El patrullero de la filmo: Fellini, el gran mentiroso


Por Don Quiterio

  Las obras clásicas son las que perduran porque siempre manan de sentido. Ricas en significaciones, siempre dan. Federico Fellini es un clásico, uno de los directores más imaginativos y brillantes de la historia del cine, de gran potencia simbólica. Con él comienza la hipertrofia del “cine de autor” como autorrealización del director.

    Se inicia como dibujante y caricaturista, colabora en la revista satírica ‘Marco Aurelio’ y reconoce la influencia de los dibujantes estadounidenses en su formación adolescente, lo que condiciona su gusto por la aventura, lo fantástico, lo grotesco y lo cómico. Ese universo siempre aflora y su recuerdo inconsciente condiciona el elemento figurativo y las tramas de sus películas.

      De esto trata el documental ‘Fellini: soy un gran mentiroso’ (2002), dirigido por el canadiense Damian Pettigrew, que la filmoteca de Zaragoza ha programado en un ciclo exhaustivo dedicado a este cineasta italiano que nace en Rimini en 1920 y fallece en Roma a los setenta y tres años. Fascinado desde muy joven por el mundo del espectáculo, cuando cuenta con diez años de edad se escapa de su hogar y se une al circo Pierino, en el que su primera ocupación va a ser el cuidarse de una cebra enferma. En los años de la contienda mundial se enrola en una compañía de teatro ambulante, para la que escribe varias piezas. Más tarde se instala definitivamente en Roma, ciudad en la que ejerce diversos oficios. Y comienza a escribir guiones para Mario Bonnard, Mario Mattoli, Goffredo Alessandrini, Roberto Rossellini, Luigi Comencini, Eduardo de Filippo, Giorgio Pastina, Pietro Germi o Alberto Lattuada.

  Con este último codirige su primer largometraje, ‘Luces de variedades’ (1950). Debuta en solitario un año después con ‘El jeque blanco’, que ya anuncia modestamente sus logros posteriores. En 1953 participa del filme colectivo ‘Amore in città’ (junto a Risi, Antonioni, Lizzani, Maselli y, otra vez, Lattuada) y dirige ‘Los inútiles’, una comedia sangrante, cruel y corrosiva donde arremete sin piedad contra una sociedad que oculta su descomposición tras su apariencia de frivolidad. El director filma con encomiable sentido visual y añade un amargo sentido del humor y un soterrado cinismo que resulta demoledor. Una importante sátira costumbrista, agridulce e inteligente, en la que sus protagonistas seguirán sobrellevando ese tipo de vida, salvo uno que contrae matrimonio y otro, el único afortunado, que logra salir del pueblo para iniciar una nueva vida. Entre la evocación personal, el retrato sociológico y el embrión de un rictus neorrealista, Fellini convierte el perfil de cinco jóvenes zánganos de una localidad de la costa adriática en un manual universal de melancolía. Picaresca y gamberrada, costumbrismo y acidez, comicidad y patetismo, miseria y crueldad, con las secuelas de la guerra como paisaje acaso olvidado hasta ese final magistral entre el adiós y la evocación.

  En ‘La strada’ (1954) cuenta la historia de un saltimbanqui que recoge a una ingenua muchacha para que le sirva de ayudante, contrastando la rudeza de aquel con la bondad de esta, en un filme lleno de fuerza pese a diversas limitaciones debidas a su excesivo idealismo. La excelente ‘Almas sin conciencia’ (1955) está protagonizada por unos timadores que se dedican a explotar la avaricia e ignorancia del pueblo mediante estafas sofisticadas, en nada una fábula reaccionaria como parece indicar el moralista título en castellano, cambiado por el original de ‘El timo’ (‘Il bidone’). Por su parte, ‘Las noches de Cabiria’ (1957) es un vivo ejemplo de la naturaleza de la fantasmagoría felliniana, acerca de una prostituta cuya presentación alude tanto a su presente como al pasado implícito en ese presente, y de ahí la evocación fantástica, por un lado, y la crítica por otro.

