Desde el gallinero: Salomé / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo

   Al quiosquero de la esquina, cinéfilo empedernido que siempre vuela por libre, le gustan los narradores que fusionan lo antropológico con la pureza de un lenguaje en el que cada imagen es un signo abierto a múltiples significados.

   Su gusto es muy abstracto, como un cuadro que reniega de las formas concretas para ilustrar sus propios temas. El quiosquero deja en el aire sus temas, como en suspensión, lo que permite a cada cual por separado aplicar su perspectiva y su subjetividad a todos los asuntos desplegados. Y dicha mirada abierta la lanza por igual sobre las cosas y sobre las personas, conectando ambos elementos de una mirada muy íntima e intangible. Así es como desarrolla el conflicto entre ser humano y naturaleza, desde la profundidad más telúrica, sin que el paso del tiempo parezca afectar a una relación que no sabe de normas o de leyes. Las leyes, recuerden a J.J. Ordovás, están hechas para saltárselas.

  El quiosquero de la esquina me avisa de que no me pierda la nueva película del barcelonés Lluís Miñarro, ‘Love me not’, un cineasta al que adora, iconoclasta como él, y que conoció cuando vino hace unos años a la filmoteca de Zaragoza para presentar su anterior largometraje, ‘Estrella fugaz’ (2016), singular cóctel de melodrama histórico y comedia de costumbres sobre los tres años de reinado en España de Amadeo de Saboya, algo así como ‘La toma de poder por Luis XIV’, de Rossellini, retocada por Manoel de Oliveira y Godard. Y con oníricas imágenes impactantes como esa de la sirvienta que se afeita el vello púbico entre docenas de longanizas colgadas del techo o esa otra del criado que se masturba con la ayuda de un melón previamente agujereado…

  Acabo de ver ‘Love me not’, aunque no ha llegado, maldita sea, al circuito comercial zaragozano, un hecho del que ya estamos acostumbrados. La que antaño era una ciudad capital en asuntos fílmicos, ay, se ha convertido en una más, del montón, donde solamente parece primar la algarabía palomitera. Es el cine de la distracción y destrucción que nos rodea y que funciona como la bollería industrial. Todo es azúcar. Hay una obsesión por tener al espectador permanentemente excitado. Pero la excitación, al contrario que la emoción, es algo que se va rápido. Como sube, baja. Tenemos prejuicios hacia las emociones y habría que abandonarlos. Miñarro actualiza el mito bíblico de Salomé recreado por Oscar Wilde en su célebre libro publicado en 1891, y del que Hollywood ya hiciera una tan lujosa como acartonada adaptación en 1953, una superproducción de la Columbia dirigida por William Dieterle para lucimiento de Rita Hayworth, que luce muy bella como princesa Salomé, ejecutando la famosa danza de los siete velos.

  El cineasta catalán, digo, actualiza la leyenda trasladándola a un campamento militar en el desierto de Irak, y ofrece un descenso a los abismos del deseo y la carne, en una suerte de sátira política repleta de tonos e ideas, que bebe tanto del cine clásico americano como de las pulsaciones surrealistas de Buñuel. El cine, para el quiosquero, debe ser territorio de los sueños. Las películas plagadas de curvas que no sabemos a dónde nos llevan siempre le han subyugado. Que la imagen evoque aspectos del subconsciente es algo que siempre ha buscado. Al fin y al cabo, de eso se trata: de tocar la piel misma del misterio. Y arder con él.

  Dice el quiosquero que lo urgente es preparar al espectador no para que entienda las obras de arte sino que las sienta. Acaso por eso le gustan las personas rotas, las que tienen grietas por las que pasa la luz. Lo que más le ha enraizado, lo que más le ha hecho sentir el peso de la tierra, es oír hablar a sus ancestros de los capítulos trágicos de su vida: muerte, hambre, emigración…  Salomé Ezquera era una de ellas, fallecida recientemente y con la que ya no podrá charrar. La parroquiana favorita del quiosquero. Una nonagenaria que respiraba una dignidad, una soberanía, una aceptación, un desapego… Una soberana sumisión. Una ideología pétrea e indubitada que le funcionaba como un motor y le hacía moverse.

  Salomé empeñó su vida buscando el último abrazo del padre, fusilado en los prolegómenos de nuestra guerra incivil por el delito de trabajar en el ayuntamiento republicano del pueblo. Una historia que tiene que ver sobre todo con la dignidad y la justicia. Con una hija pequeña y un padre. Una historia que nos remite al poemario del gran Ángel González: “La guerra ha comenzado, / lejos (nos dicen) y pequeña / (no hay por qué preocuparse), cubriendo / de cadáveres mínimos distantes territorios, / de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños…”.

  La memoria es un asunto aritmético, una progresión decreciente. Piensen que, si han sido capaces de imponerse con la misma fortuna a la historia y a la biología, los adolescentes de 1936 hoy son ancianos que frisan los cien años. Son los últimos protagonistas del conflicto bélico. Cada vez quedan menos. Sus hijos, la generación que escuchó los testimonios directos y creció en hogares marcados de un modo u otro por lo ocurrido, también se han incorporado a la férrea burocracia de la muerte. No hay español que ronde los setenta años y no tenga referencias directas del frente y la represión, del miedo y las bombas, del hambre y el silencio. Se desvanece, pues, la memoria de la guerra. Y Salomé luchaba contra el olvido. Compruébenlo con el documental que Tasio Peña y el arriba firmante le hicimos hace unos años.

  Menos mal que a Salomé Ezquerra no se le avisó de la muerte prematura de su hijo Carlos, el del cómic ‘Juez Dreed’ llevado a la gran pantalla en 1995 por Danny Cannon y con Sylvester Stallone implantando la ley en una megaciudad estadounidense del futuro. Claro exponente, dice el quiosquero, del cine trillado, palomitero, del montón, de estos tiempos. Porque a él le gustan, lo he dicho al inicio, los narradores que fusionan lo antropológico con la pureza de un lenguaje en el que cada imagen pueda ser un signo abierto a múltiples significados. Como la Salomé de Miñarro. O la parroquiana de su quiosco, siempre con su mirada íntima e intangible, volando libre.

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