La decepción de un beso

Por Javier López Clemente

    Manuel Puig nació en 1932 en un lugar del interior de Argentina. El profesor de literatura Álvaro Lema define ese mundo como una división entre fuertes y débiles, donde el prestigio se conseguía con la prepotencia del que se hacía respetar mediante gritos.

    Esa es la base de la que parte su novela ‘El beso de la mujer araña’. Contraponer dos mundos diferentes. El macho Valentín represaliado por sus ideas políticas y Molina un homosexual detenido porque siendo hombre se siente mujer.

    El formato de la historia se construye como un guión en el que prima el diálogo que según Lema, a veces es folletín, telenovela o una gran secuencia de cine cuando la ausencia de narrador se sustituye con la pasión de Molina por contar películas para, como ocurría en los cuentos de ‘Las mil y una noches’, estirar el relato.

    La práctica totalidad de la historia sucede en una celda. Un espacio que intuitivamente advertimos angosto pero lo suficientemente íntimo como para que las conversaciones entre los protagonistas modifiquen su posición en el acto de la comunicación. Emisor y receptor cruzan la frontera de esos papeles hasta compartir la dualidad de confesor y confesado. Frente a frente se cruzan las miradas como el catalizador que transforma las identidades. Nos encontramos ante una evolución capaz de dar un vuelco a los papeles preestablecidos al principio de la historia hasta hacer tambalear la personalidad de Valentín, que presuponíamos tan fuerte como inamovible.

    La directora toma al menos dos decisiones que marcan definitivamente la función porque diluyen la sensación de opresión carcelaria: Anima a que la acción escape de la prisión y potencia un ritual de transformación mucho más poético que físico. La narrativa escénica y los recursos técnicos se utilizan para alejar la peripecia de la sensación de encierro y así, a los personajes situados en las antípodas de un mundo aislado, al final les falta la energía que se espera de la colisión de dos mundos: La lucha revolucionaria del preso político amarrado a la realidad, y una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre con la capacidad evocadora de quien se sabe de contar cuentos. Dos arquetipos que conviven en una jaula donde quizás hasta el amor sea posible. Un aislamiento espacial que la dramaturgia se empeña en romper una y otra vez hasta reducir la musculatura dramática de la trama.

    La escenografía está construida sobre una tarima elevada, veinte centímetros de altura para alejar del mundo real las paredes de baldosines blancos que pueden recordar más a un hospital que a una cárcel. Dos camas, desconchones en la pared, un váter y una ventana demasiado grande para coartar la libertad, y que a lo largo de la representación será una vía de escape para solidificar los sueños de un amor, que solo parece posible más allá de los límites de una celda muy espaciosa que utiliza el proscenio como una enorme puerta al exterior por la que circula uno de los actores que dobla papel sin el decoro de un fundido a negro. Salir del espacio escénico a la vista de todos de manera que el personaje de ficción traspasa la acción al cuerpo del actor, que regresará un momento después al espacio escénico revestido en la piel de otro personaje de ficción. El objetivo de este vaivén es caricaturizar el poder de las autoridades penitenciarias, pero para lograrlo se realizan movimientos sin valor narrativo que restan peso a la presencia del personaje, nos aleja de la sensación de encierro y diluye la credibilidad de la trama principal que transcurre en la celda. Esta determinación en la dirección a la hora de separar el ámbito del conflicto del espacio carcelario alcanza su colofón cuando una bola discotequera llena de lucecitas el patio de butacas para que la transformación definitiva de los personajes orille la privacidad y alcance toda la sala mediante una fiesta exterior que celebra la mudanza íntima e interior.

    La palabra es determinante en la función, no tanto porque el texto tenga origen en una novela, sino porque se conforma mediante un diálogo muy literario, y quizá ahí radica la importante decisión narrativa que toma la directora: Modificar el desarrollo oral propio de las cuerdas vocales de los actores para subcontratarlo al ámbito de la electrónica y los micrófonos. Esta opción técnica tiene un problema que va mucho más allá de la ruptura de la relación entre la oralidad y la caja de resonancia del cuerpo. Lo realmente importante es que el texto pierde su posición central en el drama y, libre de las necesidades gestuales para su proyección, todo se queda varado en el mismo plano de audio. No hay diferencia entre un monólogo en medio de la escena, o los murmullos de un cuerpo acostado sobre la cama que mira a la pared. La sensación sonora generada por el audio es monótona, no hay escalas, ni coordinación entre la acción y las palabras. Otra decisión que me resultó incomprensible es utilizar sonidos grabados para subrayar acciones que se realizan en el espacio escénico y que simulan el agua vertida en una palangana, o los sonidos guturales de quien come de una escudilla que está vacía.

