«Cómo mirar una obra de Arte» (Conferencia de Eduardo Laborda)


Por Don Quiterio

    Con la participación del pintor, cineasta y escritor Eduardo Laborda, habitual colaborador en cualquier foro que se le reclame, concluye la temporada del ciclo “Encuentro con artistas”, moderado por la pintora y profesora Carmen Pérez Ramírez, que el Centro Cívico Universidad viene realizando con gran afluencia de público.

    Eduardo Laborda Gil (Zaragoza, 1952) desarrolla una intensa actividad artística desde 1971, participando en numerosas muestras colectivas y exponiendo individualmente en casi una treintena de ocasiones. Obtiene prestigiosos premios nacionales y está representado en museos y colecciones. Con su compañera Iris Lázaro, otra reconocida artista plástica, expone igualmente en varias ocasiones.



   La obra de Eduardo Laborda es una de las más originales y valiosas aportaciones del renovado realismo pictórico, plenamente vigente en la plástica española de finales del siglo XX y principios del XXI. En sus cuadros queda patente el tratamiento que le otorga a la luz (artificial o natural), aspecto fundamental en la pintura de Laborda, dándole a las formas un sentido cambiante y misterioso. Un autor al que le obsesiona el paso del tiempo y sus efectos sobre el hombre, y las cosas por él hechas.

   Desde joven, le impresionan los lienzos de Ignacio Pinazo, de Moreno Carbonero, de Juan José Gárate, de Luis Berdejo, de Marín Bagües. Sus inicios “neocubistas” pasan progresivamente hacia una forma de abstracción para ir confeccionando, paso a paso, su interés por la mitología a través de esculturas clásicas, en una suerte de homenaje a Henry Moore, su escultor preferido. En su última etapa, Laborda transforma la realidad a partir de la descontextualización espacial y temporal de objetos, de arquitecturas, estatuas, artilugios mecánicos, frutas y esqueletos animales, reales o fantásticos, y de su reelaboración atendiendo a un discurso conceptual lleno de significado.

   Este “simbolismo barroco”, como gusta definir al autor su última etapa, denota un cierto regusto pesimista, de desencanto o desconfianza, y, acaso por ello, repara en una dialéctica entre la mitología clásica y la era industrial. Mediante los mitos manifiesta el pintor la belleza de las formas de la civilización clásica, en un pasado brillante y esplendoroso, que tuvo como cuna y espacio las tierras que bordean el Mediterráneo, mar al que hacen alusión las aguas tranquilas que le sirven de fondo, así como el cielo, las playas, las vistas urbanas…

   La revolución industrial del XIX no fue impulsada precisamente por idealistas, sino por gente cínica, interesada y ambiciosa. Es muy posible que sea este mismo tipo de gente el que nos vaya a salvar. Nos salvará el miedo y la codicia, no la virtud. Resulta bastante razonable que, así como ha habido quien se ha enriquecido con el carbón y el petróleo, vaya a haber quien lo haga con las nuevas energías. De ese mirar al futuro con aire distraído y algo descreído surge también la idea de que el arte poco o nada puede hacer para cambiar el mundo. Como mucho, podemos aspirar a hacer una reflexión sobre nosotros mismos y ofrecer una visión que ayude a la gente a concienciarse, pero es dudoso que el arte pueda hacer mucho más. El “Guernica”, por ejemplo, nos habla de la barbarie de la guerra, pero no ha evitado que haya habido más guerras ni que veamos “guernicas” en los diarios prácticamente todas las semanas.

   Nos cuenta Laborda que Zaragoza, para su obra pictórica, es un elemento esencial. Utiliza ornamentos y objetos de la estética de la ciudad para sus ejecuciones. En plena postguerra, el zaragozano de clase medio-baja tenía que conformarse con pasar los días de descanso estival en las llamadas playas del Ebro, típicas costumbres veraniegas y de ocio de aquellos ciudadanos de la época. Este escenario donde pasaba Laborda sus vacaciones es vital en su biografía, ya que, con los años, este paisaje fluvial rescata imágenes de su memoria, de su infancia, guiado por el más que probable inconsciente de su niñez, de esa niñez a las orillas del Ebro, de ese instinto de la memoria zaragozana. En su óleo “Ebro”, pintado en 2005, Laborda rescata esas sensaciones, esas emociones, ese “somos lo que fuimos”, esa zona tan emblemática relacionada con el río. Acaso su pintura más conceptual, la mirada de un rostro de semblante sereno en medio del escenario fluvial nos inquiere una pregunta: “¿Quién soy?”…

   Junto a esta obra, Eduardo Laborda disecciona, en esta memorable conferencia, parte de su producción entre 1991 y 2006. Así, en una suerte de desnudez íntima, el pintor escudriña la esfinge en “Guardianes del tiempo”, las máquinas en “Fin de siglo”, el depósito de cemento en “Estación de Delicias”, el retrato de Iris en “Deméter, Ecce Mulier”, el surtidor en “Andrómeda”, la paloma muerta en “Afrodita”, la atmósfera irrespirable en “Lluvia ácida”, las formas esqueléticas y vegetales en “Invierno”, el galán transformado en armadura renacentista en “La bella dama sin piedad”, el artilugio agrícola en “La dama y el unicornio” o los enigmáticos dibujos en “Minerva” y “Selène”.

