El quiosquero y el rayo verde / Carlos Calvo

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Por Carlos Calvo

  Con el calor apretando, el quiosquero de la esquina regresó a su casa de verano, abrió persianas y ventanas -que entre bien el aire- y limpió un poco -sin matarse- para poder ir enseguida a la playa y a pasear por el pueblo con su compañera y su hija pequeña.

   A esta le encanta, sobre todo, jugar en la arena con su cubo verde, su pala azul y su rastrillo rojo. Y pasear por el muelle del puerto deportivo, arriba y abajo, abajo y arriba, con su puente curvo de madera, donde cada año hay más candados. De enamorados, como puso de moda el escritor Federico Moccia.

  El verano es la estación de los reencuentros. El mar estaba ahí. Se diría que esperando al quiosquero y a su compañera y a su hija. Sereno, inmenso, azul verdoso. La deteriorada y flotante boya amarilla, balanceando a merced del oleaje, también esperaba. En los días de temporal, desde lejos, la boya podía confundirse con la cabeza de un náufrago que se debatiese contra la marea. Y la roca de los cangrejos, donde jugaban los niños, seguía igualmente en su sitio. Los cangrejos, tataranietos de aquellos que conoció en su infancia el quiosquero de la esquina, salen solo por la noche, cuando los humanos se van de la playa. Todo esto le producía una felicidad sin parangón al quiosquero. Acaso (siempre hay acaso pues hay abundancia de bobos) todos los veranos se parezcan, con su mezcla de felicidad y paz, silencio y playa, disfrute y viajes, espera y hastío.

  Si la felicidad es un don paseando por arenas húmedas, a veces por enclaves que Cervantes describió en el Quijote como “esquivas playas, desnudas de contrato humano”, el aburrimiento es uno de los grandes enemigos de nuestro siglo. A cambio de encontrar actividades con las que rellenar nuestra existencia, muchos son capaces de renunciar a cualquier principio, que incluye hacer una caricatura en el puerto, tatuarse una estrella, probar una droga, follarse a una travesti, comerse un animal vivo o ser arrastrado por una lancha a bordo de un chorizo flotante.

  El quiosquero, aunque políticamente incorrecto, es un hombre de honor por instinto, de forma inevitable, sin pensarlo y, ciertamente, sin decirlo. Es un hombre común, pues de lo contrario no viviría entre gente común. Tiene un cierto conocimiento del carácter ajeno, o no conocería su trabajo. Su orgullo consiste en que se le trate como a un hombre orgulloso, porque tiene sus principios. Y si no le valen, busca otros, como un Marx cualquiera. Sus vacaciones han sido una fantasía a la que culpa de que no se cumplan sus esperanzas. Quiere que le dejen huella, pero le dura una marea. O una anotación en la hoja del calendario. Lo peor que se trae de vuelta es su rostro ante el espejo.

  Atrapado en el tiempo de vender periódicos y revistas, dulces y baratijas, el quiosquero hace tiempo que no disponía de unos días para no hacer nada. Nada más llegar a su pueblo costero del Cantábrico, al que acude, por lo menos, una vez al año desde que era niño, vio el sol salir por las montañas cercanas, rodeado de un halo de bruma. Al quiosquero le gusta sobremanera esa ambigua luz norteña, acuarelada, y esa transparencia de la atmósfera para acercar los contornos de los veleros que navegan por la bahía, tan al alcance de la mano. Y también le subyuga ensimismarse con la espuma de la fuerza destructiva de las olas que salpica un islote cercano, mientras unas lejanas nubes trazan un arco sobre el horizonte.

  El quiosquero, el primer día en la playa, vio la bandera verde –cosa rara en el Cantábrico-, pero fue poner un pie en el agua y ver al socorrista izar la amarilla. Entrar en esas olas con bandera amarilla significa un revolcón sin tregua. Como sentir que te vas partir el cuello. Al día siguiente pasó lo mismo. Había bandera verde. Llegó a la orilla y el socorrista dio el cambiazo. El tercer día la bandera era verde de nuevo. Se acercó sigiloso para pillar a la cosa desprevenida, pero quedó un rato atrapado en la contemplación del ir y venir de las olas, con placer hipnótico.