  Con ‘La dolce vita’ (1959), en ese tono que parece comedia pero es casi tragedia, Fellini hace un implacable retrato de la decadencia burguesa romana representada por el mundo del cine, a través de la figura de un reportero alienado encarnado por el gran Marcello Mastroianni. Primera colaboración entre actor y director, destaca la escena inicial del Jesús llevado en helicóptero sobre Roma y la imagen de la sensual Anita Ekkberg en las aguas de la Fontana de Trevi, una Venus de Botticelli en versión lunar. Todo un desfile ininterrumpido de situaciones metafóricas (y episódicas) que satiriza la vida frívola de una cierta aristocracia romana a través de unos personajes que son en sí mismos deliciosas viñetas. Fellini resume su mundo personal disperso en sus películas anteriores, a medida que avanza el boom industrial. Roma es vista como un pulpo que se mueve por las afueras de forma amenazante. Un escenario en el que ha desaparecido la crítica humana y católica sobre la culpa, la redención y el amor a la vida. El filme pasa a la historia, igualmente, por haber acuñado el término ‘paparazzi’ -nombre de uno de los personajes, Paparazzo-, fotógrafo de la prensa rosa en su vespa.

  Varios son los nombres clave en la vida personal y profesional del cineasta: Giulietta Masina, su mujer, con la que trabaja en siete largometrajes; Nino Rota, el compositor de todas sus películas y parte esencial del éxito de lo felliniano; Alberto Sordi, uno de los ‘inútiles’ de una generación desnortada de provincias; Marcello Mastroianni, su deseado ‘alter ego’… Aunque en sus inicios encuentra en el neorrealismo su fuente de inspiración, con su toque de denuncia social y crítica del mundo miserable que viven los italianos tras la segunda guerra mundial, las constantes que apunta luego Fellini reflejan sus manías y gusto por las mujeres de formas desbordantes y las situaciones insólitas en un mundo mágico. De niño, al parecer, ve su primera película, ‘Maciste en el infierno’ (Guido Brignone, 1923), cuyas imágenes amarillentas de mujeres voluptuosas proyectadas en la pantalla le marcan para siempre.

  Así, en una década, pasa del melodrama neorrealista, saturado de una poética miserabilista conmovedora, a una hiperrealidad desmesurada, en consonancia con el mundo contestatario que se impone con la contracultura jipi y el mayo del 68. Frente al mundo caótico de las brigadas rojas y el terrorismo de los años de plomo, Fellini reacciona exacerbando su mitología bizarra y alejándose de la realidad. Y exacerba su narcisismo con una galería de friquis que reflejan de forma extravagante el mundo exterior del autor. En la década de 1960, su mundo se viste de lujos mundanos y se puebla de voluptuosas mujeres con sus exuberancias mamarias, las frivolidades y los desenfrenos.

  Un año después de ‘Boccaccio 70’ (1962) -otra película de episodios codirigida por Visconti, Monicelli y De Sica-, Fellini realiza su obra maestra, ‘Ocho y medio’, un filme inigualable que supone un punto y aparte en su carrera, en el que, en efecto, se aleja definitivamente del estilo neorrealista de sus anteriores trabajos. Fellini reflexiona acerca del papel del artista en la sociedad y elabora un complejo entramado de personajes en un apabullante e insólito derroche de imaginación. Es el filme que trata de ese nuevo héroe moderno, un “héroe irrisorio” que, según Lacan, “vive en una continua situación de extravío”: es el nacimiento del director-artista, responsable de su creación. El protagonista de ‘Ocho y medio’, no lo duden, es directamente Fellini, convertido en un domador de circo, retallando el látigo con el que dirige a sus actores, meros figurantes de su imaginación desbordada.

  Con ‘Julieta de los espíritus’ (1965) elabora Fellini una barroca aproximación al universo femenino, personificado en una joven, excepción de fealdad y honradez en una familia de mujeres bellas y corruptas, y se sirve de unas imágenes oníricas y fantásticas con un revolucionario tratamiento del color, que alejan al cineasta, definitivamente, de sus primeras obras, deudoras del neorrealismo. En ‘Historias extraordinarias’ (1968) vuelve al filme de episodios (Roger Vadim y Louis Malle dirigen el resto), inspirado en originales de Edgar Allan Poe. Con ‘Satyricon’ (1969) se acerca a la obra homónima de Petronio. En ‘Los clows’ (1970) se centra en el mundo de los payasos de circo, en una desenfrenada representación final llena de inventiva. Con ‘Roma’ (1972) visita el cineasta la capital italiana, y lo hace a través de sus ojos y de su estado de ánimo, para guiarnos por sus recuerdos, sus impresiones, su sentido del humor y de la irreverencia, su trasfondo amargo, su barroquismo mental y visual de esa ciudad eterna a la que se llega por cualquier camino y que reinventa en secuencias prodigiosas (el desfile de modas eclesiástico, el recorrido por los burdeles), en una combinación del documental y el ensueño, lo naturalista y lo mágico.

