Italia: «La isla de las abejas»


Por José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
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Elba vive del recuerdo, enmohecido, de Napoleón. Villa de los Molinos, el palacete desde donde avistaba las naves que hacían el Tirreno livornés, es un puro herbazal, obras de nunca acabar; la casa de campo donde cultivaba viñas y amantes, San Martino, un decadente camafeo donde vegetan cuatro funcionarios alrededor de la colección Demidoff, memorabilia del temible corso desvalijada por hambrientos herederos.

 

 

Pero los jardines de los chalés ostentan estatuas del emperador a caballo, las tiendas de Portoferraio venden su jeta en yeso o camiseta, cualquier paisano te repite la cantinela de la laboriosidad elbana resumida en las abejas de la bandera napoleónica (no eran sino una versión isleña del emblema imperial) y se me ocurre que aquel brevísimo y dorado exilio (¿será el mío de bronce?) le está reportando más ganancias post mortem que cuando media Europa le tenía atravesado. Elba conserva todavía algo de la virginidad que el voraz francés debió gozar, a pesar de la tropa de turistas que embarcan sus autos en el ferry de la commpañía Moby mientras en el puente de popa, por entretener la hora de travesía, ceban a mano a las confiadas gaviotas. Circunnavegar su perfil de pez con una zódiac en blando cabeceo, demorándose en los pecios a poca profundidad, en las pedregosas caletas de surreales formas graníticas, entre los bancos de delfines que aquí disfrutan de un santuario, es privilegio que por ahora no sufre mayores adulteraciones. Se puede, incluso, emular al infortunado Mayol en cristalinas inmersiones a pulmón, espectáculo éste que prefiero testimoniar desde la barrera. En el cabo de San Andrés, el morro que mira a Córcega, la ebullición del parque natural aún es perceptible: sapos, gekos, culebras entran en tu habitación como por su casa, de la montaña llegan querellas de águila pescadora y basta garbear por el recoleto acuario de Marina di Campo o el centro de interpretación de Marciana para palpar la biodiversa dimensión de estos volcánicos parajes. Pero el cinturón de costa, batido algunos días por un viento endiablado, es recorrido por decenas de coches, muchos con matrícula alemana (ah, esos fidelísimos crucchi que envejecen año tras año citándose en el mismo hotel), e incluso por autobuses desconsiderados con pueblos y precipicios. Cerdeña está más explotada, quién lo duda, pero esta isla, la tercera italiana por extensión, tiene menos bocados que devorar. Tiburones, ay, no faltan.

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