Por Don Quiterio
La anécdota la cuenta el estudioso y cineasta Peter Bogdanovich en su libro dedicado a John Ford. Cuando este rodaba en Monument Valley el que iba a ser su último wéstern, y su penúltima película, ‘Cheyenne autumn’, por estos pagos bautizada como ‘El gran combate’, Carroll Baker, su actriz protagonista, le comentó al maestro que le gustaría llevar el pelo recogido como las actrices de Bergman.
El viejo Ford, mordisqueando como de costumbre un pañuelo, murmuró: “¿Ingrid?”. No, corrigió la Baker, Ingmar, el director sueco. Ford movió cachazudamente la cabeza y una media sonrisa de truhán irlandés iluminó su rostro. “¡Ah, sí, el tipo ese que dice que soy el mejor director del mundo!”. Y era verdad, porque si el cine del maestro sueco debe mucho a su agitada vida personal y a su devoción por el teatro, con especial influencia de Strindberg e Ibsen, cinematográficamente siempre proclamó su filiación y admiración fordianas.
De esto y algo más habla el documental biográfico dirigido por la alemana Margarethe Von Trotta (en colaboración con Felis Moeller y Bettina Böhler) ‘Entendiendo a Ingmar Bergman’, en el que indaga el uso de las costumbres y cultura de su tierra para llevar a cabo un discurso universalista que trasciende el tiempo y el lugar. El tormento que emana su obra siempre encuentra muchos detractores al toparse con un discurso demasiado críptico y sombrío, acaso apocalíptico y extremo. Pero todas las opiniones –en el documental aparece el oscense Carlos Saura- coinciden en que Bergman es un pilar del medio cinematográfico. Y en su empeño por no quedarse en lo evidente, el sueco apuesta por explorar lo imposible. La lucha constante entre la vida y la muerte, su obsesiva duda acerca de la existencia de dios y la desesperación que provoca en el ser humano el silencio por respuesta a esta cuestión marcan las pautas de una propuesta creativa profunda e inteligente.
En ‘Entendiendo a Bergman’, son elocuentes las palabras de Liv Ullman, su compañera sentimental, su musa, su cómplice y quien sufre directamente los arrestos furiosos de un genio creador: “Él confiaba mucho en mí, podría decirse que siempre estábamos de acuerdo. Fue muy importante en mi vida, pero no era dios. Logró que un grupo de personas, un grupo de mujeres y amigos, nos sintiéramos fuertes a su lado. Todos necesitamos un maestro, pero un maestro que no nos trate como niños. Y él era de ese tipo. A estas alturas, no puedo separar a la persona del artista, aunque muchos años lo intenté. Pero ahora soy solo yo, como puedo. Recuerdo que Ingmar me decía que estamos hechos de una sola pieza y que yo solía responderle que eso no era verdad… pero me temo que tenía razón. Con su muerte, sin embargo, yo no he quedado huérfana, en ningún sentido. Ese dolor profundo solo les pertenece a sus hijos”. Y es precisamente uno de ellos, Daniel Bergman, quien pone el foco del cineasta como padre, resaltando su ego y sus defectos.
Por otra parte, de Peter Bogdanovich, el de la anécdota de Ford en torno a Begman, se ha estrenado su documental ‘El gran Buster’, sobre ese grande que cae en el olvido con la irrupción del sonoro, malviviendo como autor de gags en París. El cine de Buster Keaton, de él hablamos, transmite una extraña melancolía entre la desesperación y el caos, entre la gloria y el fracaso, entre la carcajada y el llanto. Todos sus héroes acaban necesariamente vacíos, incapaces de entender el porqué de todo el caos que mueven a su alrededor. Y Bogdanovich incide en su diferencia con otro grande, Charles Chaplin, en que su diversión no es sentimental, no abraza el punto melodramático de Charlot. Es el cómico que no ríe, el más profundamente mudo de los comediantes del cine mudo. Y el único consciente de que una simple sonrisa puede ser el más ensordecedor de los gritos.
La soledad de su personaje, viene a decir Bogdanovich, lo encierra en un feroz mutismo. Y en su rostro de impasibilidad dolorosa, digna de un fetiche, da una lección de sobriedad frente a la gesticulación de la época, que durante años se ha interpretado erróneamente como inexpresividad. Además, Keaton se confirma con un autor completo, participando en la redacción de sus guiones, en la dirección y en el montaje, que le permite ajustar con precisión el ritmo de sus filmes. Un creador, al fin y al cabo, absolutamente irreductible, cuya comicidad nace tanto del personaje en situación como de lo específicamente visual. Desde su hierático personaje, Keaton acierta a definir buena parte de la sensación de pérdida del hombre contemporáneo, la del individuo cuya única preocupación, cuando todo alrededor se hunde, es que el sombrero siga en su sitio.
Buster Keaton e Ingmar Bergman, en fin. O Ingmar Bergman y Buster Keaton. Entre maestros anda el juego, desde luego.