Por Javier López Clemente
Los cómicos llegaron al pueblo en el año de mis diez primaveras. En la Plaza del Mercado montaron un escenario, bancos corridos y una carpa de lona.
Mi padre compró el abono para toda la familia, un pase para cada una de las dos funciones diarias de jueves a domingo, ocho obras diferentes por las que transitaron héroes y villanos, damiselas inocentes y viejas resabiadas, galanes y gañanes, risas y llantos. En el descanso de una de aquellas funciones mi padre entabló conversación profesional con el conductor de la compañía que también hacía de taquillero, acomodador y apuntador. Cuando la palabra “apuntador” salió de su boca el tiempo se detuvo en una pausa dramática que se resolvió en un tono que abandonó lo prosaico para instalarse en lo artístico: Mi tarea es evitar el blanco de los actores.
El pasado 22 de febrero la compañía El Gato Negro celebró en el Teatro Arbolé su vigésimo aniversario con el reestrenó de la obra “Ildebrando Biribó” un monólogo que nos cuenta la vida y milagros del último apuntador que murió en la concha desde la que soplaba el texto a los actores durante la primera representación mundial de Cyrano de Bergerac el 28 de Diciembre de 1897.
El texto de la obra es una polifonía de voces al servicio de dos cometidos: El primero, como parece obvio, es contar la vida, muerte y resurrección de Ildebrando Biribó. El segundo es un recorrido arqueológico por el hecho teatral y, como motor de arranque, el blanco que se produce en el actor en el momento más inoportuno, en medio del crescendo dramático que debería llevarle a la gloria de la interpretación y que, por capricho de su memoria, puede arrastrarlo a las miasmas del fracaso o, como contaba Rafael Álvarez El Brujo en su monólogo «Autobiografía de un Yogui» cuando confesó que algunos de sus blancos en escena eran peligrosos porque, aunque él sabía que la ignorancia del espectador con respecto al texto le permitía cierta flexibilidad a la hora de proseguir con la obra, a veces, su memoria se hacía un pequeño lio y el texto se le iba a otros monólogos de su repertorio y podía seguir con palabras del Lazarillo de Tormes, el hidalgo Don Quijote o el asno de oro. Pero volvamos a nuestra función porque estos momentos de la explicación del blanco en la mente de un actor son muy ilustrativos en cuanto a la prospección, cata, descubrimiento, estudio y explicación pedagógica de la mecánica interna de ese artificio que llamamos teatro, y que no deja de ser una tarima donde miedos, deseos y virtudes de un actor se ponen al servicio del espectador.
Y todo este peso argumental y el desarrollo dramático de la función recae sobre el buen oficio del actor Alberto Castrillo Ferrer que nos muestra, en una brillante pirueta, como la infinidad de voces, personajes y acciones se puede usar para romper la cuarta pared, coger al público de la mano y acompañarlo en un viaje que va desde la chispa del humor al drama de la muerte con un tono siempre poético. Es la delicia de un lenguaje teatral de alto voltaje que demuestra maestría en la exposición de la palabra y un trabajo corporal que subraya lo imprescindible al tiempo que despliega una eficaz coreografía en torno a un antiguo «secretaire» en cuyos cajones se guardan los secretos de la historia, y que se transforma en todos los universos posibles. La aparente sencillez en el manejo de este artefacto ayuda a que el viaje por la vida de Ildebrando Biribó sea fascinante.
Si concluimos que el teatro es texto, espacio y personaje, es incuestionable que el Ildebrando Biribó que nos muestra Alberto Castrillo Ferrer es, en palabras mayúsculas: TEATRO.
El blog del autor: http://lacurvaturadelacornea.blogspot.com/