Por Eugenio Mateo
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El truco de la consabida cortina de humo es tan viejo como la invención del fuego. Lo peor es que cala en el cortex de manera incuestionable.
Con la tramoya montada por la que desfilan marionetas cachiporreándose mutuamente con estacas de papel, se capta la atención para distraer de las cuestiones capitales que sí afectan a todos. Son espadas de Damocles que penden inmisericordes sobre nuestras cabezas y que sin embargo parecen no importar más que a unos pocos, como si el resto pensase que son de piedra. Que el futuro de las pensiones está en cuestión es más que evidente, pero que el tema genere preocupación aparente no lo es tanto. Nadie desde una tribuna cuenta la cruda verdad de ver peligrar nuestra vejez. Ningún prócer que se precie ha terciado de verdad en el asunto desde un punto de vista activo. Está claro que los preclaros dirigentes políticos no tienen pelotas para encarar a la bicha y contarle a la gente, incluso si hace falta en formato de culebrón, los detalles y las opciones, si es que las hay, y la catástrofe que se avecina si esto no se arregla. Como no se trata de ser pesimista en el comienzo del otoño —tiempo habrá— vamos a achacar la aparente resignación o indiferencia al efecto del humo que ciega tus ojos, baby, porque si no, le vamos a amargar la vida a este jubilata que tenía puestos los suyos en el monte.
Y ya que hablamos de maniobras orquestales en la oscuridad hay una que apunta a premio. Un premio para los de siempre, gordo, muy gordo, cuestión de dinero y poder, sin antifaces y a tumba abierta, la de los otros, los de siempre, los de abajo, los que no tienen dónde caerse muertos. Tuvieron que ser los documentos que filtró Wikileaks los que desataran la alarma. Desde el 2014 se venía negociando en absoluto secreto un tratado de libre comercio entre EEUU y la UE por el cual las grandes corporaciones multinacionales se erigían en un poder omnímodo ante los gobiernos de los países miembros, incluida España, naturally. En esta ocasión, y a tenor de la previsible felonía, la opinión pública europea se hizo parte en el caso y, por los últimos movimientos, el tratado TTIP tiene visos de fracasar. Es curioso observar ahora la postura de dureza de ciertos países en contra de tal acuerdo, obligados sin duda ante las protestas de sus votantes, si se tiene en cuenta que eran partícipes importantes del secretismo negociador. Por aquí, como están en funciones, siempre se podrán lavar las manos. Salvo unos pocos, la sociedad española no se ha echado a la calle y el tema pasa de puntillas con la excéntrica postura de avestruz que confunde ignorancia con suicidio, y aquí no pasa nada. La razón de una sociedad se basa en la preservación de sus derechos; carente de ella, la ciudadanía acaba siendo cómplice necesaria. La defensa de nuestro modo de vida debería ser entendida igual por derechas e izquierdas salvo que por espúreas razones unas u otras busquen cambiarlo, pero lo cierto es que el caso trasciende lo político para ser un asunto de civilización por mucho que el Neoliberalismo se empeñe en presentarlo como el progreso necesario. —Siempre dudé del Liberalismo surgido de las escuelas de negocios—
Conviene estremecerse aunque tal sentimiento no deje de ser un ejercicio masoquista. Sin menospreciar aspectos capitales del tratado como los atentados a la dignidad laboral; el proyecto de interferir en los derechos sociales que los habitantes de este Continente se han ganado a pulso entre baños de sangre; el control de los Bancos Nacionales por manos desconocidas; la desmantelación del sistema sanitario en manos privadas y tantos otros que sólo una jugada del destino puede hacer descarrilar, al menos por ahora, me vengo a centrar en las consecuencias para la salud. No es difícil recordar la lucha social permanente por saber qué comemos. La política europea sobre el control de manipulaciones alimentarias y las normativas sobre etiquetados y aditivos químicos ha dado resultados a pesar de que los problemas no han sido subsanados del todo y la tentación del chanchullo siga vigente. Digamos que en la vieja Europa se come sano, dentro de lo posible, aunque sea necesaria la vista del lince para entender la composición o ser todo un químico para declinar el producto con conocimiento de causa. Un imperio que se precie ha de imponer sus comportamientos culinarios a todos sus satélites, y ya sabemos que en los States engordan las vacas con longaniza. En un alarde de prepotencia, los mentores del tratado, no contentos con legarnos la comida basura, quieren vendernos la basura misma. El país de la libertad deja que la gente sea libre para envenenarse y las multinacionales contribuyen a esa libertad aportando las dosis. Allá ellos con su modo de vida, pero si el mercado es su única obsesión quizá el ejemplo de una fábrica de tortilla de patatas les convenza de copiarnos, y no al revés, como pretenden. Lo dicho, que un día de estos recobraremos la libertad para ingerir transgénicos, pesticidas y demás lindezas del infierno. — ¡Viva la libertad!— dice un castizo con el que me cruzo. — Viva— le respondo sin saber a cual se refiere.
Con ser todo esto una cuestión vital, hay teorías que la definen como una monumental cortina de humo para ocultar la verdadera alianza neoliberal a escala planetaria: el Trade in Services Agreement (TiSA). El tal subterfugio pretende un libre intercambio de servicios entre 50 países, UE incluida y por tanto España, en un escenario de absoluto secreto y que rizando el rizo, busca seguir clasificado, desconocidas sus consecuencias por la ciudadanía, cinco años más desde su entrada en vigor. Es imposible pensar que tanta prudencia no esconda algo imprevisible y fatal. Es imposible. Teniendo en cuenta que este mefistofélico proyecto conseguiría el control sobre el 68,2% del comercio mundial de servicios, no me extraño de tanta precaución.
Con la demagogia a que se nos tiene acostumbrados, nuestros belicosos (de boquilla) representantes tampoco han dicho ni “mú”. Algún representante español acudirá a esas reuniones secretas, digo yo, y la oposición lo sabrá, porque en este reino republicano, todo se acaba sabiendo por aquello de la alternancia. Entonces, ¿nos mienten todos, o sólo prefieren callar? ¿Será precaución por si el Imperio contraataca?
Al final, me está agobiando tanto humo y tanta cortina echada; deben ser los primeros efectos del otoño que llega.