“Cuatro cuadros de Val Ortego y un Texto de Tausiet» en Pack 17


Por Mirinda Blasques

    El pasado 17 de enero, se inauguró en el singular espacio que anima Fernando Bayo una extraordinaria exposición del pintor Val Ortego y los asistentes pudieron ver y escuchar un texto de Antonio Tausiet

Sobre el local:

   En la calle Pedro Arnal Cavero 17 de Zaragoza se montó en 2017 un local llamado por su acrónimo: PAC17 arquitectura.

    Además de hacer Arquitectura, se tomó la decisión, poco pensada, de hacer una exposición de pintura, escultura, arquitectura, poesía o teatro todos los días 17 de cada mes: 12 exposiciones al año.

   Para poder realizar las exposiciones se colocaron 5 paneles de contrachapado de 6 m2 de superficie aproximada cada uno. Sobre estos paneles (que se levantan mediante unos contrapesos y esconden materiales diversos para ejercer el oficio de la Arquitectura) y sobre la gran mesa que ocupa el espacio central del local, se muestra la obra.

   Los asistentes, el día 17, disfrutan de lo expuesto y de las múltiples conversaciones que se establecen entre ellos.

Los artistas:

    Para entrar en el mundo pictórico del genial pintor, nada mejor que recoger algunas  palabras que sobre el artista y su obra ha desgranado su amigo Carlos Calvo:

   «Su disciplina pictórica es lo suficientemente propia para decir, sin temor, que este hombre es un sujeto de una extrañeza necesaria. Zaragozano. De la cosecha del sesenta. Pintor de artefactos singulares. La pintura de Alfonso Val Ortego, de él hablo, se ha preservado de modas, con una estructura ‘genética’ muy bien preservada, como la del insecto atrapado en el ámbar

     En las yemas de sus dedos hay un poco de todo. Principalmente, una memoria del tacto del lienzo, del relieve de la pintura. Y su textura es la de la felicidad escondida desde los parámetros del más genuino existencialismo. Su pintura habla de la falta, acaso porque el ser humano es imperfecto. Estamos mal hechos, desde luego, y lo camuflamos con el deseo.

      El pintor posee una voz tan temblorosa que emociona. Y su obra se convierte en una suerte de flor que se abre por los lados, repleta de sutilezas enhebradas en silencios y ausencias, sueños húmedos y recuerdos turbulentos. Lo que compone en sus cuadros resulta tan ferozmente irrebatible como inquietante. Val Ortego, en efecto, es Val Ortego. Siempre igual a sí mismo. Y, a la vez, tan diferente. Cada pintura suya discurre por la mente del espectador sin más justificación que su propia evidencia. Veneno para cínicos. Porque esa gente joven que pulula por su lienzos de temática mixta parece fantasear con la hermosa idea de volver un rato al fondo de la infancia. Cuando se era feliz de veras. Antes de la primera desgracia. Del primer desengaño. Del estirón definitivo. Del amor, que viene a lo lejos dando sustos, como es su deber.

  Ante la obra de Val Ortego es mejor rendirse. O hacerlo al revés: no explicar su pintura, sino explicarnos a nosotros a través de ella. Val Ortego es de los que no reblan. Los que insisten. Los tozudos. Los recalcitrantes. Los que se aferran con uñas y dientes a un formato, a un concepto, a una idea. Los locos. Los valientes. Los necesarios

  Su obra parte del expresionismo abstracto y no aguarda espectadores, sino ocupantes. Hay que andarla (también mentalmente), hay que invadirla, hay que entender que su apuesta es dispensar una experiencia muy despojada, pero que exige una implicación. Porque su idea es que la vida suene. Que suene a lo que suenan las vidas cuando se las deja caer por la pendiente: a voces y huesos rotos. Y, sobre todo, a deseo. De otro modo, aquí lo que se desea es la pintura que, si la entendemos en un sentido suficientemente amplio, es una forma de desear. Aunque duela. Conviene, por ello, saber mirar para entender mejor aquello que viene a expresar en su pintura. Lo que viene a expresar no solo de lo evidente, que también, sino de cualquier cosa. Pues a Val Ortego le interesa indagar en lo que hay del otro lado de lo que se ve, en la innata musicalidad de lo que no se revela en el golpe de vista. Busca en ese lugar donde la vida dice más de lo que dice y donde esta guarda un innato encantamiento que es tanto significado como significante.

