Ribagorza: «Gentilicio de»


Feli Benítez Izuel
Corresponsal del Pollo Urbano en La Ribagorza
www.eltallerdefeli.blogspot.com

El pueblo es pequeño pero la plaza es amplia. Las calles confluyen en ella de forma radial y casi todas, salvo la que sube a la iglesia y a las eras, son ascendentes. La plaza, un altozano generoso,  es un regalo para quien hace el esfuerzo de caminar hasta ella. Tiene, aún, una fuente pública de la que sale un agua que, todavía, puede beberse. Gratis.

 

Hay bancos, de los cómodos, de madera, junto a unos árboles cuya fronda proporciona  reparo del fuerte sol estival. En el parterre elevado del centro, en los arriates junto a algunos muros y en los bidones de lata transformados en tiestos florecen las plantas para regalar la vista de aquellos cuyas amorosas manos les prodigan cuidados. En un lado de la plaza, el club social, la casa de todos, descansa del último encuentro de vecinos alrededor del fuego. Se está bien al aire libre pero apetece el calor del sol pues el invierno se va perezoso y lento y, aunque ya mayo está avanzado, es una de esas mañanas frescas, llena de los alfileres que trae el viento y que ha recogido de la nieve que se ve en las montañas. Manda narices, piensa el habitante del pueblo, que no haya nevado en todo el invierno y ahora… Pero se interrumpe en su soliloquio. Por un extremo de la plaza aparece un hombre. Debe de ser tan mayor como él pero nadie lo diría. Viste ropas muy ajustadas y de colores llamativos. Tiene una pequeña mochila en la espalda, gafas de sol con una goma que une las patillas por detrás del cráneo, una gorra con visera y dos bastones raros sobre los que se apoya al caminar. El habitante del pueblo se mira el pantalón y da un golpe, apenas perceptible, con la vara de litonero sobre el suelo de la plaza. Ambos se miran. El habitante de la ciudad se acerca a la fuente y llena con ella una cantimplora de zinc forrada hasta una cierta altura con fieltro verde. Esto sí que lo conoce el lugareño. Una cantimplora del ejército como la que tuvo cuando prestó el servicio militar. Se miran de soslayo el uno al otro. Por un instante coinciden las miradas y esa intersección entre las dos líneas se transforma en el motor para el siguiente paso. El habitante de la ciudad, sabiéndose en casa ajena, hace un esfuerzo por agradar y alaba la frescura del agua y la belleza de las flores. No hay respuesta pero el silencio del hombre que está sentado en  el banco no es hostil y es interpretado como una invitación a seguir mostrando su capacidad para apreciar y poner en palabras sus impresiones acerca del lugar. Toma asiento junto al habitante del pueblo y éste retira un tanto la vara de madera para que el visitante se ponga cómodo y pueda apoyar también sus palos raros. Va a hablar pero se calla.

Ahora que los dos están en el mismo plano, retrocedemos unos pasos para contemplar la estampa. Están en silencio, mirando hacia el centro de la plaza, con la leve tensión que se produce entre dos personas cuando no está claro cuál de las dos tiene que tomar la iniciativa. No hay prisa. Se han olido y no tienen nada que temer el uno del otro. Conforman una imagen dicotómica y es difícil poner un pie de foto. El lenguaje está viciado y lleno de connotaciones que favorecen a uno o a otro pero no a ambos.

Pueblerino-ciudadano; aldeano-urbanita; campesino-cosmopolita; rural-metropolitano…por lo tanto, será mejor que en lugar de hablar de ellos sean ellos los que nos hablen:

-A mí me tocó hacer la mili en la ciudad, tuve que irme del pueblo.
-Vaya, pues a mí en la montaña.
-Jo…la ciudad, que de movimiento y de cafés y de coches y de tiendas y cosas para ver…

Y dice esto mientras piensa que cuando más le gustaba la ciudad era por la noche, cuando las calles estaban desiertas y el tráfico se había reducido al mínimo. En esos momentos podía mirar hacia arriba, hacia los edificios, sin que nadie le devolviese la mirada en la que se veía juzgado como foráneo.

