Tan Verónica como Forqué


Por Carlos Calvo 

  Tras quitarse la vida la madrileña Verónica Forqué, a los sesenta y seis años, el país no ha organizado ciclos de sus películas ni ha celebrado su posible talento como actriz.

   Con una unanimidad casi automática, la opinión pública ha ejercido su nuevo papel de tribunal severo, moralizante, y ha aprovechado el peso irrebatible de la muerte para exhibir dolor –o sea, identidad-, parasitar ofensas y pedir redención. El espectáculo es contradictorio: un cortejo en blanco y negro creyéndose legitimado para pisotear la intimidad de alguien que contribuyó a que nuestro pasado común fuese de los más vivos colores. Porque la memoria es el único paraíso del que nunca seremos expulsados, el único lugar donde el amor sobrevive cuando el amor yace herido de muerte. Cuando observamos el rumbo de nuestras vidas y la necesidad de evolucionar en sintonía con el inexorable paso del tiempo, la memoria sigue construyendo el edificio de la ilusiones.

  Para colmo, la cadena estatal de televisión española la homenajeó con la peor película de toda su carrera, ‘Kika’ (1993), del manchego Pedro Almodóvar, donde interpreta a una vital e ingenua maquilladora que vive con un fotógrafo introvertido, un patético Alex Casanovas obsesionado por el suicidio de su madre. Una comedia de enredos de mil tramas, repleta de chabacanerías e incongruencias, sin dirección de actores y con una esforzada Forqué que salva los muebles como puede. El desbarajuste ético y argumental incluye el boom de los ‘reality shows’ televisivos y el filón estadounidense de los sicópatas. Todo una ‘kaka’, en efecto.

  Con Almodóvar participa en otras dos de sus películas: ‘¿Qué he hecho yo para merecer esto?’ (1984), en el papel de una puta de buen corazón en un vecindario de barrio periférico, y ‘Matador’ (1985), un drama criminal de alto poder de fascinación que en manos del manchego deviene una triste caricatura. Al menos, y aun siendo mediocre, la primera, basada parcialmente en un relato de Roald Dahl, es la menos mala en la filmografía de Almodóvar, una tragicomedia, en cualquier caso, de absoluta incoherencia y poca gracia, cuyo formalismo autocomplaciente se mueve entre diversos géneros, desde la comedia costumbrista, al modo del neorrealismo italiano, hasta el melodrama más clásico, buscando la estética del alemán Fassbinder. Pero Almodóvar, ay, no entiende nada y su presunta comedia negra, con tintes de drama social y surrealismo, se queda, esto es, en (casi) nada.

  En ‘Matador’, por su parte, pretende compaginar un retrato de personajes al límite, seducidos por las ansias de matar y morir, un viaje doliente a la tragedia. Así, un torero lisiado que encuentra placer en el estoque con víctimas humanas, su discípulo, una vampiresa, una sicóloga, una abogada apasionada (en celo) por la sangre que se le cruza en su camino y una madre del Opus, entre otras fieras, forman la fauna de esta mixtura de melodrama pasional y thriller, con unos gramos de comedia. El resultado es un filme penoso e insufrible de un Almodóvar que se marca un cóctel folletinesco entre los placeres del sexo, del asesinato y de una tarde de toro. La corrida como metáfora de la muerte cual “imperio de los sentidos” de Oshima. O así.

  Hija del productor, guionista y realizador todoterreno José María Forqué y de la actriz, escritora, traductora y guionista radiofónica de orígenes argentinos Carmen Vázquez-Vigo (gran autora de literatura infantil que también actúa en filmes de su esposo como ‘El diablo toca la flauta’), Verónica lucía su apellido paterno con orgullo. “Tener un papá director de cine al que todo el mundo llamaba ‘jefe’ me encantaba, me parecía lo más. Yo quería dedicarme a eso, quería ser como Conchita Velasco”. Y muy temprano se inicia, precisamente, de la mano de su padre, en papeles más o menos relevantes, más o menos ocultos: ‘Una pareja… distinta’ (1974), ‘Madrid, costa Fleming’ (1975), ‘El segundo poder’ (1976) o ‘El canto de la cigarra’ (1980).

