Valero y el Ángel de Zaragoza / Guillermo Fatás

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Por Guillermo Fatás
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza
Asesor editorial del Heraldo de Aragón

Pablo Serrano, el gran escultor de Crivillén, visitó las ciudades del área napolitana arrasadas por el Vesubio, en su terrible erupción del año 79, las entendió a su modo particular y sintió el intenso deseo de ver de cerca el gran volcán, a cuya cima subió a pie.

En la caminata, recogió escoria volcánica, entraña directamente brotada de la Tierra, dotada de cualidades especiales, como si llevase en sí misma la esencia de la metamorfosis.

Otra vez, andando por un campo, creyó estar en un osario de tiempos prehistóricos, por las especiales formas de sus piedras , que presentaban oquedades y perforaciones sugestivas  de formas orgánicas ancestrales .

En su mente fue fraguando la idea de agrupar esos elementos y proporcionarles un orden. “Trabajé intensamente hasta lograr imprimirles la emoción sentida  y me encontré cómodo. Eso es todo”. Serrano, a diferencia  de la mayoría de artistas plásticos, que se expresan ante todo con su obra, explicaba estas ideas suyas con notable belleza y precisión.

Leía cosas insólitas y arduas para hallar formulaciones  que se aviniesen con sus percepciones intuitivas. No siempre era fácil seguirle, aunque  su expresivo rostro y la elegancia de sus gestos lo hacían un contertulio de gran atractivo. De Heidegger  le habían atraído ciertos pensamientos sobre la ausencia del ser –e incluso sobre la exclusión de su ausencia- que yo no estoy seguro de haber entendido cabalmente, ni entonces – cuando le oí hablar de eso en su estudio de Madrid, con Emilio Gastón y otros amigos-, ni ahora. En su cara, aquellas reflexiones eran cosa vivida y sentida.

Experimentó tenazmente con la materia creándole vacíos. Organizaba quemas de objetos, tras las que permanecía un algo, evocador de la fase anterior. Eso era la presencia d la ausencia, el recuerdo de lo que estuvo; fundía panes de bronce, nacidos del fuego genésico del horno, como si el trigo y la levadura buscasen en el calor volcánico ser algo nuevo; concibió impresionantes  “unidades-yunta”, que se encajaban y machihembraban, de modo que el vacío dejaba de existir o, al contrario, se mostraba cuando el espectador ( e intérprete) movía las piezas giratorias: pulidas y brillantes en su interior escondido, rugosas y mates por fuera; ideaba “bóvedas para el hombre”, “hombres-bóveda” y “hombres-puerta” que actuaban como ideas de metal.

Sus explicaciones acerca de todas estas criaturas  metálicas eran poderosas, no vacuos artificios de palabrería, como a menudo sucede en el embrollado mundo de la plástica contemporánea. En atención a sus capacidades artísticas y teóricas, la Facultad de Filosofía y Letras los postuló en 1983, para el doctorado  “honoris causa”, que la Universidad de Zaragoza le concedió,  en la solemne conmemoración de su cuarto centenario.

Serrano y Torralba

Serrano de fue de España en 1929 – hay quien, erróneamente,  lo cree exilado de la guerra-, triunfó en Uruguay y empezó a ser requerido  en nuestro país un cuarto de siglo tras su marcha. Si mis datos no son erróneos, su primera exposición en España, en 1957, fue la que, con igual formato y de modo coordinado, hizo en el Ateneo de Madrid y en la Institución “Fernando el Católico” de la Diputación de Zaragoza, que corrió con los gastos  del catálogo para las dos. Una vez más,  se benefició  la capital aragonesa del talento y la sensibilidad de Federico Torralba, que urdió la operación con éxito. Torralba recuperó a Serrano para Aragón y el retorno del turolense se hizo ya definitivo.

Serrano y Gómez Laguna

En esa ocasión conoció Serrano a Luis Gómez Laguna, que por entonces estaba en el tercer año de una alcaldía que duró doce. Así nació una relación personal intensa y larga. Trabaron gran amistad y uno de sus frutos fue el encargo municipal  de las dos grandes estatuas de bronce  que guardan el palacio municipal zaragozano (pronto llegaría el difícil reto de completar la fachada del Pilar). Cumplen ahora medio siglo de presencia  y, como es de tradición, resulta improbable  que ni ellas ni su autor reciban un gesto de la autoridad correspondiente.

Las dos grandes estatuas recogen sendas tradiciones antiguas. El Ángel de Zaragoza  es sucesor de otro, así mismo esculpido, que custodiaba antaño la ciudad. Por eso el artista la puso en sus manos, a modo de bandeja, como podrá advertir  quien ponga un poco de atención en ello.

El obispo Valerio –san Valero- está atestiguado por Aurelio Prudencio,  el mayor de los  primeros poetas cristianos del Imperio Romano, y paisano del Ebro (calagurritano o cesaraugustano, tanto da), allá por el año 400. No casa bien la actitud de la estatua  con la leyenda que atribuye  al personaje un habla premiosa, pero su diestra, retóricamente alzada y como en garra, capta con decisión la atención del paseante.

Que cumplan otros cincuenta con buena salud y gracias sean dadas a quienes nos los pusieron donde están.

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