Por Germán Oppelli
No hay más que viajar un poco para darse cuenta de las diferentes características que tienen los habitantes de las diversas autonomías (antes regiones) de nuestro país (antes nación). Temperamento, gastronomía, costumbres, folclore, idiomas y algún etcétera más.
Todo esto haría que si un español acostumbrado a viajar por nuestro territorio despertara de un sueño, casi de inmediato, y sin preguntar a nadie, sabría dónde se encontraba. La diferencia se hace también patente en la forma de reaccionar ante una falta de puntualidad. El primero de los casos me ocurrió en la hermosa ciudad murciana de Molina de Segura.
La función estaba anunciada a las ocho de la noche. Un cuarto de hora antes vino el concejal de festejos para decirme que empezaríamos más tarde, ya que había otro acto a la misma hora en el cual casi no había espectadores. “¿Quiere usted que se lo diga al público?”, pregunté. “No, no hace falta”, me dijo. “Usted quite la música que yo vendré a avisarles”.
Nos sentamos al lado del escenario y se hicieron, como en la canción de Sabina, las ocho y cuarto, y las ocho y media, y las nueve… Este era mi comentario a los compañeros: “Si esto lo hacemos en nuestra tierra, Aragón, hace ya rato que nos hubieran encorrido a gorrazos”. En esto estábamos cuando se nos acercó un niño. “¡Vaya!”, dije, por hablar. El chiquillo, muy educadamente, nos soltó: “Dice mi papá si van ustedes con la hora de Canarias”. Y, por fin, llegó el concejal. “Ya pueden ustedes comenzar”, dijo. “¿Quiere que le diga algo al público?”, insistí de nuevo. “¡Qué manía tiene usted con decir cosas!”, dijo sonriente. “Empiece y ya está”.
Pocos días después actuábamos en la localidad zaragozana de Muel. La hora de la actuación era a las seis. Hacía bastante calor y estábamos a la sombra de un árbol al lado del escenario. El primer número era el del ventrílocuo que ya estaba vestido a falta de ponerse el fajín, la pajarita y la chaqueta. Yo observaba a un niño con cara de enfadado. Cuando se cruzaban nuestras miradas me señalaba con el dedo índice su reloj de pulsera. Le seguí el juego varias veces, hasta que al final lo llamé: “¿Qué te ocurre, niño?”. “¡Venga, que ya son las seis!”, dijo.
Con mi pizca de guasa, le aclaré: “Mira, en mi reloj son menos cinco y yo soy el director”. A lo que contestó: “Serán menos cinco, pero, jolín, ¡ya tenía que haber alguien preparado!”. Con el público infantil, pues, hay que tener cuidado con muchas cosas y una de ellas es la puntualidad. A la mínima, te dedican a viva voz su canción favorita: “Que empiece ya, / que el público se va, / las niñas se cabrean / y los niños se la…”. Oído al parche, compañeros.