Cuarenta años comiendo pollo (a lo chilindrón) / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector de ‘El pollo urbano’

   En 1977 se mataba a una persona cada semana. O a cinco en un mismo día. El quinto mandamiento tan infringido. Aquel fue un tiempo en el que la prensa saludaba a sus lectores un día sí y otro también con el cuerpo reventado de una crónica rutinariamente sangrienta.

   Un año con el aspecto, la textura y el aroma de lo extraño. Por brutal. Por lejano. Y, sin embargo, tan cercano. Tan nuestro. Como ‘El pollo urbano’, la “revista especializada en artes” -así se anunciaba- que rompió el cascarón en marzo de ese año, hace ahora -justamente- cuarenta años. Así rezaba el revelador editorial de aquel inaugural número: “Nosotros vamos a pasar. Vamos a pasar de respaldos, promociones, consignas, mareos, escalafones, burocracias e imposiciones. Vamos a desmitificar un poco el contorno en que nos toca vivir. Vamos a levantar las liebres que podamos. Vamos a pasarlo bien, a gusto. Vamos a vernos las caras, los huesos y las escaleras (por donde algunos, alegremente, van subiendo y subiendo y subiendo). Vamos a ver qué pasa con las cosas nuestras. Vamos a ver qué pasa con las seculares manipulaciones, con los monopolios urbanos del arte, con los ‘listillos’, con los inventos. Vamos a ver qué pasa con el teatro, con la música, con la pintura, con la literatura, con el cine, con la política. Y con el vino y con las salas y con la marcha. Vamos a ver, vamos a ver. Vamos a ver, que justico os va a venir”.

  Toda una declaración de intenciones, como ven. Y aquí seguimos, maldita sea, cuarenta años después. Que cuarenta años, dicen, no son nada. Por ahí andaba nuestro comandante en jefe, Dionisio Sánchez, entonces con sus escenarios de grifería a cuestas. Y Túa Blesa. Y Miguel Bermejo. Y Antonio Gracia. Y Cristina Loring. Y José Oltra. Y Fernando Pelegrín. Y Olga Carbó. Y Pedro Fuertes. Y Ángel Lalinde. Y Ramón Larburo. E Ignacio Mayayo y los hermanos Fatás… Una época en la que todo empezaba y terminaba con Franco, el hombre cuya imagen estaba estampada en los sellos de correos y las monedas. ‘El pollo urbano’ se vendía a cincuenta pesetas y la portada, esto es, lo reflejaba a ese precio con el correspondiente pequeño disco metálico acuñado por la autoridad.

  La memoria solo es posible gracias al olvido. Se mira lo que se pierde. Los recuerdos de la juventud son historias de renuncias. De cómo la vejez trabaja en los rostros de cada uno, cuando cada mañana, frente al espejo, descubre a otro que es él mismo. Recordar es peligroso. Nunca el recuerdo se repite de igual manera. El pasado siempre será el presente que se anhela. Pero estamos de aniversario, demonios. Cumplimos cuarenta años. Cuarenta años como cuarenta soles. Y al pie del cañón. Acaso por la tozudez y el sacrificio de un puñado de personas, encabezadas por nuestro comandante Sánchez -uno de sus fundadores y eterno director-, que colaboran desinteresadamente. Gente que escribe, que difunde, que se involucra. El contexto ha cambiado, es cierto, pero la necesidad de dar herramientas para pensar e ir un poco más allá de la información sigue teniendo el mismo sentido. En ese aspecto, somos una revista radical, a la contra, antes y después, en el sentido de ir a la raíz de las cosas. Cogemos carretera y manta, lo mismo que las chicas de ‘Thelma y Louise’ en las pantallas cinematográficas.

  Fue un año -1977- de importantes acontecimientos. Fue el año de la amnistía. Fue también el año del retorno a España de miles de exiliados, algunos tan ilustres como Rafael Alberti. Fue el año de la eliminación de la censura de prensa. Fue el año en el que se legalizaba el registro del nombre de pila en cualquiera de las lenguas que se hablaban en el país y el año de los pactos de la Moncloa para reconducir la situación económica. La democracia todavía parecía un sueño lejano. Rodolfo Martín Villa era ministro del interior y la transición, entre otras cosas, se convertía en un popurrí de lo viejo muy viejo y de lo viejo disfrazado de nuevo. La peseta se devaluaba para establecer “un tipo de cambio realista”. El paro escalaba hasta casi el millón de personas. La inflación superaba de largo el veinticinco por ciento y llegaba a puntas propias de economías latinoamericanas. Se abría la autopista Zaragoza-Mediterráneo y los maños podían apurar sus ‘seiscientos’ -quince veces cuarenta- para llegar al mar vacacional. El ataque a tiro limpio perpetrado contra un despacho laboralista en la calle Atocha de Madrid se cobraría cinco vidas. Un quíntuple asesinato con cuatro malheridos. Uno de los supervivientes salvaría la vida por un bolígrafo metálico que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Eran las tramas negras colaboracionistas de los servicios secretos españoles con los terroristas italianos de ultraderecha.

