Un almuerzo en el «Rancho Sánchez»

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Por José Antonio Conejo

De lo sonoro y de lo bello. De las musas sin piedad del pintor Eduardo Laborda al pincel hojaresco y velado de Iris Lázaro. Del impulso cinéfilo y enfermizo de Carlos Calvo a la paciente y contumaz docencia de Guadalupe Corraliza.

   Del gusto estético e interior por la apariciones virginales de Jesús Lou a la mirada críptica y sinuosa de Angélica de Georgia. De la encantadora y elegante inocencia de la pequeñita Carla, o de la pericia sustantiva y vertical de Óscar, Kina y el láser, a la sabrosa y definitiva caracolada del ácido y mordaz Dionisio Sánchez.

Un encuentro gastronómico de rústico yantar del caracol, de la carne cochinera, de la patata y del vino en bota. Un lugar difícil de descifrar, de nombre Hinojosa, entre el Moncayo y Soria, de insectos literarios y degustación del paladar, propicio a la tertulia animada en forma de críticas feroces a las bandas culturales que operan al amparo del poder urbanita.

Pocos ejemplos tan claros de la vieja importancia de un rincón escondido, silvestre y adjetivo, con sus árboles de ramas pálidas y desmayadas, sus caminuelos de tierra y piedras y su alfombra de musgo, hojarasca y rojas bayas de tejos, acebos, escaramujos y majuelos.

Dicen que Felipe V quería un pequeño y coqueto refugio en la sierra para retirarse joven pero feo, y el plan se torció y acabó reinando cuarenta y cinco años, más que nadie en España. Los amigos que se juntaron este verano en el “Rancho Sánchez” no aspiran a tan tamaña empresa, pero saben que en el territorio de Dionisio tienen un refugio para venideras caracoladas o lo que se tercie, porque no hay en la vida cosa más gratificante y enamorada que sentarse al aire libre alrededor de una mesa con los amigos para compartir sabores y calores.

Sí, vino, caracoles y amigos sinceros, gozando de este instante fugitivo que es la vida. Los sonoros regoldos dieron broche feliz y placentero a tan bella jornada.

 

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