  La comprobación de que las olas siempre vuelven, en esta vida de hilillos sueltos, le daba al quiosquero paz. Por supuesto, cuando se decidió a bañarse la bandera amarilleaba. Pero el mar permanecía visiblemente tranquilo. Miró al socorrista con rencor. Desde su trono naranja, parecía mirar el horizonte con tedio infinito. El quiosquero notó que empezaba a tomárselo como algo personal, y optó por pasear y sortear tumbonas y sombrillas y neveritas.

  Un monitor de la Cruz Roja alivió al quiosquero sus plantas de los pies clavadas por los escorpiones de mar, unos auténticos hijos de puta que en las mareas bajas se ponen morados de dolor ajeno, mientras le explicaba que, en los días de sol, las aves marinas se esconden. Sienten el terror a la invasión. La playa es una locura colectiva, degradación del ser humano, expositora de barrigas y celulitis, aunque, de cuando en vez, o de vez en cuando, algún esplendor femenino ayude a recordar que vivir merece la pena. ¡Ah, la norma de la belleza de los cuerpos perfectos, que arremete contra su diversidad, sus formas, sus colores, sus olores, sus sabores, sus tamaños o sus edades!

   Lo que más le llamaba la atención al quiosquero los días de lluvia es el silencio, roto ocasionalmente por un par de gaviotas, en vuelo sincronizado. Como la resaca de las olas. Todo, aparentemente, seguía igual en esa población cantábrica a la que el quiosquero acude cada verano. Pero no es verdad: bajo la aparente inmutabilidad de sus calles y sus casas, de los barcos atracados en el puerto, cuyos mástiles le recordaban las cruces de un cementerio, de los contornos familiares de las cosas, bajo todo eso, dice, el tiempo va haciendo su labor implacable como las termitas que corroen las vigas de un edificio.

  Por primera vez en bastante tiempo, el quiosquero no tuvo que hacer nada. Pero ese vacío le produjo vértigo. Se dio cuenta de que ha perdido el hábito que tanto le gustaba en la adolescencia de pasarse las tardes de verano leyendo una novela en los bosques que rodean la población costera. Allá, en el verdor de los montes cantábricos, el quiosquero se encontró con un viejo amigo, un pastor cristiano, de aspiraciones ascetas. Un lugareño como dios manda. “Quiero buscar a dios”, le dijo al quiosquero, quien no dudó: “Yo no lo he visto en mi vida”. El pastor replicó: “A lo mejor será que no has buscado bien”. El quiosquero culminó con un navajazo de seguridad: “O será que no existe”.

  Antaño, ay, los veranos le parecían inacabables al quiosquero. Y añora las horas de plenitud que pasó de pequeño en esta misma arena con un cubo verde, una pala azul y un rastrillo rojo. El delirio de los castillos de arena. La pasión pura del combate junto al agua. Hoy, sin embargo, el tiempo transcurre con la velocidad que sube la marea y le ha cogido desprevenido. La paradoja es que el tiempo se acelera y el presente se hace fugaz en ese momento de quietud y placidez en el que la tarde se va apagando mientras el sol desciende hacia el horizonte para ponerse bajo el mar. Dicen que en ese instante puede verse un rayo verde.

  Empero, el quiosquero no lo ha visto nunca, ni verde ni azul ni amarillo, pero no pierde la esperanza cuando, sentado en cualquier acantilado, observa cómo el astro rey se desliza hacia las profundidades de las aguas saladas mientras el cielo se tiñe de un esplendoroso color rojo. En cualquier caso, al quiosquero siempre le quedará la maravillosa película de Éric Rohmer, la historia de una joven solitaria que, decepcionada tras la ruptura de sus relaciones con su último novio, aguarda, esperanzada, la llegada del verdadero amor.

  El cineasta galo describe un viaje iniciático por el azar, la astrología y la cartomancia, en dirección a la luz y la revelación. La belleza del atardecer es la luz de la puesta de sol. Ya nada es del color que era minutos atrás. Parece magia. En el cielo, el rojo rivaliza con el azul, el morado con el amarillo, en una intensidad variable en segundos. Las fachadas encaladas se tiñen de naranja. El mar ya no es azul, parece un espejo. El autor de ‘Pauline en la playa’ hace arte de lo trivial realizando un cine que es espejo de lo rutinario, de lo casi vulgar: conversaciones, paseos, silencios se suceden sin que pase realmente nada, permitiendo tan solo el goce de ver moverse a los personajes.