  Unas semanas más tarde se legalizaría el PCE liderado por Santiago Carrillo, el de la peluca. El ministro de marina, Pita da Veiga, presentaba la dimisión al presidente Adolfo Suárez como protesta por esa decisión y se producía el famoso ruido de sables en los cuarteles. El papa Pablo VI nombraba a Elías Yanes nuevo arzobispo de Zaragoza, tras la renuncia de monseñor Pedro Cantero. El rocero Hipólito Gómez de las Voces convocaba a un grupo de aragoneses -ninguno, atención, con pasado político- para fundar un nuevo partido, el PAR. El cineasta tarraconense Juan Bosch terminaba el rodaje de ‘Cuarenta años sin sexo’, ejemplo -chabacano- de la enorme represión bajo la dictadura franquista. El chilindrón Carlos Saura dejaba de lado los simbolismos políticos y pintaba un retrato intimista en ‘Elisa, vida mía’, una reflexión densa y ambiciosa sobre el paso del tiempo y las relaciones familiares. Y el maestro calandino Luis Buñuel cerraba su filmografía con ‘Ese oscuro objeto del deseo’, una entrega a la tarea de convertir la lencería femenina en un indestructible cinturón de castidad.

  ‘El pollo urbano’ era el oráculo de la tribu en un momento en el que no había más oráculo que los curas y los militares. Cuatro décadas de cultura, política y activismo, que la dirección de la revista celebrará cuando pueda, pues los tiempos están muy malitos. Para unos, todo; para otros, nada. Lo de siempre. Y encima se quejan -los hunos- de que les recortan privilegios. La monda. Para recomendarles -a los hunos, otra vez- la lectura de ‘Las mil y una noches. O, más concretamente, su historia incrustada de Alí Babá y los cuarenta ladrones. En ‘El pollo urbano’ cantamos las cuarenta a quien se las gana, le guste o no le guste, que para sentimentalismos ñoños ya está el libro de E.L. James ‘Cuarenta sombras de Grey’. En estos cuarenta años las cosas han cambiado mucho y nuestra publicación se ha erigido como un observador atento que ha intentado dar herramientas para el pensamiento crítico. Sin análisis sobra todo. La falta de reflexión es uno de los males de nuestro tiempo. Por eso, tal vez, sea más difícil ahora, porque un porcentaje muy alto de la gente, sobre todo en los menores de cuarenta años, se da por satisfecha con la información superficial. Es necesario profundizar más.

  Decididamente, falta criterio y se tiene miedo a molestar. Un autor importante que falla no debe ser elogiado ni ignorado. Sin embargo, se prefiere ignorar a polemizar. La crítica es una labor que debería estar mejor considerada. Y no lo está por culpa de quienes ejercen la crítica. Falta preparación, compromiso, adecuación, liderazgo, discurso estructurado para plantear nuevos caminos. La crítica se ha convertido en una acción dentro del proceso cultural residual, parasitario. A veces, superflua e inoperante. Es cuando todo se reduce a tres frases hechas y una postura inamovible y sumisa, que huele a naftalina y retórica barata.

  Parece mucho más reconfortante soltar ditirambos, regocijarse en los probables aciertos en vez de señalar los posibles desastres. Si a esto unimos el reducido espacio que un crítico suele tener a su disposición, por no hablar del mínimo pago, buscarse enemigos no entra en sus planes. Craso error, maldita sea, porque, de principio, se pierde el contraste, la capacidad para distinguir entre lo bueno, lo malo y lo regular. Se evapora también la confianza del público lector -u oyente-, harto de tragarse hipérboles. Se renuncia, pues, a la posibilidad de aconsejar a los artistas: al no existir apenas crítica, se multiplican las obras descerebradas, que repiten todos los errores antiguos y, en el peor de los casos, algunos nuevos.

