La humanidad en el laberinto


Por Javier López Clemente

      Paco Ortega se inspira en la experiencia personal de quedarse encerrado en un teatro para escribir una obra con aromas a Chejov. El dramaturgo ruso publicó en 1887 ‘El canto del cisne’.

    La obra nos cuenta la historia de Vasili Vasilievich Svetlovidov, un actor que se despierta en el escenario vacío de un teatro del que no puede salir, y  en el que conversará con un apuntador tan veterano como él sobre su vida escénica y personal. Ortega cambia esa relación del teatro dentro del teatro para hacer una exégesis sobre las relación que se establece los dos elementos claves para que exista el arte escénico y así, la espectadora que reemplaza al apuntador de Chejov le permite hacer una pirueta mucho más interesante que atender a la memoria del Svetlovidov, porque Ortega sube a la espectadora al escenario, cambia su condición en el contrato implícito entre patio de butacas y escenario, y esa ocupación del espacio reservado para los actores rompe la frontera que separa ficción y realidad.

    La escenografía deja a la vista del público  las tripas que permanecen ocultas durante una representación. Esa completa desnudez me recuerda la acotación con la que Chejov comienza su obra, cuando describe el espacio vacío de un teatro de provincia de segundo orden pero, en lugar de trastos viejos y las puertas de los vestuarios toscamente construidas y desprovistas de pintura, en esta ocasión se nos muestra un catálogo de utilería bien ordenada que, lista para su uso, vuelve a poner en tela de juicio la delgada línea que separa el espacio de la ficción y de la realidad y sin embargo, ‘El laberinto’ huye de esa premisa y aspira a que las condiciones óptimas del experimento escénico le permitan cambiar la vida al espectador y al actor. Esa es la sustancia nutritiva de la obra: Observar la relación que se establece entre la carga emocional que cada espectador arrastra hasta la butaca, y como esa historia personal alcanza una nueva dimensión si conecta con los acontecimientos representados en el escenario.

   La dramaturgia de Ortega de una paso más en ese sentido cuando es la espectadora quien alimenta la peripecia mediante una imaginación desbordante para revelar una voz narrativa con capacidad de construir relatos a partir del simbolismo de los sueños. Un material que se trasplanta al escenario para que el actor ejerza de acelerador de los acontecimientos hasta llegar a la catarsis final, y provocar ese cambio esencial que todo espectador busca en una obra  de teatro. Un final en todo lo alto donde espectadora y actor ya no son los mismos que al principio de la representación, y sin embargo Ortega ha decidido introducir una coda para retomar la querencia de Chejov por sacar los acontecimientos fuera del escenario y así, el actor tiene una última oportunidad de buscar su propia catarsis más allá de las paredes del teatro. Pero esa querencia hacia Chejov es solo un señuelo. Lo cierto es que la función se aleja del pesimismo que destila Svetlovidov en ‘Un canto del cisne’ cuando comprende que su relación con el público no va más allá de un aplauso que tras pagar en taquilla, nunca cruza la línea de la intimidad. Ortega sin embargo se apiada de su actor y abre una puerta a la esperanza para que pueda salir de un universo que transcurre al capricho de lo que dicta un autor, o los sueños de una espectadora.

     La dirección se desliza desde una leve naturalidad hacia una declamatorio con aire romántico que tiñe toda la peripecia de una nostalgia intima, muy ligada a un texto con intenciones líricas, y las suficientes pinceladas dramáticas para que los acontecimientos del pasado tengan impacto en el presente.

   El inicio de la función tiene el poder de una teatralidad que te atrapa hasta que se produjo un giro inesperado para introducir un nuevo factor narrativo. La tenue iluminación cambió en un segundo para avisarnos de un cambio drástico. Ahora toda la atención recae sobre un primer plano protagonizado por la aparente lectura de un cuento y el espectáculo decae gracias a la entrada en escena de una narración oral qu dura demasiado tiempo, y somete a la historia a una deriva que va mucho más allá del uso que Chejov hacía de la acción indirecta, cuando  los eventos destinados a tener una gran carga dramática ocurrían fuera de escena. En este caso la narración, un elemento tan legítimo como cualquier otro, adolece del suficiente grado de intensidad dramática para aguantar con solvencia la presencia en el escenario porque, como afirma Claudio Tolcachis, cuando la voz es el material esencial y único es imprescindible acudir a algún elemento que transforme al narrador oral en actor de teatro, algo que vaya mucho más allá de proyectar la voz con diferentes intenciones. Un aliño técnico o artístico para que el espacio sonoro sea un nuevo significante de carácter escénico, al estilo de la contundente  banda sonora de Nicolás Aguarod y su determinación por ilustrar la tensión propia de la tragedia.

     Afortunadamente la representación se eleva de nuevo cuando la narración oral abandona la escena y todo vuelve a tener el sentido dramático del inicio, para dejar en evidencia que la carga dramática de los acontecimientos narrados tienen mucha más incidencia emocional si se dilucidan en los territorios propios del teatro y la acción principal, aunque esté fuera de la escena toma vida dentro de ella, gracias a la credibilidad de un trabajo actoral que crece en la sobriedad, mantiene buen ritmo en la dicción, y hace apelaciones indirectas al público  hasta alcanzar un equilibrio entre dos mundos diferentes. Alfonso Desentre transita por una variedad de territorios con una coreografía gestual que nunca traspasa la frontera de lo exagerado, mientras Isabel Rodríguez hace gala de una contención corporal absoluta en la que resalta la dulzura de su expresión y una mirada que a la postre, con modificaciones mínimas y precisas, consigue dibujar el arco dramático de un personaje que libera sus miedos y de ese modo, la función cumple con ese objetivo que Paco Ortega cita en el programa de mano utilizando las palabras de Arthur Miller: “El teatro no puede desaparecer porque es el único arte donde la humanidad se encuentra a sí misma.”

‘El laberinto’
Producción: Teatro del Espejo. Texto, dirección y espacio escénico: Paco Ortega. Actores: Isabel Rodríguez y Alfonso Desente. Diseño de Iluminación: José Antonio Royme. Composición musical: Nicolás Aguarod.Viernes 17 de enero de 2025. Teatro del Mercado.

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