Val Ortego / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano  

      Todo nos traspasa, ya nada se nos queda.

    Ser artista es intervenir en una conversación inmemorial, atreverse a sumar los propios trazos a los de un sinfín de colegas con más talento, y esperar con los hombros encogidos a que alguien se digne contestar, o a que la indiferencia nos hiele el alma. Por poco juicioso que uno sea, antes de abrir boca observa y aprende. Los trazos que uno persigue, las voces que uno escucha, las miradas que uno sigue, suelen ser de unos pocos.

   Alfonso Val Ortego, zaragozano de la cosecha del sesenta, es de esos pocos, el pintor absorbente con quien descubres las maravillas de la pincelada, más allá de alimentarnos con otras vitaminas, ya sean literarias, cinematográficas o musicales. La pintura como invento mágico de poder capturar todo el ruido del mundo y darle un sentido, una jerarquía. Y llevarlo al vecindario, el secreto de los artistas. Son esas personas que uno no elige, pero están siempre ahí, acaso demasiado cerca como para ignorarlas. Los cotilleos, las quejas, los encuentros incómodos, la falsa sonrisa ante un impertinente…

   La infinita posibilidad que ofrecen estos personajes, porque muchos lo son, aun perdidos en su propia vida, es el aliciente de Val Ortego para explorar, pese a las apariencias perfectas, el comportamiento humano y el paisaje de sus secretos, traumas o absurdos conflictos personales. El rostro se convierte en un espejo de la vida misma, donde cada uno trata de mantener una imagen inmaculada, mientras lidia con sus desastres más ocultos y descubre los de los otros. De ahí sale un mundo habitado por criaturas traviesas, tiernas, desaforadas, habitantes de universos tempestuosos…

   El país de las pinceladas libres ha invadido las paredes del arte por un tubo, ha sembrado un paisaje de texturas, ha reescrito el mundo con una caligrafía tan precisa como sutil, que no puede ni quiere ser descifrada, porque cuando vuelves a la sala por la que empezaste tu recorrido, maldita sea, el cuadro ya no es el mismo, no te habla de lo mismo: te mira de reojo gozando de tu sorpresa y sabes que en cuanto te das la vuelta, ¡zas!, el conjunto será distinto. Lo que otros nos hurtan, acaso por impericia, Val Ortego posibilita la sorpresa, el relámpago. Sus retratos serán egos como lamentos bailados, sus paisajes se convertirán en remansos perturbadores, sus silencios derivarán pensamiento. Silencios, paisajes y retratos como ecos en el acantilado.

   Cuadros figurativos acompañados de mucho silencio, esto es, de algo de humildad y de una reflexión tendida, amarilla y prolongada como la luz del frío cuando rebota en las paredes encaladas, esa luz de confesionario que se te mete en el alma y en el estilo y te empuja a la introspección, al anónimo eterno del desnudo, de la piedra, del mundo, por decirlo con Salinas. Y la maldita fugacidad del tiempo como azarosas pompas de jabón, o como humo al aire que no podrá volver, nos devuelve el cuadro revelador que envuelve a los egos, a los cuerpos de las escombreras, a la pérdida de la inocencia, a la naturaleza asfaltada, al mismo creador mirando con la intensidad de una confesión, en una suerte de homenaje al ritual generacional como síntesis del estado de las cosas.

   Arte por un tubo, en efecto, y en medio de la sala te encuentras con la ternura de Val Ortego, siempre recordándonos que uno no puede escapar de su entorno. Y te pones a pensar en la existencia. Lo decía Fitzgerald: el pasado nos atrae incesantemente como un barco contra la corriente. No hay escapatoria, todo se repite, las filias, las fobias, los lunes por la mañana, las bocas secas, el fracaso haciéndote los coros, la soberbia como causa y consecuencia de la soledad y la ausencia de plan vital. Todo nos traspasa, ya nada se nos queda.

   Sin ser nostálgicos, los tiempos lo son, acaso porque el presente es más desagradable. Pero todas las generaciones han sentido nostalgia del pasado. Es fácil sentir nostalgia de la niñez cuando estás protegido. El egocentrismo los hace protagonistas de un entorno que tampoco permanece. Ser joven consiste en hacerse preguntas; ser viejo, en creer que se tienen -ya- todas las respuestas. Acaso el futuro sea todo lo que sucede mientras lo soñabas. Pero la vida es como el acordeón que puede tocar la misma bella melodía cuando el fuelle se expande y cuando se contrae. Porque el tiempo no existe, quien existe somos nosotros pasando por la vida.

   El contraste del paso del tiempo se manifiesta en las figuras humanas frente al cuerpo paisajístico. ¿Qué somos nosotros frente a ese árbol que tanto vio, que tantas vidas tuvo? Lo decía el poeta: hay que contemplar el paisaje. El forastero solo ve lo que se ve. Los lugareños saben hasta dónde llega el camino, qué hay detrás de la arboleda, qué pasó en ese edificio, a quién pertenecen las tierras y de quién fueron antes, qué color tiñe los campos en las estaciones del año, dónde están enterrados sus antepasados. Cada vez que miran el paisaje, maldita sea, el paisaje les devuelve memoria.

   Y luego emergerán los silencios, largos como monólogos, en los que no escuchamos nada pero sí a nosotros mismos. A este lado del paraíso, qué remedio, todos somos víctimas del tiempo, es decir, del azar. La regla es sencilla: todo lo que no termina se retuerce hasta el ridículo. Un retorcerse en nuestra condición humana. Hay historias que se viven y otras que perviven en el limbo de los acasos, de los quizás, de los tal vez, de lo que pudo ser. Las hay, también, que sobreviven flotando en un presente imaginario hasta que alguien las recoge y le pone verbos, sustantivos, miradas, lugares, música, lo que sea menester, y lo que una generación tenía escrito en su cabeza se materializa, de pronto, en un lienzo.

   Si Bécquer nos presentó a uno que tenía alegre la tristeza y triste el vino, el pintor Val Ortego, austero hasta la extenuación, sobrio hasta perder la cabeza, navega por sus colores de gama media como un corsario embriagado, disfrutando de todos los embates que el pincel permite, consciente de que ese es un universo paralelo al suyo: su escritura no busca ser leída, solo mirada, segura de que esa mirada llegará allá donde las palabras no llegan. Su pincel, por eso mismo, nos pasea por un mundo que es un mensaje interminable, indescifrable.

   El oficio de pintor es ese dejarse llevar por los pinceles, llevarnos de la mano a un lugar que no es lugar, familiar e ignoto, al que reconocemos como un hogar posible. Es retorcerse en la condición humana. Porque el paisaje, al fin y al cabo, no es memoria, sino escaparate donde exponerse. Y ya todo nos traspasa, nada se nos queda.

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