  La obra de Fellini se debate entre la subjetividad biográfica y la crónica, y toma como objeto artístico su propia experiencia fantaseada. El circo será el entorno y los monstruos de feria los protagonistas colectivos de la carpa felliniana. La estructura del viaje da paso a la fragmentación del relato posmoderno, en el que las jerarquías se someten al capricho del creador, como el ‘Ulyses’ de Joyce. Con Fellini nace la fantasía del demiurgo en el cine que crea su propio mundo. Su cine describe la tensión entre el hombre moderno y los rudimentos del pasado, los sueños eróticos, el machismo caricaturesco o la extraña mezcla de crítica y enamoramiento simultáneo hacia una sociedad del espectáculo que termina convertida en odiosa industria publicitaria.

  En ‘Amarcord’ (1974) recrea Fellini el ambiente de su juventud, de los sueños y las vidas de una ciudad de provincias, en el norte de Italia durante el fascismo, en la década de 1930, una inundación de imágenes en las que conviven nostalgia, burla, exceso y pasión, y con ese tipo subido a un árbol reclamando una mujer. Con ‘Casanova’ (1977) efectúa otro barroco espectáculo visual que deconstruye al personaje y desvela sus artificios y artimañas, alguien en perpetua huida, con una necesidad enfermiza de acumular hechos y gestos, un fantasma sorprendido en la niebla, un maniquí electrificado incapaz de construir relaciones auténticas. En ‘Ensayo de orquesta’ (1978) indaga el cineasta en las relaciones que se establecen entre un director de orquesta y el grupo de cámara puesto a sus órdenes. Con ‘La ciudad de las mujeres’ (1980) retoma la idea de la destrucción paulatina del mito del hombre seductor, en un relato poblado de mujeres punkies, feministas, madres, esposas, prostitutas, floreros…

 La pantalla felliniana es una galería de personajes exóticos y extraños proyectados en su realidad subjetiva, con ironía y hasta crueldad: artistas y famosos, paparazzis, prostitutas (callejeras y de lujo), aristócratas decadentes, mujeres voluminosas desagradables, un retrato hiperreal de un grotesco barroquismo mediterráneo. Al mismo tiempo, Fellini nunca olvida la vulgaridad de la vida, por eso su cine es misterioso, porque la vulgaridad también lo es. La vulgaridad y la belleza se funden en la retina felliniana. La trivialidad, la risa, la mediocridad del mundo, la imperfección de la vida, todo eso es Fellini. Y con todo eso hace magia y danza. Como en ‘Y la nave va’ (1983), donde pone en marcha un barco que sale de un puerto artificial, pura maqueta, y navega por unas olas de mentira. Y en sus bodegas se oculta un misterioso rinoceronte, y los personajes detienen de cuando en cuando la acción para cantar sus sueños y pesares. Y así crea Fellini un surrealista viaje a principios del siglo veinte, de asombrosa hondura poética, en el que los símbolos tienen tanta vida como la realidad. Una maravilla ofrecida como una representación operística, con utilización del punto de vista frontal y una escenografía modernista de Dante Ferretti, de un dislocado manierismo extraído del expresionismo de Otto Dix y George Grosz, aunque los antifellinianos digan que tanta genialidad amenaza por momentos con enviar todo a pique.

  En sus películas, los personajes casi no andan, sino que bailan. Como si Fellini pensara que caminar es demasiado aburrido. Y lo es, claro que sí. Caminar es tedio, danzar es delirio. Delirio, esa es la gran palabra felliniana. Ahí está, para demostrarlo, ‘Ginger y Fred’ (1985), una inspirada amarga comedia dramática que sortea milagrosamente todos los defectos en que pudo incurrir y ofrece la mejor interpretación de su heroína. Con su habitual talento visual y un necesario toque de nostalgia, Fellini fija su mirada en el mundo de la televisión en una de las críticas más duras realizadas sobre el medio catódico. Una profunda reflexión, en tono de tragicomedia, sobre los recuerdos, el pasado y el fin de los sueños.

  Si bien su testamento cinematográfico es ‘La voz de la luna’ (1989), una película conseguidamente lúgubre y desolada realizada dos años después de esa discutible mezcla entre documental y ficción que es ‘Entrevista’ (1987), el último trabajo audiovisual de Fellini suma seis minutos y no se filma para la gran pantalla: son los tres anuncios que dirige en 1992 para el banco de Roma, y que ilustran el arrepentimiento de un hombre por unas aventuras extramatrimoniales soñadas. Un claro resumen de la personalidad del cineasta, cuya carrera se basa en una enorme extravagancia barroca gracias a extraordinarios diseños visuales y a su pulsión por lo onírico y el amor por el ser humano. Los sueños, en fin, son la única realidad. Palabra de Federico.

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