Val Ortego: Doce retratos imprevistos

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Por Carlos Calvo
Fotografías de Rafael Esteban

      El debate estético que se fragua en la exposición del colegio oficial de arquitectos de Aragón, con doce retratos imprevistos y un abstracto aglutinador a cargo del zaragozano Alfonso Val Ortego, enriquece el diálogo sobre la pintura y lo pintado. 

      Un discurso artístico acerca de aquello que debe ser la pintura y lo que realmente es. Aquello que debe o pretende ser en tanto que idea y lo que es, inequívocamente, en cuanto materialización.     

     Sabemos que la pintura es cosa mental. Así definió Leonardo de Vinci la esencia del arte de la pintura. Y nadie como Velázquez proyectó su verdadera naturaleza en ese milagro de la capacidad del intelecto, de las facultades sensibles y de la voluntad del espíritu que son ‘Las meninas’ y que Luca Giordano llamó “teología de la pintura”. Del mismo modo, el apostolado laico de Val Ortego supone una suerte de fusión interna entre la luz pictórica y el tiempo literario, o, si se prefiere, entre el tiempo pictórico y la luz literaria. “¡Luz, más luz!”, pidió Goethe cuando vio que la vida se le escapaba, no otra cosa diferente.

       El sueño de los pintores (y el de sus parientes pobres, los fotógrafos) es el de apresar la luz, como el de los escritores es el de detener el tiempo. Sin embargo, el prestigio de la luz es mucho menor que el del tiempo. Mientras que a este se le considera esencial, materia sin la cual nuestra existencia dejaría de serlo, a la luz se la tiene por circunstancial, algo que adorna, como los paisajes, el escenario en el que se desarrolla aquella. Una consideración errónea, a mi modo de ver, que hace que muchas personas pasen por este mundo sin detenerse a contemplar las luces que la iluminan, ocupadas en asuntos secundarios de verdad.

       No obstante, ahora que la pintura ha sobrevivido a la ofensiva visual de tantos medios de reproducción de imágenes, después de haber resucitado tras varias muertes vaticinadas desde la invención del daguerrotipo, no podemos dejar de preguntarnos qué ha de ser la pintura hoy, en las primeras décadas del siglo veintiuno. Al fin y al cabo, no nos preguntamos dónde cabe más pintura, si en una manzana de Cézanne, una cabeza de Sorolla, un desnudo de Modigliani o un retrato imprevisto de Val Ortego, de frente o ladeado, al este o al oeste, con marioneta o sin ella, porque hay tanta pintura en unos como en otros. Para un pintor, por supuesto, alcanzar la materialización plena de lo que cree que ha de ser la pintura es la continua utopía que persigue a lo largo de su vida. ¿Se alcanza?

      Pintor de atmósferas y ocultaciones, de silencios (elocuentes) e historias veladas por el ineludible vaivén de la memoria, Val Ortego logra trazar la desventura en busca de una juventud gozada y perdida entre susurros de los episodios de una vida soñada. Estos retratos imprevistos, más cercanos que familiares, poseen una belleza lenta, armoniosa, de composición y coherencia internas, que cala en el espectador sin saber este cómo y porqué. Todo encaja y todo se desmorona. Su escritura pictórica es tratada en torno a la cadencia del tiempo, de su paso insoslayable.

      Uno debe aprender cosas que no se pueden cambiar. Del cúmulo de sombras que forman una vida. Aprender de la galería de voces que pueblan el eco de la memoria. Aprender de los nombres que refulgen al azar –que suele ser cruel-, sin razón ni motivo. Que vuelven porque un olor, una música o una imagen provocan su presencia. Aprender de las figuras, tal como fueron, que se pasean por una invisible, inexorable, galería familiar. Están ahí, instaladas en un presente perpetuo y, sin embargo, caprichoso. Aprender de la pérdida y la renuncia.

     Para Val Ortego, la intuición es más válida que la razón como fuente de conocimiento. Su pintura está teñida de su lírica, de sus sueños, de emociones sentidas, de sentimientos que se hacen significado. Unas sensaciones nuevas que cobran en las pinturas vida, historia, permanencia, vigor y biografía.

     El retrato humano se detiene solo un momento, siempre en una postura rítmica, como si en el continuo y fluido danzar que es la existencia hubiera procurado una pausa para quedar en el lienzo convertido en lúcida y melancólica belleza. Una suerte de melancolía pensativa que, por paradoja, parece conciliar la tristeza y la alegría, cuyo efecto inmediato sobre el espectador es la sensación de hondura en el modelo.

 

   Y si “el arte es un secreto acerca de un secreto”, por decirlo con Diane Arbus, el pintor zaragozano sabe, como saben los artistas, que no tiene más opción que reinventarse cada día. Y en eso está. Los seres que retrata Val Ortego con sus pinceles nos prometen siempre algo más. No agotamos su conocimiento en la primera mirada, sino que podemos compartir su presencia con una esperanza de tibia compañía. Ese propósito del pintor, ese afán de ahondar sin descanso con procedimientos estrictamente pictóricos y ajenos a cualquier retórica, ha de encontrar necesariamente su mejor modelo en la dialéctica interna que la propia pintura exige, renunciando a los elementos accidentales con un dominio del concepto profundo, nítido, de las relaciones entre el fondo y la forma. Ese saber plasmar la eternidad y un día de la belleza en cada expresión de un rostro, en cada horizonte infinito.