  Nacido en el zaragozano barrio del Gancho, el padre de Verónica Forqué comienza a estudiar arquitectura, pero muy pronto, ya en Madrid, descubre el cine. Su debut es en 1951, dirigiendo junto a Pedro Lazaga ‘María Moreno’, primera de una larga carrera con más de cincuenta títulos, a los que hay que añadir varias series de televisión. Su primer gran éxito es ‘Amanecer en puerta oscura’, una historia de bandoleros a partir de una idea de Alfonso Sastre, con guion de la zaragozana Natividad Zaro y el propio realizador, que logra el oso de plata en el festival de Berlín de 1957. Es en el terreno de la comedia donde más destaca, con títulos como ‘Maribel y la extraña familia’ (1960), adaptación de la obra teatral homónima de Miguel Mihura, o ‘Atraco a las tres’ (1962), despiadada radiografía de los arquetipos sociales de la época y gran homenaje paródico a las películas de atracos perfectos, según el modelo marcado por las italianas ‘Rufufú’ (Mario Monicelli, 1958) y ‘Rufufú da el golpe’ (Nanni Loy, 1959), películas realizadas, a su vez, al amparo de la francesa ‘Rififí’ (Jules Dassin, 1955).

  José María Forqué realiza mucha comedia ligera, alimenticia, de supervivencia, pero siempre con su impronta: una mirada de ternura, de proximidad con sus criaturas. Funda su propia productora en 1967, Orfeo Films, con la que ejecuta casi todos los géneros, desde dramas y comedias hasta policiacos y musicales. “Me gusta contar las cosas con ese humor subterráneo que los aragoneses llamamos somarda. El cine ha sido toda mi vida y he querido gustar al público. En el fondo, los directores somos un poco como las putas: si tu película agrada, el productor te contrata; por el contrario, si no gustas, nadie te quiere”.

  Con apenas diecisiete años, a la hija del zaragozano ya se la puede ver en su debut en la gran pantalla, ‘Mi querida señorita’, dirigida por Jaime de Armiñán y con producción del también zaragozano José Luis Borau, que asimismo es coguionista junto al director, una suerte de pintura negra de la España provinciana con el tema del cambio de sexo, de modestas proporciones, y de la que alguien dijo que era como “un Buñuel demudado, más sorprendente, más viscoso y tierno”. Sus trabajos con Antonio Mercero (‘La guerra de papá’, 1977), José Luis García Sánchez (‘Las truchas’, 1977), Rafael Gordon (‘Tiempos de constitución’, 1978) o Raúl Peña (‘Todos me llaman Gato’, 1980) serían la última etapa justo antes de su consagración.

  A esta etapa, desde luego, habría que añadir ‘Los ojos vendados’ (1978), del oscense Carlos Saura, quien realiza, tras sus películas alegóricas de la sociedad española, un drama político cuyo mensaje pesa tanto o más que lo narrativo, para tocar otro tema comprometido, la tortura en todas sus variantes, aunque lo hace con mimbres más artesanales de lo habitual. Es Saura, curiosamente, quien después de ver la obra de José Sanchís Sinisterra ‘¡Ay, Carmela!’, estrenada en 1987 en el teatro Principal de Zaragoza, con Verónica Forqué y José Luis Gómez de estelar pareja roja y republicana, la adapta al cine tres años después. Pero cambia de  protagonistas y llama, en su interés, a Carmen Maura y Andrés Pajares para los personajes de Carmela y Paulino, varietés a lo fino, dos seres desamparados en un mundo hostil, en guerra civil, que encuentran en el arte y los escenarios un modo de supervivencia no tanto ya alimenticia como esencialmente ética.

