El santuario de la Virgen del Moncayo (R)

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Por Eduardo Viñuales Cobos

     Empezó siendo un simple alojamiento para los peregrinos y devotos que subían a ver la imagen religiosa de la Virgen del Moncayo, y ya a principios del siglo pasado su Santuario se consagró en hospedería turística para aquellos que en los meses de verano buscaban el aire puro y fresco de los montes.

    Los clientes más veteranos de “La Casa del Moncayo” aún recuerdan al Macaya, un tipo de campo, pequeño y bonachón, que con su caballo subía y bajaba todos los días desde Tarazona haciendo las veces de hombre de los recados. “Si subes el correo mañana, tráeme chocolate de la tienda y ve al estanco”, le pedían las gentes de aquellos pueblos del contorno, de Tarazona y Borja, La Rioja o la Ribera de Navarra, y que aquí permanecían alojados de julio a septiembre.

    En el año 1990 esta hospedería -situada a 1.620 metros de altitud junto al Santuario- pasó de manos del Cabildo de la Catedral de Tarazona a otras privadas, a la familia que actualmente la gestiona. Sin perder su esencia de albergue de montaña, Ángel Camats y sus hijos han remodelado y modernizado las habitaciones e instalaciones, y en la carta de su restaurante se ofrecen ricos platos gastronómicos como el civet de ciervo con boletus, el ternasco a la brasa, las migas con melón o el licor casero de “chordón” del Moncayo, elaborado con los rojos frutos de las frambuesas que de manera silvestre crecen en las inmediaciones.

     El libro sobre el Moncayo de José María Sanz -del año 1935-, cuenta que la historia conocida de esta iglesia se remonta al menos al año 1260, según consta en la fecha de un pergamino con tres sellos de cera. Del siglo XIII es, así mismo, la talla  francesa de la Virgen, procedente de la abadía de Cluny. Y se sabe que aquí, buscando cobijo en tan áspera sierra, ya estuvieron los monjes de Veruela que fueron quienes crearon el primer lugar de descanso y aposento junto al templo. Ya en el siglo XV la administración de la iglesia y de sus casas anexas sería asumida por los deanes y el Cabildo de Tarazona, y así hasta no hace mucho tiempo. Por eso los clientes más ancianos todavía rememoran a quienes fueran aquellos canónigos regentes, elegidos cada dos años, y llamados “los Ministros del Moncayo”… recordando cuando poco antes de cenar todos los alojados iban al templo vecino a rezar el rosario, cantando los gozos a la Virgen que decían: “Oh, luz de estas cumbres / oh, sol del Moncayo / gocemos contigo / eterno verano”.

    La panorámica paisajística desde esta balconada -asomada a media montaña, allá donde termina la pista forestal del Parque Natural- es realmente formidable: el cabezo de la Mata, las Peñas Meleras, los bosques frondosos, las cumbres de piedra suelta, los pueblos del Somontano, la Ciesma… e incluso en días claros sorprende poder ver -tan lejos y la vez tan cerca- el perfil alargado de la cordillera pirenaica.

Un baño de naturaleza salvaje: Ciencia, excursiones y manantiales.

La hospedería del Moncayo constituye un punto estratégico que invita a descubrir los encantos de una montaña fascinante, cantada y admirada por poetas, artistas y estudiosos de las Ciencias como Marcial, el marqués de Santillana, Bécquer, Machado… o el ilustre naturalista Longinos Navás, quien escribió hace casi 100 años: “He visitado el tan renombrado valle de Ordesa, declarado ya Parque Nacional y también Covadonga, y sin quitar nada de los encantos de estos dos Parques Nacionales de primera fila, en la parte científica tengo por muy superior al Moncayo”.

    Para muchos montañeros y senderistas el Santuario de la Virgen del Moncayo es el punto de partida de excursiones a pie diversas, el “campo base” para alcanzar la cumbre del Moncayo –techo del Sistema Ibérico, con 2.315 metros de altitud-, por medio de un sendero que algunas reseñas informativas aseguran que fue trazado en el año 1860 con motivo de la visita de numerosos astrónomos de España y del extranjero, quienes subieron a lo más alto para estudiar un eclipse de sol.

    Y lo cierto es que hoy, desde La Casa -desde el Santuario-, equipados con su botas, mochilas, bastones y gorra, desfilan numerosas personas que en dirección norte, sur, este y oeste emprenden alguno de los inolvidables paseos por los caminos, collados, hoyas, barrancadas o fuentes de la Sierra del Moncayo… algunas muy próximas como la de La Caña –buena para las afecciones del riñón-, o esa otra que recoge el agua del circo glaciar de San Gaudioso –que es la más fría de todas, pues mana a una temperatura de 4º C- y que fue construida por un obispo cuyo escudo de armas se puede ver esculpido en piedra sobre uno de sus caños.