 

     Acaso no es necesario decir que todos los paraísos son, inevitablemente, paraísos perdidos, porque de lo contrario no cumplirían con su condición de tales. Del mismo modo, nuestras vidas están fundamentadas en la pérdida. Los humanos no contamos sino con el presente, el instante que se va y en el que coincide cuanto hemos llegado a ser, por mucho que nos obstinemos en pensar que el presente está abierto al futuro, en el que nos proyectamos para seguir viviendo. Nuestra edad consiste en los años, meses y días que hemos dejado atrás, nos guste o no, deseemos o no ser conscientes de ello.

      Esta exposición es un estado de ánimo, una textura, una disposición de cuerpo y alma, como un roce o una caricia. Esta exposición sin parangón tiene la huella, el aire, la luz de lo que tendría que ser un faro para las nuevas generaciones de pintores. En una actualidad artística donde escasea la autoexigencia estética y filosófica, y la autopropaganda está a la orden del día, encontrarse con un escéptico, cuestionador de la vida y la sociedad, leal a sus ideas y, sobre todo, siempre intenso, siempre atrevido y punzante, es todo un ejemplo a seguir. El fracaso inherente en todos nuestros actos son tabúes en el mundo del éxito rápido y el optimismo impostado. Ante ellos, Val Ortego prefiere dimensionar el paso humano por estos lares y, al mismo tiempo, reconoce pintar por el gusto del juego, porque solo la forma en que cada individuo, cada retratado, se las arregla con el peso de la humanidad hace que se diferencie, como una irónica nostalgia de la ingenuidad perdida. Aquí tenemos la clave, corajuda y reveladora.

     ¿Cómo nos vemos? ¿Cómo nos ven? ¿Cuál es el resultado de ambas percepciones? Ahí está, para plantearlo, Val Ortego y su galería, esto es, de retratados.Eva Roy, Chus Blasco, Inés García, Isabel Gómez, Marga Francés, Dani Clemente, Dionisio Sánchez, Roberto Legorburu, Javier Aranda, Fran Cuchi, Erdal Keles y el que esto escribe son los elegidos imprevistos, acaso azarosos, acaso fortuitos, del pintor en este su corpus sacramental que evoca a los artistas clásicos (Bellini, Tiziano, Rafael, Sebastiano del Pombo, Piero della Francesca, Rembradt, Goya) y los sintetiza en un torrente de pintura, como hitos de color que surgen poderosos entre grandes atmósferas, y convierte a los retratados en ráfagas que dominan un gran espacio, para abrir ventanas a vistas infinitas, con vocación de eternidad. Síntesis de figuración, que se torna abstracción, en escenarios sorprendentes. Porque Val Ortega plasma la serenidad o el conflicto que encierran los sujetos retratados y el conocimiento de sí mismo, su observación de la vida cotidiana y el empleo de la luz, las ideas que le preocupan y la respuesta a las convenciones artísticas.

     Más allá del conflicto sicológico y la eventual reconciliación con su tiempo, el pintor zaragozano combina, en sus doce retratos imprevistos, luces y sombras, colores y texturas, para conseguir un impacto visual radical al que de otro modo hubieran sido unos retratos tradicionales. Esa emoción, claro está, resume la mirada. Todos esos ojos que al mirar hacia el cuadro te miran a ti. Ojos de incendio nocturno. Ojos de laguna envenenada. Ojos de coreografía compleja, sin cortes. Ojos de ladrona de alcobas. Ojos de cualquier cantante calva. Ojos de títere y titiritero. Ojos de la vida bohemia. Ojos de tragedia y sensualidad. Ojos de comedia musical, delirante. Ojos de amante contratable. Ojos de sueños y memorias, silenciosos o perfumados, acaso terrenales e insignificantes.

     Y, de broche, el sustantivo ojo que todo lo ve, el ojo como taladro que manifiesta un quebrado mundo interior, la abstracción definitiva, esclava, la número trece –o acaso la número uno, el autorretrato referencial-, como punto de encuentro y reconocimiento. De Alfonso Val Ortego, en efecto, siempre queda algo por descubrir, algo que te sobrecoge, algo nuevo que ver, una nueva perspectiva que no puede hacer cualquier otro. Inteligencia y compromiso, en fin, como una muestra maestra de que es posible, y puede que necesario, un arte formalmente atrevido. El pintor, en última instancia, pone delante un espejo, y ese espejo es un laberinto de tiempo, sangre y tierra. El adentro y lo lejano, el rostro exangüe de un futuro que hace tiempo que pide auxilio sin que nadie preste atención.

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