Por Don Quiterio
El periodo estival y la posibilidad de mantener actuaciones al aire libre, en coincidencia con la disposición al ocio, ha generado, de un tiempo a esta parte, una actividad cultural que se traduce en múltiples festivales que salpican toda la geografía aragonesa.
También en las capitales la oferta se hace explícita, pero es en los pequeños y medianos municipios donde los festivales han tomado el estandarte de dinamizar el territorio. Sobre todo abundan las propuestas musicales, pero en la oferta cultural se incluye también danza, teatro o cine. En esta última disciplina los eventos han sido multitud: en Calanda, en Ascaso, en Tarazona, en Ayerbe… El que siempre me ha atraído de un modo particular es el de Uncastillo y sus ‘jornadas’ de cine mudo, bajo la coordinación de Carmen Giménez y Josu Azcona. Este año, en su decimonovena edición, se ha dedicado al terror.
Las fabulaciones fantásticas capaces de infundir terror al público se dan muy pronto en el cine. En ‘La conquista del Polo’ (1912), de Georges Méliès, aparece ya un amenazador gigante polar, que cabría considerar como el precursor de todos los monstruos cinematográficos. Algo similar sucede con las series dirigidas por Feuillade en la década de 1910. Pero son los cineastas germanos y nórdicos los que, impulsados por su espíritu fáustico, saben descubrir sus verdaderas posibilidades artísticas. También Estados Unidos se une a la razón del terror. Ahí están, para demostrarlo, ‘El gabinete del doctor Caligari’ (Robert Wiene, 1919), ‘Korkälen’ (Victor Sjöström, 1919); ‘La brujería a través de los tiempos’ (Benjamin Christensen, 1920), ‘El Golem’ (Paul Wegener, 1920), ‘El hombre y la bestia’ (John Robertson, 1920), ‘Der müde Tod’ (Fritz Lang, 1922), ‘Nosferatu’ (Friedrich Wilhelm Murnau, 1922), ‘El fantasma de la Ópera’ (Rupert Julian, 1925), ‘El legado tenebroso’ (Paul Leni, 1927) o ‘Vampyr’ (Carl Theodor Dreyer, 1931).
Los monstruos significan una indagación primera de nosotros mismos, una aproximación a nuestros abismos interiores mucho antes del descubrimiento de la sicología y el diván. Para entender el mundo, el hombre creó dioses, y para explicarse a sí mismo, monstruos. Así, el espíritu humano tiene más de quimera inexplicable o bestia del inframundo que de criatura divinizada o de dios. Por eso asustan y, quizá, atraen tanto. Porque se construyen como una metáfora de los miedos y tentaciones que nos habitan. Acaso los monstruos somos nosotros. El ogro se siente separado de los humanos y eso es lo que nos hace humanos: nuestra parte solitaria, insociable, lo que tenemos de distinto. O lo que ocultamos. Pensemos en ‘La metamorfosis’, de Kafka: todos nos sentimos el escarabajo, porque tenemos esa fiera que ocultamos que no queremos que sepa nadie.
‘Nosferatu’, programado en las jornadas uncastilleras, es un filme de extraordinaria belleza y lirismo, con un guion de Henrik Galeen (el realizador de ‘El estudiante de Praga’ y ‘Mandrágora’) inspirado en el ‘Drácula’ de Bram Stoker, una historia sobre el eterno conflicto entre la luz y las tinieblas. La impresionante presencia de Max Schreck –cuyo apellido significa “miedo”- en el papel del vampiro del título se une a imágenes memorables como cuando repta por el castillo o es atrapado por un rayo de sol, encogiéndose de terror antes de desaparecer.
También se han programado en Uncastillo ‘El legado tenebroso’, ‘El hombre y la bestia’ y ‘El fantasma de la ópera’. La primera es el primer trabajo del alemán Paul Leni en Estados Unidos y la primera película gótica de la historia del cine, basada en la obra teatral de John Williard, de atmósfera expresionista a lo Fritz Lang. Por su parte, ‘El hombre y la bestia’ es la versión muda por excelencia del mito literario (Jekyll/Hyde) de Stevenson, en un sensible e inteligente trabajo, con un gran John Barrymore en su doble papel, transmitiendo un sentimiento de posesión endemoniada simplemente por medio de la expresión facial.
Rupert Julian actúa en el teatro y el cine en Nueva Zelanda y Australia antes de emigrar a Estados Unidos en 1911, donde comienza una carrera como actor en el cine mudo en Universal Studios. Dirige en 1925, como decía más arriba, ‘El fantasma de la ópera’, a través del guion de Elliott Clawson basado en la novela de Gastón Leroux, un filme con una gran ambientación, una sobria fotografía de Charles Van Enger y un magnífico Lon Chaney, despechado, violento, que deslumbra en la escena de la máscara, en el papel de un hombre de rostro desfigurado que vive oculto en los sótanos de la Ópera de París y acecha, entre pared y pared, a una hermosa soprano, a la que desea catapultar hasta la cima de la fama. Cuando se entera de que la cantante está prometida con un apuesto vizconde, el hombre desfigurado se vuelve loco de celos. Un filme con grandes momentos que disimulan su endeble estructura.
De todos modos, como en este recién terminado verano se ha cumplido el cincuenta aniversario de la llegada del hombre a la luna, se ha perdido una buena oportunidad para haber dedicado esta edición uncastillera al satélite terrestre. Películas no hubieran faltado, desde luego, incluso centrándolo en el ámbito aragonés. Con luna o sin ella, en cualquier caso, otra edición más de la muestra uncastillera, el más atractivo de los eventos cinematográficos que se celebran durante el verano en la geografía aragonesa. Porque se programan películas que respiran tanto en la pantalla como en el recuerdo, que vibran en cada plano, que se saben fuertes en el terreno providencial de lo apenas entrevisto. Los filmes programados en Uncastillo trascienden su condición de relatos narrados para exigir del espectador la obligación de la duda, la imaginación y lo incierto.