Por Julio José Ordovás
Me dan ganas de llorar cuando veo las sanísimas chuminadas que muchas madres y padres les endilgan a sus hijos, a modo de merienda, cuando estos salen del colegio hambrientos como lobos.
No quiero ni imaginarme las penalidades alimentarias que esas pobres criaturas sufrirán en sus casas. Entiendo que tú quieras subsistir a base de bayas, brotes, raíces y semillas, como un monje tibetano, pero no le amargues la infancia a tu hijo con una dieta macrobiótica, por favor.
Nunca me he comido nada tan a gusto como los bocadillos de chorizo y de salchichón que me preparaba mi madre cuando salía de la escuela y que me zampaba en dos bocados para irme corriendo a jugar con mis amigos. Recuerdo bien la primera vez que le hinqué el diente a un fuet, en Fuendetodos, y la primera vez que caté chorizo riojano, en Zaragoza, y aunque viviera mil años no olvidaría los macarrones y los canelones que mi madre gratinaba en el horno de la panadería del pueblo.
Si el Rosebud de Manuel Vázquez Montalbán era el pan caliente y las olivas de Aragón que merendaba callejeando por el barrio Chino, mi Rosebud son las tortas de masa frita, bien azucaradas, que mi madre nos hacía a mis hermanos y a mí las mañanas en las que conseguía escaparme unos minutos del trabajo. A medida que pasan los años te das cuenta de que muchos de los recuerdos más dulces y tiernos que atesoras son recuerdos gastronómicos.
Es imposible que esos niños criados con brócoli al vapor e insulsas lonchas de pavo cocido asocien la comida con la felicidad. La memoria es una despensa. Somos lo que hemos comido. Alégrale el día a tu hijo llevándole un bocadillo a la salida del colegio. Pero que sea un buen bocata de jamón, no un emparedado cuqui.