  Rohmer es uno de los cineastas favoritos del quiosquero de la esquina, y en esa película del fugaz rayo verde depura su estilo y ahonda en su obsesión de crear un relato transparente y emotivo, un ejemplo de cine puro y vivo. Su cámara captura a sus variopintos personajes de la manera más sencilla, desprendiendo verdad, atrapando la cotidianeidad de sus anhelos hasta culminar en la bellísima secuencia final en la que capta, sin manipulación alguna, en un alarde de inaudita sobriedad en la que estalla la emoción, ese fenómeno óptico y natural que se produce con el último destello del sol crepuscular.

  Lentamente, y arrastrando los pies, el quiosquero, con bermuda de baño verde manzana, camiseta beige patrocinada y pañuelo rosa palo, fue repasando las barcas amarradas en los embarcaderos, hasta llegar al dique vertical y mirar a mar abierto. Al horizonte azul. Una vez allí, el quiosquero volvió por donde había venido, hacia el paseo marítimo y siempre poco a poco, como hila la vieja el copo. Es una forma de irse de veraneo. El quiosquero, no obstante, nunca ha entendido la expresión “irse de veraneo”, como si se pudiera extirpar el verano a quien se queda sin vacaciones.

  “Señores”, dijo don Quijote, “vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vosotros, chicos, mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano”. A lo mejor, la ayuda cervantina ayudaría a vislumbrar cualquier refracción de la luz que atravesara la atmósfera en la puesta de sol o antes del amanecer. Julio Verne ya publicó una novela en la que una pareja, Elena Campbell y Aristobulus Ursiclos, esperaban a ver juntos el rayo verde, para confirmar su amor y casarse.

  Todo, eso sí, tuvo una fuerza evocativa inédita: unos pececillos que nadaban entre el casco de un fueraborda, el muelle deteriorado, una brisa suave. Aunque la familia del quiosquero no estaba dispuesta a renunciar a una tarde de playa por ninguna excursión, ni, por supuesto, al cubo verde ni a la pala azul ni al rastrillo rojo, él se empeñó en coger una barcaza –‘Ballenera’ se llamaba-, ir hasta el faro, rodear la isleta del fondo y acabar en otro puerto detrás de una punta.

  Durante el trayecto, el quiosquero le contó a su hija –y a su compañera, pero esta no le prestó demasiada atención, cansada, tal vez, de sus cuentos sin fin- la aventura de un veinteañero Arthur Conan Doyle en un ballenero, el viaje que hizo al Ártico como médico de la tripulación. Un viaje lleno de peligros y celadas. El escritor escocés a punto estuvo de morir en más de una ocasión. La hija del quiosquero, encandilada, se contagió del relato marítimo, de ese peligro continuo a bordo de un ballenero que regresaría a casa con, esto es, ballenas, focas, osos polares, narvales y pingüinos.

  “¡Cuéntame más, papi, cuéntame más!”. Ni corto ni perezoso, el quiosquero le explicó que lo más impactante es imaginar a ese autor, engullido luego por el personaje ficticio de Sherlock Holmes, matando focas. Es el trabajo sangriento de aplastar las pobres cabecitas mientras te miran con los ojos grandes y negros. A los pequeños elefantes marinos se les aplasta el cerebro con mazos. Y se les quita la piel junto a la grasa. Es el mundo de la caza, concebida como una obsesión. Las focas, sin embargo, son los animales más sagrados. Se las menciona en el Apocalipsis: el último día un ángel acogerá a seis de ellas en las puertas del cielo. Pero la tripulación volvería, aun leyendo la Biblia en la travesía, con mil trescientas. Veinte arriba, veinte abajo.

  Paseando de nuevo por el puerto deportivo, lentamente y arrastrando los pies, la hija del quiosquero fue repasando las barcas amarradas en los embarcaderos. También las hortensias –blanquecinas, azuladas, rosáceas-, a derecha e izquierda del malecón. Estas flores estivales aprovechan la mañana o el atardecer para exhalar sus perfumes y descansan durante las horas de canícula, al igual que lo hacen sus huéspedes, los insectos polinizadores que también echan la siesta. La naturaleza hace bien las cosas y no deja nada al azar.