    Val Ortego muele y rehace el lenguaje de su oficio. Su pintura es una declaración moral, no una dedicación profesional. El arte le colma con el sentimiento de su propia dignidad. Inyecta en la sangre del hombre, en la sangre de la sociedad, una suerte de reactivo, la capacidad de resistencia. Porque el meollo de su obra pictórica no es sino la posibilidad de tener un encuentro con el tiempo. Y se esmera en cimentar un discurso propio basado en su particular visión del mundo y de las personas, un discurso que evidencia pesimismo y dolor, muy extremo en sus intenciones, a veces críptico y sombrío.

     Nada condescendiente e intranquilizador, Val Ortego apuesta por explorar lo imposible, tanto en sus cuadros directamente abstractos como en los figurativos. Acaso todo sea abstracción y su pintura sea un reconocimiento a una tendencia casi siempre mal entendida. La pintura de la ausencia y el silencio, decía. La pintura de la búsqueda y la identidad. La propuesta profunda e inteligente. Esa búsqueda tiene que ver con  el sentido de la vida y en ese recorrido hacia un destino incierto se desencadenarán las fuerzas del bien y el mal, del amor y el crimen, del perdón y el odio. Un creador que indaga en el sentido de la vida, esto es, donde una óptica a veces desconcertante y, en ocasiones, no exenta de un humor que queda completamente eclipsado por una angustia existencial que resulta dolorosa.

    Es, pues, Val Ortego,  un pintor exigente y arriesgado, estilístico y secreto, enigmático y riguroso, entre la epifanía y lo siquiátrico, entre lo grandioso y lo diminuto, que eliptiza, por así decir, el dolor. Pintura fría, quirúrgica. Y, al mismo tiempo, atenta en su calor al más pequeño detalle, de fascinante rigor formal y austeridad expositiva. No hay concesión alguna al sentimentalismo, ni efectos dramáticos que subrayen el estado de cualquier ánimo. Val Ortego explora a una distancia prudente, se diría que pudorosa, dilatando el tiempo del cuadro si es necesario, para dar lugar a múltiples lecturas y reflexiones sobre el sentido el arte o el irremediable paso del tiempo.

  La pintura de Val Ortego plantea preguntas sin cesar, pero deja al espectador que busque las respuestas. Y le increpa directamente jugando con sus sentimientos de fascinación y repulsión, más allá de un universo cerrado y regido por el orden y las apariencias. Una pintura, al fin y al cabo, de pasión y necesidad, cruel y tierna al mismo tiempo. Porque Val Ortego viene a decir que el miedo es un motor cultural. Y que si fuésemos felices a tiempo completo no sería necesario el arte. El mismo arte que nos dispensa arrobas de entusiasmo, calor, risas, complicidad, amor. Y no esquiva una posible verdad: cuando el frío aprieta hay un incesante deseo de darse de baja. En ese territorio es donde el pintor se alista como voluntario para abrir el cuadro a lo severo e incómodo. Val Ortego, en fin, hurga en los agujeros como una comadreja hasta que logra la pieza. Formula ideas que no tienen posibilidad de regreso.

      Siempre optando por la pintura como arte puro, Val Ortego no es un teórico, sino, más bien, una suerte de ascético artesano que sabe hallar un lenguaje propio. La realidad es huidiza y solo es aprehensible si la mirada tiene el enfoque correcto en el momento adecuado. Lo que parece real puede ser una trampa y la realidad puede ocultarse bajo una apariencia de engaño. El ojo nos confunde. Y Val Ortego, sereno e intimista, viaja al corazón del inconformismo y del desencanto existencial. Un grito nihilista, amargo y lúcido, que dinamita literalmente el culto al consumo y los objetos que lo encarnan, en una memorable explosión cósmica.

   Con una mirada repleta de misterio que sitúa el alma, infantil o adulta, en otro lugar al que ni se ha llegado ni se va a llegar, Val Ortego dialoga con su memoria pictórica, escucha la naturaleza de su propio material, es fiel a lo que dice y lo sigue a ver dónde le conduce. Esa es la emoción de la pintura entendida como una revelación. Hay artistas relevantes que pintan para llegar a un fin. Si Val Ortego tuviera claro ese proceso, esa dinámica, perdería, creo, el placer de pintar. Porque confía mucho en el azar. Cada vez le excita más establecer una alianza con el azar. En toda su obra hay una parte de control y otra de azar. El pulso entre el azar y el cálculo está en la naturaleza más íntima del arte pictórico. Y establece, así, un recorrido en torno a una búsqueda para hablar de la recuperación de la inocencia.

