Mentira / Eugenio Mateo

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Por Eugenio Mateo
http://eugeniomateo.blogspot.com.es/

   En demasiadas ocasiones se percibe la inapelable confirmación de que estamos siendo engañados.  A todos, en algún instante,  nos ha costado poco mentir.

    La mentira, el engaño que se emboza en las palabras, vive entre nosotros, asomando cuando  convenga a la mentira disfrazarse de verdad. San Agustín distinguía entre ocho clases de mentira, pues es sabido que este santo era inabarcable en su sabiduría. Las refirió de esta manera: las que afectan a la enseñanza religiosa, las dañinas sin beneficio, las igualmente dañinas que sí ayudan, la de impulso irrefrenable, las que sólo buscan complacer, aquellas inocentes que tienen rentistas, las inocuas que salvan y las que protegen el anonimato de la honra.

    La afilada mirada del obispo de Hipona nos retrató con la máxima nitidez porque conocía de la exacta dimensión de la Persona. El efecto Futuro no le importó porque su tesis transcendía al Tiempo. Estoy seguro que de haber conocido estos que concurren, San Agustin, como buen buscador de la verdad, hubiera sacado pecho y habría definido innumerables clases de mentira más de las que en el siglo IV su razón le permitió.

   Mentimos a todas horas. Mentimos ya sin darnos cuenta. Vivimos en la cultura de la mentira. Nos engañan esos rostros desde los carteles con siglas. Engañamos en los datos en cuánto podemos. Nos mienten los científicos en nómina. Se mienten las  parejas, a veces de pensamiento, en otras, de verdad. Nos falsean verdades cristalinas. Fingimos alegrías que no sentimos. Fingimos, mentimos, engañamos, disimulamos los complejos.

   La mentira más practicada es la de mentirse a uno mismo; viene por gracia divina, o por los genomas del avestruz, no se sabe; es poco eficaz porque no  distingue entre quien es el holograma y quien el hombre. La de moda, es decir, la nueva, es hacerse cómplice de propagación de otras mentiras que la pirámide del juego convertirá en realidad, haciendo bueno el malévolo discurso sobre que mil mentiras se convierten en verdad. En su descargo, por aquello de la modernidad, se podría argumentar que el mentiroso no sabe que lo es; engañado, más bien, aunque en casos como este la ignorancia no debe ser  un eximente; al final, la burbuja de la gran mentira se nos cuela por las rendijas pregonando que todo vale.

   Tenemos una galería de personalidades con las que disfrazarnos, por ejemplo mentiroso olvidadizo. Posee ésta la cualidad de la torpeza,  a la que va parejo el riesgo de olvidar las propias mentiras, y es recomendable para timoratos. Una que da mucho juego es la de manipulador; con esa urdimbre de mentiras que siembran cizaña el disfraz es a la medida de malvados y mediocres, también de envidiosos. Hay otro que aporta galanura: el zalamero que con sus mentiras seduce a las doncellas. Y el congénito, que miente sin motivo; esta personalidad puede llegar a ser agotadora. Una poco glamurosa es la de mentiroso para escapar de sus fantasmas; acaba construyendo mundos que no tienen atmósfera y se ahoga por ellos.

   Ulises, el héroe de Homero, selló sus oídos con cera caliente para ignorar los cantos de sirena. No es cuestión de aplicar ahora tamaña insensatez. Lo importante, al final, es el concepto. No ya mentir o ser mentido, sino qué mentira resulta más rentable. Es el resultado previsible ante todo lo aprendido.

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