  La pequeña le suplicó que le contase, de nuevo, el relato del joven Conan Doyle. “¡Cuéntamelo otra vez, papi, cuéntamelo otra vez!”. Pero como todo principio tiene un final, al quiosquero de la esquina, el que me surte de las prensas diarias y semanales y quincenales y mensuales, se le acabaron las vacaciones veraniegas. Cuando el veraneo se ha acabado, se ha acabado. Operación retorno. Operación fascículos. No hay más vuelta de hoja. Lo echaba de menos, la verdad. Sus días –semanas- de ausencia se convirtieron en un auténtico calvario para mis intereses de la letra impresa. Tan indispensable como el pan de cada día.

  Ahora se enfrenta al nuevo curso, que, como siempre, se asemeja a la invasión de los cuerpos de los muertos. Septiembre es lo que tiene: el fin del verano y el principio del otoño. Ha llegado el otoño, sí, con atardeceres malva. Han cambiado de color las hortensias y en el jardín aterrizan los gorriones buscando gotas de agua del riego junto a las campanillas de agosto, las flores de Mandeville, rojísimas, radiantes. La dulce serenidad del otoño, señores, con sus colores terrosos, amarillos, ocres e incluso granates de los árboles. Comienza la nueva temporada y la balanza del bienestar se desnivela con el estrés, los horarios férreos y las tareas pendientes. Hay que recuperar el equilibrio antes de que cunda el desánimo.

  Vuelve la masa, morena y con chanclas. Y venga colecciones de viejo color: semanales, quincenales, mensuales. Los coleccionables más absurdos provocan esa nostalgia que se mete en los huesos como la humedad del invierno que viene. Que si, esto es, la colección para aprender cómo es y cómo funciona el cuerpo humano: un bulbo raquídeo por aquí, una vesícula biliar por allá, un omóplato por acullá. Que si la de todos los billetes de la peseta, desde su primera emisión en 1874 hasta la última en 1992. Que si la de todos los sellos emitidos en pesetas, desde su primera aparición en 1872 hasta la última en el año 2000. Que si los fascículos de la saga ‘Star wars’ y todos sus fosforitos rayos de color verde o blanco o naranja o rojo o azul oscuro, casi negro.

  O bien las obras completas de Conan Doyle y su mítico detective de la gorra y la pipa, siempre con su inseparable compañero de fatigas. O la colección de las películas del cómico Mario Moreno ‘Cantinflas’, ahí está el detalle. O las dirigidas por Mariano Ozores, con su rutilante goya de honor a cuestas. O, por el amor de dios, las que protagonizaba Alfredo Landa en los años sesenta del siglo veinte, llenando el ‘seiscientos’ amarillo para volver de la playa con toda la familia, después de dos meses de vacaciones: los niños, la perrita Paca, la pelota de fútbol, el cargamento de maletas, la jaula con el canario, las cajas llenas de víveres, como si volviesen al polo norte, y la suegra, cargada de filetes empanados para el viaje.

  Esas pequeñas cosas, maldita sea, tan necesarias e innegociables para el común de los mortales. Es, en fin, el show del mineral, y el show del reloj de cadena, y el show de la moneda, y el show del llavero, y el show del tren chuchú, y el show de la mitología, y el del insecto, y el del avión de combate, y el de la obras completas de Julio Verne, y el del ganchillo, y el del maquillaje, y el de los cómics del galo Astérix, y el de los automóviles antiguos, y el de los tanques, y el de la saga ‘Crepúsculo’.

  Los cursis llaman al crepúsculo ‘atardecielo’, del mismo modo que Mingote decía atardecida. O también ocaso, pero recuerda, demonios, a una compañía de seguros de tumbas. Hubo un tiempo en que el quiosquero se reía mucho con los “crepúsculos anaranjados” de un conocido escritor que se mantenía fiel a los cielos naranjas. Evolucionó, y en un artículo se regodeó con los “crepúsculos violetas”, que son como el rayo verde que dicen rasgan la piel de la mar en los ‘solsepone’ claros, por decirlo con Francisco García Pavón. O sea, que nadie los ha visto. Pocos solsepone restan por delante. Que enamora hasta el fondo de la capacidad de amar. La abandonamos con la única obsesión de recuperarla. Se derrumban mitos e instituciones, pero siempre navega hacia el norte.

