Por Eduardo Viñuales
¿Tienes un bosque cerca de casa? Hay muchas veces en que merece la pena ponerse en viaje para simplemente contemplar la belleza de la naturaleza en silencio. Aragón es una tierra indicada que invita a ello. Pero en estos días de otoño, con el cambio de color de las hojas, la belleza resulta suprema.
Texto y fotos: Eduardo Viñuales Cobos.
Escritor, naturalista de campo y miembro de la Asociación de Periodistas de Información Ambiental
http://www.asafona.es/blog/?page_id=1036Twitter: @EduVinuales
El viaje, entonces, está más que justificado.
En estos días cada vez más cortos, hay veces en que pienso en la gente ya metida en sus casas, al abrigo de la calefacción y delante de la televisión. Y es en estas fechas cuando salgo al bosque y observo con gran placer un momento inigualable: cuando los árboles y arbustos pierden las hojas en unas semanas llenas de cromatismo y transformación. Y es entonces también cuando siento algo extraño por el hecho de recordar a estas personas que no se animan a disfrutar de los instantes más hermosos de la naturaleza. Posiblemente habrán ido a Ordesa o a los Pirineos durante el mes de agosto, cuando más abarrotado está todo… Sin embargo, ahora, cuando el silencio se adueña de las montañas y el aire se vuelve fresco, olvidan la belleza suprema de los hayedos, los robledales o las choperas. Allí, encerrados en sus casas hasta el verano siguiente, se pierden las sensaciones que proporciona pasear sin prisa por el interior de un mágico bosque de hoja caduca. ¡Bienvenidos al color y el brillo del otoño! El sol ya no se eleva tanto en el cielo y la llegada de los rigores invernales está próxima.
Como decía una revista de turismo rural: “El cambio de estaciones es el aviso más agradable que conozco del imparable paso del tiempo. Afortunadamente nuestra coordenada de latitud es 40º, y nos llega de nuevo el otoño. Y con él, el sosiego. Después de los calores, fragores y multitudes que nos invaden en el verano, el otoño nos devuelve los pequeños placeres de la calidez de un jersey de lana y una manta en la cama, y el supremo: pisar hojas secas”. La otoñada es color, pero además permite aspirar el olor de la humedad, observar la rugosidad de las cortezas, transitar sobre las alfombras de hojarasca multicolor, detenerse en los líquenes, agallas, frutos silvestres y bayas carnosas, o recoger y fotografiar setas y hongos con múltiples formas, tamaños y texturas.
Joaquín Araújo comenta que: “Cuando se establece uno en medio del otoño, cabe añorar la pérdida de esa sabiduría no tan lejana que situaba el inicio del ciclo anual en estos momentos. Ciertamente tiene más de arranque que de frenada esta música de la fertilidad espontánea. Las otoñadas, esos sanmigueles del calendario rural, son para el bosque el inicio del periodo de vacaciones, al que han llegado con todas las asignaturas altamente cualificadas”, quien prosigue diciendo, “caen por último las hojas y los ojos. Las primeras, porque olvidan agarrarse, acaso ebrias de tanto color como contienen. Los segundos, porque abajo, entre las que ya se desplomaron, comienzan a surgir otras manchas de color vivo: los hongos, hijos de la hojarasca”.
La otoñada es un momento especial. Será repetitivo pero, ¿es que hay algo inigualable a un bosque caducifolio en otoño?. Alguien dijo que el otoño devuelve la cordura a los montes y el incendio de colores a los bosques –el único que deberían sufrir-. “Pasear en un bosque por un sendero antiguo tapizado de hojas, aspirar ese olor húmedo, cálido, nutritivo, que levantan nuestros pies, dejar vagar la vista por una gama irrepetible de amarillos y rojos, es una delicia que nadie debería evitarse. Espero que todos tengan un bosquecillo cerca”, decía la naturalista Ángeles de Andrés.
La otoñada es un instante pasajero, rápido, fugaz… y que, por tanto, hay que saber cogerlo a tiempo para encontrar a los árboles en todo su esplendor. Claro, que el punto álgido depende del lugar, de la orientación de la ladera, del frío, de la lluvia caída, o del tipo de árbol caducifolio. Las frondas de los bosques de hayas, tilos, arces, abedules, sauces, álamos, serbales, guillomos, mostajos… que a lo largo del verano han permanecido de color verde, cambian hacia decenas de tonalidades de rojos, naranjas ardientes, colores crema, amarillentos, hasta el punto de que es posible distinguir unas especies de otras en la distancia.