonces como ahora vivían, y morían, por sus manos, Giuseppe Pellizza abre en el palacio del Arengario la espiral del arte made in Italy hacia su progresiva desmaterialización / deshumanización, en el camino de los sucesivos futurismos, poverismos y transvanguardias, hasta los acuchillamientos de Fontana que coronan el laberíntico ascenso, entre retazos de catedral y plaza con vitrinas del todo Milán. Monográfico espacio el de Marino Marini, que descubro en su complejidad (a falta de una visita a su fundación florentina), un mundo de acróbatas y caballistas que le avecina al Picasso azul. Muchas de las propuestas tienen su equivalente español, no obstante el tajo de la dictadura, y no sabría uno decir quién fecundó a quién. El Museo del Novecento me ha llevado a los pósters cuché de El cuarto estado, mi modestísima contribución a la caja sindical de amigos y parientes para resistir huelgas tenaces, y he ido aprendiendo cómo el arte, que se dice hijo de su tiempo, ha ido apartándose de compromisos y mediaciones, acaso para siempre, y que cuando habla de contextos lo hace sólo para referirse al de los mismos artistas, a su propio discurso solipsista: el mundo (exterior a ellos) les es ancho y ajeno.