-Sí pero este aire tan sano no lo tenemos allí… y la tranquilidad… el no estar rodeado por un montón de gente a la que no conoces y a la que no puedes casi hablar… estar sólo puede estar bien.

Antes de acabar la frase, vuelven los recuerdos de la mili, de cuando le dijeron -a él que no había pisado el campo en su vida- que iba a pasar varios meses en medio de  la nada, del periodo de campamento, del miedo visceral a no ver a ningún compañero cuando marchaban, campo a través, durante las noches. Del desasosiego que le invadía cuando, en las ocasiones en las que le tocaba hacer guardia nocturna, se encontraba rodeado por sonidos procedentes de las gargantas y las patas de animales que no sabía identificar.

-porque… aquí ¿cuánta gente vive?

-Unos veinte… todo el año, quiero decir.

-Ya, imagino que en verano vendrán los que son hijos del pueblo.

-Y muchos fines de semana. También hay quien no es nacido aquí pero tiene casa…

-Y usted es de los de todo el año, imagino.

-De los de toda la vida.

-Entonces estará acostumbrado.

-¿A qué?

-Pues… no sé, cuando se ponga malo…

-La verdad es que no sé lo que es estar enfermo. En eso he tenido suerte… mire -dice señalando al extremo opuesto de la plaza en el que una anciana se mimetiza, gracias al color de su vestimenta y de su cabello, con la piedra gris del peirón bajo el que está sentada en un sillón plegable-, Ramona cumplió cien años el verano pasado.

-Vaya, ¡quién lo diría! Lo cierto es que en este pueblo está todo muy bien conservado: las casas, las personas…

Y lo dice mientras sopesa la oportunidad de preguntarle a su contertulio qué edad tiene imaginando que son coetáneos. Se mira y lo mira y una mal disimulada sonrisa plasma un pensamiento que descarta por poco cortés y que le lleva a concluir mentalmente «sí pero yo parezco un chaval y él un abuelo»

-Bueno…hay que cuidarse, sin exagerar, eso sí -dice el hombre del pueblo-. Aunque en la ciudad hay más medios…¿de qué año es usted? -La pregunta pilla por sorpresa al visitante que valora con rapidez si ofrecer una respuesta que sea una mentira piadosa; sin embargo decide ser franco. -¡Lo que yo decía!- comenta con júbilo el lugareño.

-¿Y qué es lo que decía usted? -dice sonriendo con simpatía al ver que su contertulio ha abandonado las reticencias y se ha entregado a la conversación con ganas.

-Pues… no se lo tome a mal pero… me he dicho: aunque va vestido como un jovenzano, éste brinca de los cincuenta.

-El mes que viene cumpliré los cincuenta y nueve ya.

-O sea, que trabaja.

-Qué remedio.

-¿Y usted?

-Bueno, ya se sabe que aquí, en el campo, siempre hay faena y cosas que atender, pero lo que se dice jubilao… llevo más de diez años.

-¿Perdone?

– Si cumplo setenta y seis a final de año… son más de diez años ¿o no?.

Vuelven a mirar hacia el parterre. Silencio. Cada uno con sus pensamientos en direcciones bien distintas. El forastero trabaja su perplejidad para poder seguir la conversación sobre los datos ofrecidos y no sobre sus errores de apreciación. También intenta que el orgullo herido no le distraiga y le impida conocer más. El paisano golpea con la punta de la vara un cúmulo de arena y piensa en lo que tiene pendiente para el resto del día, sobre todo que no se le olvide mirar a las gallinas.

-Y aquí ¿cómo hacen para divertirse? porque el baile y esas cosas ya no se estilan ¿no?

Y un zumo dulce se le derrama por la memoria al decir la palabra baile y se ve cogiendo por la cintura a la hija del boticario. Aquello duró lo que duró su estancia en aquel pueblo de la provincia de Lérida, lo que duró el llevar aquellos ropajes militares que le hacían parecer otro.

-Han cambiado mucho los tiempos… ahora que, no nos podemos quejar. En este pueblo por lo menos no, entre los de aquí y los que se han venido a vivir… bueno qué le contaría yo… si tenemos de todo… el que no pinta, toca algún chuflo o hace figuricas…

El habitante de la ciudad presupone, se imagina a un grupo del Inserso haciendo manualidades o terapia ocupacional pero antes de dejarse llevar por su mente que ya ha prejuzgado una vez, decide preguntar.

