El circo de las galletas

Por Germán Oppelli 

  Soy propietario de un gran circo donde no me falta de nada. Tengo leones, tigres, caballos, elefantes, chimpancés, perritos y una gran compañía de artistas, desde trapecistas volantes hasta el hombre forzudo, sin olvidar a un flamante trío de payasos musicales.

   También está el director de pista, una rolliza presentadora y hasta tres o cuatro augustos siglo XXI (mozos de pista). Pero, ahora que lo veo, orquesta no tengo (se ve que presentían su próxima desaparición). Se trata, como habrán imaginado, de un circo de juguete. De cómo llegó a mis manos, desocupados lectores, es otro cantar. Y demuestra, una vez más, la ductilidad de los “clowns” para adaptar sus actuaciones a toda clase de sitios y lugares.

  Corrían los primeros años de la década de los sesenta del siglo pasado (dios mío, qué antiguo queda esto) cuando mi compañero -Henry- y yo recibimos una insólita propuesta, al volver de una interminable y agotadora “tourné” por el norte de África. La afamada fábrica de chocolates Solsona, con sede en Barcelona, lanzaba al mercado unas galletas con el nombre de Circo, y tenían la originalidad de que cada una de ellas era una figurita relacionada con el mismo. La caja era rectangular y estaba cubierta con un atractivo cartel en llamativos colores.

  El trabajo era sencillo y muy bien remunerado. En la tienda de turno dos azafatas daban a conocer el producto a la vez que entregaban un número para el sorteo del circo. A la hora que salían los niños del colegio, nosotros actuábamos y rifábamos el circo en cuestión. Los lugares eran tan dispares como la imaginación, desde modernos y acogedores en el centro de las ciudades hasta pequeños y humildes ultramarinos en los barrios, pues de lo que se trataba era de dar a conocer el producto en todos los sitios. Y, por supuesto, nada se nos ponía por delante. Cuando la tienda era muy pequeña, pongo por caso, actuábamos en la puerta y los chavales se sentaban en la calle.

  Lo que empezó siendo un contrato de un par de meses (dependía del éxito, claro está) se prolongó a un año, recorriendo en verano todo el litoral mediterráneo desde Playa de Aro hasta Almería, incluidas el archipiélago balear. Después de tres años en el Amar (con más sombras que luces, incluida la independencia argelina), aquello fue para nosotros un bálsamo, rodeados de gente encantadora y que el paso de varias décadas no ha hecho más que enriquecer.

  ¡Ah, el circo! Lo primero que hizo el director comercial fue regalarnos un par. Lo más acertado. De lo contrario, estoy seguro que un par de ellos se hubieran “perdido”… por el camino. Bueno, no sé…

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