  El escapismo crítico es una de las mayores lacras, ya que confunde y se convierte en una inanidad dialéctica. Es el desdoro, la vergonzosa utilización de espacio y tiempo para un compadreo o una inhibición sospechosa. Quedar bien con todos es una de las maneras más rápidas para la inhabilitación y la pérdida de cualquier valor referencial. Si todo es interesante, lo he dicho muchas veces, nada es importante, ni trascendente. No avanzamos si aceptamos lo existente como algo irremediable y sin probabilidad de mejora.

  Cualquier ejercicio crítico tiene el deber de la exploración, del desmenuzamiento de los componentes para su análisis, la contextualización, y eso debe hacerse desde el conocimiento y la preparación constante, para colocarse a la altura de lo enjuiciado. Ni por encima ni por debajo. Un diálogo de tú a tú. Existe también un derecho: el de la equivocación. La renuncia premeditada a la intervención es una injuria. Hay que involucrarse, crear opinión más allá de un acto de celebración o propaganda. Cuesta asumir esta responsabilidad.

  En nuestras páginas han dejado su impronta firmas de nuestro territorio y fuera de él, artistas, músicos, filósofos… De inéditos a artículos y entrevistas memorables. También reseñas demoledoras. Pero siempre por un compromiso de la cultura con mayúsculas y con minúsculas, con lo consagrado y con lo ninguneado. Una revista satírica, sí, pero también rigurosa, cuya distribución, en sus inicios, se hacía en el rastro de Madrid y las Ramblas de Barcelona, que la consideraban pionera en el género, mientras en Zaragoza, donde se editaba, tan solo cosechaba, ay, el silencio. Crítica social, humor socarrón, eventos, inquietudes, cultura urbana… Todas las disciplinas, en fin, eran y son todavía susceptibles de ser revisadas en la revista que está usted leyendo, desocupado lector.

  En esa época todo el mundo era joven. Y soñaba con ir a Ámsterdam, donde se decía que todo estaba permitido, aunque todo dios se quedaba aquí, en Zaragoza. Luego, como siempre sucede, eso cambiaría. Pero, por el intervalo de unos (pocos) años, la creatividad bullía y todo parecía predestinado a la eternidad. A quien le gustaba la música, tocaba; al que le gustaba el arte, pintaba, y al que le gustaba la fotografía, hacía fotos. Sin nostalgias, ni miradas atrás, pero con la misma pasión hay que sacudirse la modorra, aglutinar y ser portavoz de tantos francotiradores ahora dispersos. Hay que reventar el aislamiento de las distintas burbujas culturales desconectadas entre sí mediante la reflexión crítica, sin tapujos ni adivinanzas. Hay que despertar curiosidades y transmitir pasiones para que la gente se concentre y se implique. Hay que reventar la mediocridad pasiva, el consumismo como medicamento contra la insatisfacción y acabar con el miedo a decir lo que uno realmente piensa.

  En el monólogo ‘Un obús en el corazón’, de Wajdi Mouawad, el personaje reflexiona sobre cuándo empiezan y terminan las historias. Viene a decir que no es fácil percibir cuándo comienza una historia y que es más fácil notar cuándo una historia termina. Eso, como todo, es discutible. Acaso valga para las historias de amor, y no siempre. Muerto Franco, y después de un año y pico, empezó en 1977 otra etapa en la historia de España con las primeras elecciones democráticas y acabó otra. Terminó una que había durado cuarenta años (mal contados) y empezó otra de la que, curiosamente, se han cumplido ahora otros cuarenta (bien contados). Y ‘El pollo urbano’ estaba ahí. Entonces y ahora.

  En 1977, en efecto, ‘El pollo urbano’ estaba ahí, con un equipo de redacción que pensaba en un futuro con menos desigualdad y más tolerancia. Hoy demasiada gente lo pasa mal. Y, mientras escribo estas líneas, escucho aquella balada que punteaba el argumento de una encubridora película del gran Fritz Lang: “Escuchad con atención la leyenda de Chuck-A-Luck; escuchad la leyenda de la rueda de la fortuna. Todo empezó un día de verano, cuando el sol ardía implacable. Fue allá por 1870, en un pueblo de Wyoming. ¿Dónde está y qué es Chuck-A-Luck? Escuchad la rueda del destino, gira y gira como un susurro, da vueltas y más vueltas, contando la vieja historia de odio, muerte y venganza”.

  Pasado y futuro, decía. Las postrimerías del franquismo y el universo fractal de internet. Ha llovido mucho desde entonces a hoy, ciertamente, pero se diría que no tanto a juzgar por el saqueo a mano armada a las economías domésticas, especialmente. Igual es que no hay tanta diferencia entre la incipiente transición -con minúscula, por favor- y el “puturrú de fuá” de hoy.

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