-Pues mire, déjeme pensar… – los ojos del oriundo miran hacia el cielo haciendo memoria- está el profesor de guitarra, bueno y el que toca la batería que viene casi todos los fines de semana y que es su vecino… ¡no se puede imaginar qué paellas hace!. Para chuparse los dedos. Ojo, que estos dos dan conciertos y todo, por ahí, también en la ciudad…luego está el holandés que hace lo de la talla o no sé cómo hace porque algunas son como del metal de los candelabros, también están estos chicos nuevos, que él pone placas solares y toca el saxofón y ella una cosa que es como una trompeta grande…no sé qué de varas… bueno, que me olvido de Juaquineta, que también toca la batería; además está la mejicana que da clases de gimnasia de esa moderna… Pi…lares, o algo así.

-Pilates.

-Eso, eso quería decir… ah, y también la pintora…que por cierto… ha colgado ese cartel que se ve en la puerta del Club Social porque hace una exposición…mañana creo…

-Pero…si  tienen ustedes aquí más artistas que en Manhattan.

-¿Dónde cae ese pueblo?

-…eh… lejos de aquí. Vaya, lo siento -dice mientras consulta el reloj-. Tengo que bajar a la carretera pues vienen a buscarme con el coche. Bueno, ha sido un placer.

-Ya.

-Antes de irme. No sé si he mirado bien el nombre de este pueblo en el mapa…

-¿Qué le dice el papel?

-Aler.

-Pues bien dicho.

El caminante recoge sus palos metálicos por la empuñadura mientras mira al hombre que permanece en el banco. Lo mira sonriendo y escrutándolo una vez más pues ha dicho las últimas palabras con tal gracejo que su rostro rejuvenece más aún. El hombre de la ciudad alza las cejas sin abandonar la sonrisa a la par que sacude la cabeza, en un gesto que parece decir «parece increíble» pues ahora tiene la sensación de que está delante de un niño; un niño de setenta y seis años.

-Antes de irme, una pregunta.

-A mandar.

-¿Cómo les llaman a los habitantes de aquí?

-Si hace viento a gritos -dice estallando en una carcajada-… pues no sé, unos dicen de un forma, otros… qué sé yo…alerenses o aleranos o… espere, ¿cómo dice el que toca la batería…? a ver si me acuerdo…tiene cada ocurrencia… ¡Ah, sí! alerícolas.

Y riendo al unísono, la escena se deshace y cada uno vuelve a lo que estaba haciendo antes de encontrarse.

NOTA DE LA AUTORA: Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia, es deliberado. Sirva este relato como homenaje a los habitantes de ese pequeño pueblo del pirineo aragonés cuya proverbial hospitalidad he tenido el privilegio y gusto de disfrutar en numerosas ocasiones.

Esta es la ventana por la que puede asomarse quien quisiera conocerlos mejor a falta de un viaje hasta el banco que está junto a la fuente:

http://viviendoaler.blogspot.com.es/

Algunos personajes del relato anterior son inventados, otros no.  Los que tienen una dimensión pública son nombrados a continuación:

-El batería gastrónomo, creador de gentilicios:

http://luigi-guapamente.blogspot.com.es/

-El holandés que hace que el metal sea cálido:

http://www.elteha.nl/kunst1-11.htm

https://www.facebook.com/events/225246990825218/

-La pareja de vientos… inquietos que miran al sol:

http://www.tecnisolar.es/

-La mejicana flexible:

https://www.facebook.com/profile.php?id=603522303

http://www.espaciopirineos.com/index.php?option=com_k2&view=item&id=642:taller-de-akroyoga-en-espacio-pirineos&Itemid=64&lang=es

-Y, por último, la pintora, grabadora, creadora de imágenes… cuya exposición en curso puede visitarse hasta final de junio:

http://eltallerdefeli.blogspot.com.es/2012/05/pilar-iturralde-aguatintas.html

http://eltallerdefeli.blogspot.com.es/2012/06/pilar-iturralde-aguatintasreconstruccio.html

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