    Aunque todos estos aliños tecnológicos restan alicientes a una acción que se aleja de la realidad orgánica y obsesiva de dos personas encerradas, al menos tiene una virtud. La voz y la excelente declamación de Eusebio Poncela llega nítida y limpia tras pasar por el buril de la ecualización, pero toda esa pulcritud de recital o podcast, tan solo enfrían la teatralidad. Es como si la tecnología del circuito inalámbrico que conecta el sonido con el patio de butacas impidiera una relación visceral, de labios, la carnalidad propia del rito diluida por los amperios del amplificador.

    La utilización de micrófonos puede tener un valor narrativo cuyo efecto en la trama dependa del gusto del espectador. Sin embargo aún fue peor el uso de las voces pregrabadas de los actores para que, mientras una sombra velaba el escenario, ellos trufaran su actuación de gestos con los brazos y muecas con la boca. Fue un momento incomprensible la que soy incapaz de encontrar una explicación narrativa o estilística que justifique lo que me pareció un despropósito.

    Igor Yebra tiene la presencia imponente de un cuerpo cincelado por la danza, pero a su personaje le falta la fibra emocional de la conciencia política práctica, la que se juega la piel sobre el terreno, el empuje dramático de quien va a caer por un precipicio y todavía no lo sabe. A su interpretación le falta musculatura en la dicción. Su arquetipo está tan desdibujado con respecto a la poética del personaje de Poncela que la diferencia entre ambos es muy escasa. Una semejanza que adormece. Esa falta de tensión en diálogo, gesto y actitud le quita toda la carga al conflicto hasta que la transición emocional tan solo se sustenta en un bello momento estético: Un hombre que se siente mujer lava la piel de un activista político. Un acto simbólico para mudar el comportamiento y cumplir lo que J.M. Mora anuncia en el programa de mano: “La liberación política pasa por la liberación de los cuerpos” Una afirmación que nos lleva al debate que planteó Daniel Bernabé.

    El escritor y periodista publicó en el año 2018 el ensayo ‘La trampa de la diversidad’ en el que defendía que el activismo político posmoderno se ha desviado hacia cuestiones derivadas de la diversidad, olvidando las luchas verdaderamente relevantes que se establecen en el ámbito material de lo económico. La tesis del autor es que la lucha por la diversidad había entrado en el catálogo de mecanismos ideológicos para dividir a los maltratados por el capitalismo neoliberal. Juan Manuel Aragües, profesor de filosofía de la Universidad de Zaragoza, discutía ese argumento dejando claro que, aunque su planteamiento es un debate necesario, la posición de Bernabé partía desde la misma perspectiva identitaria que señalaba, aunque en su caso la identidad se situaba en la clase, y desde esa posición pretendía suspender el resto de contradicciones y luchas. Aragües quizás nos da la clave para comprender el mensaje con el que se cierra la función: “No se trata de buscar que identidad es más inclusiva, pues las identidades no implican posición política: ser obrero no implica se revolucionario, como ser mujer no implica ser feminista, ni ser homosexual te convierte en defensor de los oprimidos.”

    ‘El beso de la mujer añada’ es el bonito contenedor de una decepción en la que proliferan estímulos y lenguajes que tan solo dispersan el mensaje esencial de la obra de Manuel Puig: Dos personajes antagónicos se encuentran en una celda y, gracias al uso de la palabra y la intimidad consiguen llegar a lugares a los que jamás habían soñado. Cuando la función terminó el patio de butacas respondió con una larga e intensa ovación mientras buena parte del público aplaudía puesto en pie.

 

Producción: Pentación Espectáculos. Productor: Jesús Cimarro. Autor: Manuel Puig. Versión: Diego Sabanés. Dirección Carlota Ferrer. Reparto: Eusebio Poncela e Igor Yebra. Escenografía: Eduardo Moreno. Espacio sonoro: Tagore González

14 de marzo de 2023. Teatro de las Esquinas

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