  Amante de la meditación, del yoga, de las filosofías orientales (se aproximó al budismo con fervor) y de la tierra aragonesa (Calanda siempre la recuerda con orgullo cuando en la semana santa de 2016 rompe la hora con los bombos y tambores), la Forqué debuta en sus adoradas tablas en 1975, junto a Núria Espert, en las palabras divinas y valleinclanescas de Víctor García, y sube por última vez al escenario en 2019 para protagonizar la pieza ‘Las cosas que sé que son verdad’, por la que gana el premio Max a la mejor actriz teatral del año. Entre ambos polos, sigue con cierta regularidad en los escenarios, con más de treinta obras: ‘El zoo de cristal’ (que firma y protagoniza su madre, bajo la dirección de José Luis Alonso), ‘Las sillas’, ‘Los cuerpos perdidos’, ‘Casa con dos puertas mala es de guardar’, ‘No hay burlas con el amor’, ‘El sueño de una noche de verano’, ‘Tres sombreros de copa’, ‘Agnus Dei’, ‘Las mariposas son libres’, ‘Sublime decisión!, ‘Doña Rosita, la soltera’, ‘La abeja reina’, ‘Buena gente’, ‘Shirley Valentine’, ‘El último rinoceronte blanco’ (en la que encarnaba a la muerte), ‘Franco ha muerto’…

  Adaptaciones, ya ven, de clásicos como Tennessee Williams, Calderón de la Barca, Shakespeare, Ionesco, Mihura, John Pielmeier, Leonard Gershe, Charlotte Jones, David Lindsay-Abaire o Willy Russell. Y se atreve incluso a dirigir, como una versión de ‘La tentación vive arriba’, en 2000, o el montaje de ‘Adulterios’, de Woody Allen, en 2009. El teatro, para ella, lo fue todo, su felicidad, y siempre reservó, con sus ojos azules muy abiertos, los personajes más complejos para esta disciplina. “He sido más feliz en el escenario que fuera de él, porque exige mucha concentración y ahí arriba te olvidas de todo, te liberas de la putada cotidiana”, decía. El rostro de la Forqué, entre lo terreno y lo místico, se transfigurará, para la memoria colectiva, en el de la ambivalencia teatral: poco hay más dramático que la vida misma de la artista. Y hay mucho en la vida de la Forqué de tragedia griega.

  Casi siempre, sus trabajos están íntimamente ligados a la reciente historia cinematográfica de la comedia española (años ochenta y noventa del siglo veinte, sobre todo), aunque sus comienzos sean en el drama, con unos personajes entre deslenguados y vitales, ridículos y tiernos, atontados y vehementes, y un humor que brota siempre de su profunda humanidad, con ese tono de voz medio trémolo, agudo e ingenuo, quizá a veces sobreactuado en su registro interpretativo. Y hay de todo, como en botica: cine bueno, regular o rematadamente malo. Cine, en fin, comercial y vodevilesco, de la comedia al melodrama urbano. Y de raíz casticista o costumbrista, con apego al sainete, ya en papeles de reparto o de protagonista. Toda la vida subida al carro de la farsa.

  A las órdenes de Manuel Iborra –su marido, entre 1981 y 2014-, Álvaro Forqué –su hermano, fallecido prematuramente en 2014-, Fernando Trueba, Basilio Martín Patino, Fernando Colomo, Manuel Gómez Pereira, Mario Camus, Manuel Gutiérrez Aragón, Joaquín Oristrell, Juan Luis Iborra, David Serrano, Luis García Berlanga o el dúo formado por Alfonso Albacete y David Menkes, la lista de sus películas se hace interminable, con una filmografía cercana al centenar de títulos: ‘Sé infiel y no mires con quién’, ‘El año de las luces’, ‘Caín’, ‘El orden cómico’, ‘Madrid’, ‘La vida alegre’, ‘Bajarse al moro’, ‘El baile del pato’, ‘Orquesta Club Virginia’, ‘Don Juan, mi querido fantasma’, ‘Salsa rosa’, ‘¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?’, ‘Amor propio’, ‘¿De qué se ríen las mujeres?’, ‘Tiempo de la felicidad’, ‘La dama boba’, ‘Pepe Guindo’, ‘Clara y Elena’, ‘I love you baby’, ‘Sin vergüenza’, ‘Tiempos de azúcar’, ‘Reinas’, ‘Moros y cristianos’…