  Ante la nueva temporada que ya tenemos en todo su esplendor, los buenos propósitos del quiosquero se diluyen como azúcar de café cortado. Se disuelven. Se evaporan. Son papel mojado. Lágrimas en la lluvia. Una lista de intenciones y proyectos escrita a final de verano que desaparece con la resaca del sabor salado y la piel morena. Lo intenta, pero fracasa. Cree, esta vez, que su voluntad se sobrepondrá a cuantas tentaciones emerjan a su paso y se mantendrá fuerte, incólume, inasequible al desaliento. Pero no hay manera. Todo lo que había jurado se derrumba como un castillo de naipes construido sobre una centrifugadora.

  Sí, lo reconoce. Se ha vuelto a dejar engañar. Y sin un ápice de resquemor o remordimiento. Son los gajes de su oficio. Lo ha hecho, pues, a sabiendas, sumergiéndose de nuevo en el mundo de las colecciones. Es el sino de su trabajo: engañar, engatusar, vender gato por liebre, confirmar al incauto cliente que ese autor al que venera es un gran escritor. La vida le va en ello. Y más cuando es un autor prolífico, cuyas entregas se pueden demorar hasta decir basta. Es la ley de la oferta y la demanda. Deprimente, sin duda. Pero también es la magia que le atrapa. Que le desarma. Que le reconduce por el mal camino del tendero sin escrúpulos. Que convierte su firme decisión de no embarcarse en un eterno laberinto de ventas sin sentido en otra anotación nunca cumplida en su perenne y vergonzoso inventario de objetivos para el curso entrante. La magia como momento fugaz que precede al éxito.

  Antes de irse de veraneo, un cliente le preguntó al quiosquero de la esquina algo que le hizo pensar: “¿Qué son para ti las vacaciones?”. Imaginó el mar, las rocas, las montañas, los peñascos, las grutas, el sol, la cornisa cantábrica, la oportunidad de contemplar por primera vez el rayo verde, los mapas de carreteras secundarias por los que, literalmente, perderse. Soñó destinos y paisajes naturales, gentes de otros lugares y experiencias emocionantes. A su vuelta, en efecto, el quiosquero ha vuelto a plantearse la pregunta. Y sí, las vacaciones están en lugares alejados de casa, pero no solo allí, también en gestos al alcance de cualquiera. “Como fuera de casa, en ningún sitio”, que diría Gamero.

  Se trata, claro, de andar sin reloj, de desprenderse de los mensajes del móvil, o directamente del móvil. La vida beata como un Gil de Biedma cualquiera: “No leer, no sufrir, no pagar cuentas”. Las mejores vacaciones no dependen del destino. En las vacaciones buscamos un lugar donde descansar y encontrar un espacio de felicidad. Ya saben: la felicidad está en las pequeñas cosas, también en vacaciones. Esas pequeñas cosas como sentarse en una terraza para beber una cerveza o ir al muelle a comer chicharros pueden tener efectos contrarios a los deseados. Al quiosquero de la esquina y a su compañera y a su hija les invitaron a comer, el último día de sus vacaciones cantábricas, unos chuletones de buey en un restaurante –‘Bandera verde’ se llamaba- con vistas al mar.

  Una vez allí, se los sirvieron en unos platos de cartón, con cubiertos de plástico y los sentaron en unas sillas de campin, en el callejón detrás del restaurante, junto a los cubos de basura. “¡Con amigos como estos, cari, sobran los enemigos!”, se burló, siempre con buen talante, la compañera del quiosquero. Y le recordó el gazpacho de tomate rojo sangre, aliñado con leche de tigre de los cebiches peruanos, que ofertaban en el chiringuito playero, donde cenaron días atrás una rica y creativa ventresca de bonito con crema de ajo, almendra tierna y hoja de roble verde rojiza, todo un festín de olores, sabores y colores. Como dios manda. En el fondo, como las aves, vamos de aquí para allá. Acaso buscando migas de manos amigas. Aunque sean desconocidas. Ya decía Gracián que las grandes expectativas generan grandes decepciones.