    Los recuerdos, ya lo escribió Benjamín, son siempre tumultuosos, desordenados, íntimos, autobiográficos, pero sin la extraordinaria violencia y peligro de la memoria, poderosa diosa que todo lo recuerda, enemiga militante del olvido. Es curioso que ni el recuerdo ni el olvido tengan imagen o figura –femenina o masculina- que los representen. Sí lo tiene la memoria, siempre mujer, que tiene la manía de la memoria todopoderosa, cruel, porque lo recuerda todo, aunque lo deje en su sitio, acaso para que siga inquietando, porque todo está en ella. La musa exige memoria, porque su belleza en forma de nostalgia, de melancolía o de espera, es capaz de sobrevivir a los recuerdos, amontonando ruina sobre ruinas, significado sobre significado, incluso como cuando son alegorías de las artes: la pintura, la escultura, la arquitectura. Acorazadas, metálicas, armadas, crueles, astutas, en soledad, ensimismadas, entre otras muchas imágenes y figuras de la mujer, en una tensión iconográfica e histórica, artística y política, que se plantea con un eterno tejer y destejer la Historia, las artes y la vida, como en una imaginaria y utópica “ciudad de las mujeres”. La pintura de Laborda presenta una afirmación de la identidad de la mujer, una arquitectura femenina, una construcción del mundo ajeno a modelos masculinos, autorretrato de sí mismas, como una alegoría de la soledad, de la espera, del recuerdo, de la melancolía, entre grietas, en una lucha por hacer presente la idealidad femenina a lo largo de los siglos.

    Los guiños del autor, y su indudable espíritu juguetón, arrancaron la risa y la sonrisa de los oyentes (vinculados, en su mayoría, al mundo del arte) ante sus jugosas propuestas y su incisivo discurso, que sirvieron para reflexionar sobre el pasado y el futuro, lo clásico y lo moderno, el olvido y la memoria, la abstracción y la figuración, la mitología y la era industrial, el realismo y el hiperrealismo, el simbolismo y el barroco, lo tácito y lo expreso, la fotografía y la pintura, las artes y las letras…

   Como la materia afortunada, Laborda ejecuta su pintura con lentitud y afán de perfeccionismo. Los ingredientes de una creación deben ser el humor y el misterio, con una mirada entre tierna y cruel. Esa mirada que Laborda, derroche de talento visual, reduce a la nada de una gigante expectativa. Acaso también la vida, gigante expectativa, y la muerte, su reducción a la nada, son algo cómico para lo perdido y trágico para los que nos quedamos con la memoria. Laborda es el pintor de nuestro tiempo que logra conmover y fijar en la memoria las historias que retrata. Paisajes condenados a desaparecer y a reaparecer por la necesidad del ser humano que Laborda retrata de una manera sombría. Un recorrido casi amenazante en el que el pintor juega, de una manera sutil pero directa, con la intención de dialogar con el espectador.

   Un público invitado a la reflexión sobre hacia dónde nos está llevando la modernidad. Vestigios de unos tiempos ante los que Laborda propone reflexionar. Pensar para comprender parece ser el mensaje del artista aragonés que dialoga, con una absoluta inquietud que casi asusta, con cada uno de los elementos que conforman la realidad y sin cada uno de los cuales sería imposible que existiese. Los tiempos cambian, nadie es capaz de asegurar que a mejor. Por eso, el artista quiere reflexionar, echar la vista hacia delante (y hacia atrás) y defender que aquello que hoy abandonamos mañana volverá a nosotros por las mismas necesidades que impone la realidad.

   Con la excepción de Antonio López, no existen ni grandes críticas ni grandes exposiciones de artistas realistas o figurativos. No son populares y los hay muy buenos. La falta de apoyo ha sido grande institucional y mediáticamente. En cambio, ha habido gran afición por parte del coleccionismo. Una oyente relaciona la incorporación de la fotografía con este déficit de piezas realistas, porque, en algunos casos, “se produjo una sustitución”. Como en todo, el tiempo va pasando y, al final, los buenos artistas permanecen. Otro oyente emparenta la esencia del cine con la pintura, cuando se ve a un hombre con un trípode que es como el caballete del pintor. Una pantalla es igual a un lienzo, pintores y cineastas tienen el reto de resolver su trabajo en una porción de espacio plano y eso les lleva a tensiones muy comunes.

    Ingenioso, sensato, buen conversador, hombre con brillo y humor, que mira de perfil como si le hubiera sorprendido el objetivo de una cámara fotográfica a la que quisiera dedicar, de repente, una chispa de ironía, divirtiéndose con su aspecto, bálsamo para el azacanado y conturbado hombre de hoy, a Laborda la vida real (no la ideal) se le hace a menudo cuesta arriba, como los grandes vitalistas llenos de idealismo.

    La obra de Eduardo Laborda, en fin, ayuda a entender la belleza de una manera creativa y libre. Su obra, su estilo, su atrayente personalidad de ser humano vivo, que no aspira a solemnidades ni a medallas sino a la vida misma (esbelta y cruel), continúa y lo seguirá haciendo. Una vida de actividad artística y de creación, de formas e imágenes, de sueños y colores que Laborda nos regala con un guiño cómplice mientras prepara un nuevo cuadro, o una historia con pinceladas misteriosas…

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