  Madre de la artista María Forqué, su carrera en las pantallas entra en declive a partir del año 2000, que acaso compensa con una actividad continua en el teatro y su presencia generosa en numerosos cortos dirigidos casi siempre por gente joven en los inicios de sus carreras. Sus tres últimos largometrajes los interpreta poco antes de su muerte. En el primero, ‘Salir del ropero’ (2019), realizado por Ángeles Reiné, encarna a una abuela que decide anunciar su boda con una amiga del alma (Rosa Maria Sardà). El segundo, ‘A mil kilómetros de la navidad’ (2021), de Álvaro Fernández Armero, se rueda en parte en los valles de Benasque y de Arán. El último, ‘Espejo, espejo’ (2022), lo dirige Marc Crehuet, donde hace un pequeño papel.

  En la pequeña pantalla también participa en varias de las piezas de teatro televisadas del mítico espacio ‘Estudio 1’ (algunos capítulos dirigidos por el zaragozano Alfredo Castellón) y en series como ‘Juan y Manuela’ (1973), ‘Silencio, estrenamos’ (que dirige Pilar Miró en 1974, con guion de Adolfo Marsillach), ‘Curro Jiménez’ (1978),  ‘Ramón y Cajal’ (dirigida por su progenitor en 1982, dando vida a la esposa del científico premiado con el Nobel), ‘El jardín de Venus’ (1983), ‘Platos rotos’ (un éxito de audiencia de Carlos Serrano en1988), ‘Eva y Adán, agencia matrimonial’ (1990), ‘Pepa y Pepe’ (suerte de ‘Roseanne’ a la española, dirigida por su marido en1995), ‘El hombre de tu vida’ (1997), ‘Dues donnes divines’ (2000), ‘La vida de Rita’ (2003), ‘Entre ovejas’ (2008), ‘Amar es para siempre’ (creada en 2012 por el zaragozano Eduardo Casanova, al son de su anterior ‘Amar en tiempos revueltos’), ‘La que se avecina’ (2014), ‘Señoras del hampa’ (2017) o ‘Días de navidad’ (2019).

  Y hay que recordarla, finalmente, como dobladora al castellano del personaje chillón  al que daba vida Shelley Duvall –la actriz que encarna a la esposa del demente Jack Nicholson- en el filme de Stanley Kubrick ‘El resplandor’ (1980), inquietante descenso a los infiernos de la locura según la novela homónima de Stephen King, y que Carlos Saura se encarga de coordinar el doblaje por deseo expreso del autor de ‘Senderos de gloria’. O el proyecto, ya inacabado, de la serie de animación para adultos ‘Pobre diablo’, creada y escrita por Miguel Esteban, Joaquín Reyes y Ernesto Sevilla, en la que la intérprete estaba poniendo la voz a uno de los personajes.

  De Verónica Forqué, tan divertida y cariñosa como directa y frágil, siempre nos quedará su rostro risueño y curioso, su mirada abierta y esmeralda, su habla quebrada e inconfundible, su pelo alborotado y pelirrojo, su inocencia lenguaraz y, sobre todo, su sonrisa radiante, eterna y desbordante, siempre pegada a la comisura de los labios. Aunque escondiese, maldita sea, mucha tristeza y frustración. Tan ingenua como pizpireta. Tan Verónica como Forqué. Cercana y espontánea. Porque siempre aportaba una gracia, un aura particular que creaba de inmediato un espacio, un mundo propio, una comicidad única, inocente, limpia, a veces melancólica. Solo una, Con su peculiar inocencia maliciosa y picardía sin maldad. La eterna ingenua de nuestras pantallas y escenarios.