     Donde la pintura más comercial pone frenesí, Val Ortego pone sosiego, austeridad. Donde se acumula por norma, Val Ortego despoja, desnuda. Su estética está al servicio de una ética, su renuncia a cualquier tipo de artificio en aras de una pintura pura, favoreciendo una educación de la mirada que pone en evidencia hasta qué punto nuestra cultura del hecho artístico está superpoblada de redundancias y anémica de significado. Desde la sencillez y libertad creativas, el pintor se aleja de cánones y alcanza una profundidad y una poesía tan llena de sutilezas que sus obras se vuelven infinitas. Siempre tensa su pintura en su propia textura. Prisionera de sí misma. Prisioneros, al fin y al cabo.

    A fin de cuentas, Val Ortego levanta algo así como un monumento a la pintura en general y a su propia manera pictórica muy en particular. Si se mira con un poco de distancia, lo que se discute en esta exposición celebrada en el Palacio de Congresos de Jaca es el propio sentido pictórico que no es otro que el de desafiar al mundo. Provocarlo para que adquiera sentido. Cuando Cervantes ofrece la posibilidad de dudar entre su propia autoría y la del moro Cide Hamete Benengelli, hagan memoria, coloca al lector ante el trampantojo de la propia vida. ¿Qué es más cierto: el brillo del sueño de los caballeros andantes o el polvo áspero de La Mancha? ¿Quién cuenta a quién? Val Ortego, obviamente, queda del lado del Quijote”.

Texto: CREACIÓN

Por Antonio Tausiet

    La creación es un proceso emocionante. Se trata de hilar sentimientos, conceptos y conocimientos para convertir la mezcla en un producto artístico nuevo. Las vivencias se mezclan con lo aprendido y con lo que nace de dentro.

     Los humanos estamos formados por genética y por educación. Por propia constitución y por peripecias. Y nuestras creaciones son la suma de todo ello. Sufrimiento, disfrute, períodos de inactividad, sucesos.

    La interacción con otros genera nuevas experiencias; la investigación consciente aporta viejas situaciones vividas por los demás. La filosofía, la hermenéutica o interpretación de viejos legajos, la visión de películas de todos los tiempos, la conversación con pares.

    De repente, un nuevo acontecimiento. Social, universal o privado. Y se añade al potaje. Le damos vueltas con la cuchara y aporta un sabor sutil que antes no tenía. Probamos una muestra y sentimos que ese es el camino.

    Cómplices imprescindibles nos acompañan, presentes o ya ausentes. Está naciendo una nueva obra. Literaria, musical, pictórica, o del tipo que sea. Una sinfonía de insectos bailando surca las circunvoluciones de nuestro cerebro y transmite mediante el sistema nervioso un cosquilleo que llega hasta la punta de los dedos de los pies. El cuerpo como contenedor de emociones. Si estamos enfermos, nos curamos. Si estamos tristes, nos invade una nueva alegría.

   En el proceso de creación, que es lo que nos hace humanos, surgen momentos de tocar el cielo. Todo encaja y no importa si llueve o los vecinos hacen ruido. Hay un fluir que los creyentes atribuirían a lo sobrenatural, hay una sonrisa en el ambiente mientras millones de niños mueren de inanición.

   Las abejas polinizan el orbe, los amores vienen y van, las familias se apoyan en un interminable ritual de endogamia, los gobiernos arrastran a sus países a situaciones límite, pero mientras, agazapada, asoma su faz luminosa la creación.

   Esculturas, edificios, dibujos, poemas, canciones, inventos. Tramas, imágenes, ecuaciones, gags. Medicinas, soluciones, proyectos, guiones, ideas novedosas que aportan herramientas para continuar el camino de la flecha del tiempo. Unos ojos que brillan, un enorme mural de futuro.

    Quien lo ha vivido lo sabe. Al otro lado del muro, muchos seres vacíos gritan que no debemos modificar lo consabido. Elementos dañinos censuran nuestras actividades. Ellos nunca han sentido la efervescencia de la generación. Pero el motor de nuestro pequeño mundo es el cambio constante, la lucha por teñir de colores nuevos los úteros grisáceos.

   Sopla el viento y siempre es a nuestro favor. Avanzando, aportando materiales sensibles para levantar con libertad la montaña de vida de las nuevas generaciones. Nuestras armas son la risa, la consciencia, los impulsos ancestrales de la renovación. El arte, la cultura y la innovación aplastarán, como siempre, el revoloteo atroz de los advenedizos.

Fuente: https://tausiet.blogspot.com/

 

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