Las montañas del Himalaya, las catedrales de la Tierra


Por Eduardo Viñuales

     Himalaya se traduce literalmente como “el albergue de las nieves”. Porque en este nudo de cordilleras montañosas -intimidantes y a la vez atractivas- despuntan las catorce cumbres más altas de la Tierra, dispuestas por encima de los 8.000 metros de altitud en un mundo blanco y fascinante tan sólo cubierto por hielos, nieves perpetuas, rocas y fríos desiertos.



Texto y fotos: Eduardo Viñuales Cobos.
Escritor, naturalista de campo y miembro de la Asociación de Periodistas de Información Ambiental
http://www.asafona.es/blog/?page_id=1036Twitter: @EduVinuales   

     Las gentes que se han asentado a los pies de estas bravas laderas, en aldeas colgadas a 3.000 y 4.000 metros de altura, han considerado los picachos más osados como la sede y morada de los dioses. El Everest, inmemorialmente llamado “Chomolungma” por los tibetanos y “Sagarmatha” por los sherpas o nepalíes, es para unos la “Diosa Madre del País” y para otros la “Madre del Cielo o del Universo”.

   Pero en esta tremenda alineación montañosa de mil quinientos kilómetros de longitud, son muchos otros los inaccesibles relieves que simbolizan igualmente la estrecha relación entre la naturaleza impoluta y las aspiraciones de trascendencia espiritual de los hombres. El Nanga Parvat o Diamir es el Rey de las Montañas, el Makalu está relacionado con Shiva –el destructor-, el Manaslu es la Montaña del Espíritu, el Dhaulagiri quiere decir la Montaña Azul, mientras que el Cho Oyu es la Diosa Turquesa. Pero, por encima de todas, aunque de menor altura, el Monte Kailas sea posiblemente la montaña del Himalaya que mejor simboliza ese objeto de veneración, de lugar privilegiado, de montaña prohibida, ya que según las creencias ancestrales allí residen las grandes divinidades. Está considerado la representación terrestre del monte Meru, el eje del mundo, e hinduistas y budistas han hecho del Kailas el centro del Universo, rodeado por siete anillos concéntricos de agua y tierra a cuyo alrededor giraban el sol y la luna. Es más, allí, en el Glaciar Precioso, nacen los cuatro ríos sagrados: Indo, Leon, Yarlung Tsangpó y Karnali.

    Nepal, el norte de la India, parte de Pakistán y del Tíbet, Bután y Sikkim encierran pueblos remotos donde el estilo de vida no ha cambiado tan apenas en muchas generaciones. Grandes espacios han permanecido deliberadamente aislados y prohibidos a la entrada de extranjeros, a modo de medida defensiva ante el impacto que su entrada pudiera generar en la cultura tradicional y en los modos de vida casi perdidos en el tiempo. Es el caso del reino prohibido del Mustang –cerrado hasta 1991- o del propio país de Bután que aún hoy para visitarlo es preciso tener que pagar una tasa diaria de muchos dólares.

    Y donde antiguamente el mundo occidental vio infiernos estériles de precipicios, hielos y tormentas, hoy en día se encuentran algunos de los más bellos paraísos de paisajes cristalinos, por los que a más de uno le entra el deseo de recorrer y trepar hacia lo alto. Desde el siglo XIX los alpinistas de todo el mundo han experimentado en estas montañas un espacio de retiro que ha cautivado sus corazones y que ha impulsado el deseo de encuentro y exploración de la naturaleza. Pero el precio de lo más alto, lo más bello y lo más atractivo puede resultar a la larga caro. Sir Edmund Hillary, el primer hombre que pisó la cumbre del Everest (8.848 m.) junto con el sherpa Tenzing Norgay en 1953, afirmaba cuarenta años más tarde que “hoy la cumbre de la Tierra parece una zona peatonal de Londres”. Más de dos mil personas han pisado su cima, de las que cerca de doscientas han perdido la vida. Pero la masificación y las expediciones comerciales que cobran 60.000 dólares por subir a un cliente al Everest han transformado el sentimiento de la montaña y han hecho del Collado Sur el basurero más alto del mundo, a 7.900 metros, donde se acumulan montañas de botellas de oxígeno abandonadas, a pesar de que el Gobierno de Nepal exige a cada cordada un depósito de más de 4.000 dólares para asegurar la retirada de residuos en lo que ha sido protegido por el Parque Nacional de Sagarmatha, aunque en realidad es un negocio del que casi todos salen beneficiados. Hasta el viejo Hillary dedica sus esfuerzos a proyectos medioambientales e iniciativas sociales para la creación de hospitales, escuelas y puentes en áreas deprimidas del Himalaya.

    Pero lejos de las cumbres más concurridas y renombradas, el Himalaya aún esconde rincones secretos y olvidados envueltos en esa especie de velo misterioso que cubrió la mayor parte de estas tierras cuando las fronteras permanecían cerradas. Otros, como la región del Annapurna, Namche Bazar, Khumbu, Ladakh, Kanchemjunga o el Karakorum, ofrecen grandes posibilidades para los caminantes infatigables que desean practicar el trekking, una manera de conocer el mundo sintiendo paso a paso el latido de un planeta vivo. Allí, al borde de las sendas ancestrales, lejos del asfalto, se suceden instantes ajenos al ajetreo de las grandes urbes europeas o al materialismo que impera en la vida diaria de los países desarrollados del primer mundo: estupas, chortens, gompas y santuarios perdidos, banderas de oración que en el paso de las montañas esparcen sus plegarias con la ayuda de los vientos, amaneceres azulados, sonrisas sinceras, manadas de yaks, el sonido feroz de los torrentes, el brillo de los glaciares y, especialmente, los colores de una naturaleza todavía salvaje e indómita.

    Porque ante todo el Himalaya es el escenario de la vida salvaje que puebla las alturas inhóspitas de la Tierra: urogallos del Tíbet, corderos azules, quebrantahuesos y, en lo más alto de la cadena trófica, el esquivo leopardo de las nieves, un felino de pelaje claro al que el viajero y naturalista Peter Matthiessen dedicó un estupendo libro ambientado en los recónditos valles de la región nepalesa del Dolpo.

    Las tribus que viven cerca del cielo, en las vertientes del Himalaya y del Tíbet, hablan de la existencia de otro habitante silvestre, más tímido y temido todavía: el hombre de las nieves o Yeti. También llamado Jemo, Dremo o Yethe, la figura legendaria y ancestral de este ser fabuloso forma parte de las imágenes de las montañas himaláyicas, al igual que lo son sus noches frías, las cumbres glaciares y las tormentas de nieve. Porque no olvidemos que la fascinación del silencio profundo es tan sólo posible en el gran albergue de las nieves.