  Mirando en azul, con esa brisilla que atenuaba el ardor, al quiosquero, tras las comidas -¡esa colorista ensalada de higos frescos con tomate negro, judía verde, queso y nueces del merendero ‘Don Karmelo’!-, le gustaba tumbarse un par de horas a la sombra del vientre de una barca, mientras la mar devenía un embeleso, una fuerza insidiosa de penetración lenta que deshacía los sentidos en una delicuescente vaguedad. Y, luego, como dios manda, se dilataba con unos whiskies sin prisa, desafiando el tiempo al ritmo y la molicie del crujir de los hielos.

  Bertrand Russell tenía toda la razón cuando escribió que ser capaz de ocupar el tiempo libre inteligentemente –o sea, salir a pasear, leer, conversar o, simplemente, mirar el jardín- es el último signo de la civilización. No todos sabemos hacerlo. Al quiosquero, sobre todo, le encanta disfrutar de una buena conversación en que se habla de cosas trascendentes como si no lo fueran y de cosas intrascendentes como si fueran trascendentes. Sin la ociosidad, el mundo de las ideas no sería lo que es y el principio según el cual es mejor hacer cualquier cosa que no hacer nada es contrario a toda forma superior de cultura y pensamiento.

  El quiosquero sabe que el tiempo del estiaje está consagrado a esa pura abulia de organizar la vida de otro modo, casi como si uno viviese en dos seres a la vez. El verano es el tiempo que te permite callar bien. Escuchar solo lo que no se oye. Al quiosquero le gusta esta estación hasta agotar sus días oficiales. Un, pongamos, veintiuno de septiembre cualquiera. Día arriba, día abajo. A lo mejor es porque uno se mueve errático y desnudo. Donde solo se vive de lejos lo que pasa a lo lejos. Al quiosquero le gusta el verano por lo que tiene de blanda lujuria, de imposibilidad, de lejanía, de extravío. Nada es igual que en ningún otro momento, pero todo puede ser mejor que en el mejor de los ratos, con chuletones de buey o sin ellos. Una lluvia fina va dejando rodales de agua en el agua verde de la alberca con la indiferente alegría de no saber por qué. Y, además, tampoco importa.

  El problema del norte, demonios, es el dichoso tiempo. Este año, uf, el incordio fue el estilo gota malaya. Tac, tac, tac. El caso, vaya, es joder. Cuatro gotas por aquí, un chaparroncito por allá, un rato de xirimiri a temperatura baño María por acullá y ahora te pongo una tormenta de minuto y diecisiete segundos pero espera que cuando te pongas a cubierto ya ha salido el sol… La familia del quiosquero es gente precavida y templada, además de elegante y distinguida. Hay que serlo para irse a la playa con bañador, sombrilla, flotador, pelota hinchable de Nivea, silla plegable de rayas azules, chanclas, toalla, abanico, auriculares, crema, cubo, palo, rastrillo… y paraguas. Todo sea por la causa. Ya lo dijo el sabio: siempre que llueve, escampa.

  Del tiempo que hizo en el Cantábrico, tan caprichoso e indomable, se sirve el quiosquero para hablarnos, en esta nueva temporada y en su lugar de maniobras –el quiosco-, de los modos de vida de las gentes del norte. Los lugares, no hace falta decirlo, los hace la gente. Y los pueblos. Además de ser una residencia, son también estación de paso, refugio, escondite, punto de encuentro. Siempre lo han sido, pero hoy de manera más visible que nunca. Quizá pasamos el verano con el barco sobre la mar y el caballo en la montaña porque todo lo vemos verde, y lo queremos verde, como el billete de cien dólares. O el rayo verde de Julio Verne como testigo en el horizonte.

   De forma serena y curiosa, sin proclamarse por encima del bien y del mal, el quiosquero ha veraneado como cualquiera que haya tenido la suerte de hacer eso que conocemos por ‘veranear’. Como cualquier ser sin horarios laborales bien delimitados, su tierno verano de lujurias y azoteas ha durado lo que tarda alguien en marcar su número de teléfono y pedirle que vuelva.

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