     Tiempo atrás los fresquísimos manantiales de este monte adquirieron fama de curativos, dada su gran pureza bacteriológica, y el retiro en estos oxigenados parajes se consideró como uno de los enclaves nacionales más idóneos para servir de sanatorio a personas enfermas. “Las curas de sol del Moncayo, purifican el organismo”, se afirmaba. Y, así, estos bosques y laderas de olorosa brisa de la provincia de Zaragoza fueron y siguen siendo un símbolo de paz, de sosiego y de ambiente realmente ascético.

     Pero estos enclaves montaraces son algo más que un retiro espiritual y una cura de salud, ya que la simple estancia veraniega junto al templo se convierte en un auténtico baño de naturaleza salvaje. La llamada “Casa del Moncayo” se ubica bajo los escarpes de El Cucharón, un peñasco oscuro que según el geógrafo Francisco Pellicer pertenece a rocas conglomeradas del Triásico Inferior, es decir, que se trata de una pudinga de cantos rodados y encementados que se formaron hace unos 230 millones de años. Por sus paredes verticales hoy trepan intrépidos escaladores, y según algunos paisanos hasta estas peñas vino el naturalista Félix Rodríguez de la Fuente para filmar algunos de sus reportajes televisivos. Hay que destacar que ahí, en las fisuras y oquedades de la Peña Negra, crecen desafiando al vértigo plantas únicas como la Saxifraga moncayensis, un bello endemismo vegetal que lleva el nombre de la montaña.

    Descansando en la terraza de la hospedería del Santuario del Moncayo se observa, sin prisa y sin pausa, el desplazamiento diario del astro solar en el cielo limpio de la montaña, el viaje de las nubes, la llegada de las tormentas y sus vendavales… y, al final del día, el ocaso, la entrada de la noche. Es éste el momento en el que los niños dejan de jugar al balón y al “pilla-pilla” en la replaceta existente. Al atardecer, a la hora de la cena, el cielo se enciende con colores ardientes.

     En el momento en que ya pardea, más abajo, en el horizonte, la geografía ensombrece y los pueblos que se abrigan al pie del Moncayo encienden sus luces, creando desde lo alto una imagen especial que se semeja a estar observando una especie de firmamento terrenal, a ras de suelo. La Naturaleza da paso a otros actores silvestres cuando el cárabo ulula entre las hayas y los pinos, cuando los machos de la luciérnagas dejan ver su llamativo destello verde de amor, cuando el corzo deja oír su ronco ladrido…. y cuando la luz de esos potentes focos que iluminan la fachada del Santuario de la Virgen del Moncayo atraen a mariposas nocturnas de todos los tamaños y colores, como un entretenimiento más para la mirada curiosa de aquellos niños que tienen el privilegio de pasar aquí arriba unos días del verano, huyendo del calor y, quien sabe, del ruido de las calles de alguna bulliciosa ciudad.

 “Tomar el aire del Moncayo”, una larga y saludable tradición

    Julio tiene 84 años, y ha venido unos días a La Casa del Moncayo con su hijo y su nieto. Como ya lo hiciera con su padre cuando él tenía 15 años de edad, en el año 1954, tras haber veraneado al otro lado de la montaña en Ágreda. Y al igual que también lo hizo su abuelo Miguel. Ahora es casi un rito que ha repetido con su familia, una especie de reencuentro con su historia personal. “Recuerdo que un taxi nos llevó hasta Veruela, y desde allí fue mi padre me hizo caminar ladera arriba, por los caminos del Moncayo, con una mochila de armazón metálico que me hizo rozaduras por el peso. Luego pasé allá mis buenos días junto al Santuario, tan frescos y agradables”.

    Y ahí mismo, al pie del Cucharón, Julio se ha encontrado en este verano de 2013 con otros asiduos clientes de la hospedería del Santuario del Moncayo que “desde siempre” vienen en estos meses del estío a quedarse a vivir en mitad de la montaña mágica. Como Ignacio, de Tarazona, que con casi nueve lustros de edad pasa aquí arriba, sólo, dos o tres meses a pensión completa, retirado del mundanal ruido. Sus hijos le visitan cada pocos días. O como Elisa, que pese a haberse quedado viuda, sigue eligiendo cada año la opción de “tomar el aire” del Moncayo, como antes lo hiciera durante tantos años junto a su marido.

    Los tres juntos, reunidos, recuerdan la figura “del Macaya”, a los distintos curas que han regentado el Santuario –entre ellos Don Julián, que vestido con una larga sotana negra reñía a las mujeres que entraban al templo con faldas cortas o enseñando los hombros-. Los tres veteranos se dan cortos paseos hasta las fuentes más próximas… y, cada mañana, sentados en la terraza, tras leer el Heraldo de Aragón, sacan a relucir viejas historias y anécdotas de tanto tiempo, de muchos años veraneando en pleno corazón de la Sierra del Moncayo.

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