Los insultos los carga el diablo / Antonio Aguilar


Por Antonio Piazuelo

     No es que pueda sorprendernos ya el ingenio verbal del concejal de ZeC en el Ayuntamiento de Zaragoza, nos ha deleitado con él….

…en numerosas ocasiones, pero nunca había conseguido la repercusión mediática en todo el país que ha alcanzado después de calificar al alcalde de Madrid como ‘carapolla’. Si la memoria no me falla más de lo natural a mi edad, antes de que don Alberto usara la palabreja no llego a recordar un solo debate en el salón de plenos del Ayuntamiento de Zaragoza que haya merecido, hasta la fecha, el honor de aparecer en todas las cadenas de televisión de alcance nacional ni, mucho menos, en todos los diarios que se publican en la capital del Reino (‘Marca’ y ‘As’, aparte).

    Tal vez animado por ese éxito, no tardó en seguir su ejemplo el alcalde, a quien preguntó en el siguiente pleno el concejal socialista Horacio Royo si seguía siendo socio del Club de Tiro de Pichón. Según parece, la pregunta venía dada por una operación de expropiación que afecta al Tiro de Pichón en la que, si fuese socio, el alcalde debería abstenerse, pero nos quedamos sin saberlo porque este respondió llamando «miserable» al concejal preguntón. El insulto no alcanzó la repercusión mediática del anterior, pero suma uno más a una lista que crece y crece. Tal vez el menor éxito se deba a que miserable suena a improperio decimonónico, mientras que ‘carapolla’ tiene un aire más ‘postmillennial’… vaya usted a saber.

Posadas de arrieros

    Lo cierto es que, convertidas las instituciones en posadas de arrieros, hay donde elegir. Bruja, fea, desgreñada, retardado, traidor, inmoral, corrupto, idiota, inútil eso sin contar con los más escatológicos.

     Y lo más llamativo es el eco que alcanza rápidamente esa caterva de injuriadores. De sus agresiones verbales se enteran hasta los marcianos porque no hay medio de comunicación, ni tertulia que se precie, que no analice esa basura al microscopio por si acaso existen en ella claves fundamentales para el acontecer político. El tertuliano se tapa la nariz con elegancia y condena al bocachanclas de turno antes de añadir: «pero…». Y aquí se incluyen los insultos de otros (y tú más) o la profunda verdad que revela el improperio, a pesar de lo inadecuado de la fórmula que, eso sí, es condenable. No faltaba más.

   El éxito, medido en términos de repercusión mediática, ya digo, está asegurado. Vista la escasa importancia que, por ejemplo, se otorga a los excelentes datos del mercado laboral desde hace meses (datos cuantificables y de indudable trascendencia), no me extrañaría que algún asesor recomiende a la ministra del ramo subir a la tribuna con la EPA correspondiente y espetar a las bancadas de la oposición algo así como: «Eh, vosotros, soplagaitas, si tenéis co… mirad los datos de empleo que tengo aquí».

    A lo mejor conseguía que ‘La Razón’ hable del asunto, y eso sí que sería un prodigio nunca visto.

   Pero hablemos un poco más en serio. Hace unos días me lamentaba de que los medios de comunicación presten tanta atención a lo que dicen los políticos y tan poca a lo que en realidad hacen (si fuera al revés, muchos pasarían la legislatura inéditos), y no quisiera contradecirme explayándome sobre las groserías que prodigan algunos –demasiados– energúmenos, a diestra (sobre todo) y a siniestra (que tampoco faltan).

    Me parece indispensable erradicar esta deriva hacia el insulto y la descalificación que emprendió con ímpetu la ultraderecha

    Lo malo del insulto es que añade algo de fondo al bla, bla, bla habitual, algo peligroso que, en mi opinión, conviene tener muy en cuenta y denunciar en todo momento como algo terriblemente corrosivo para la democracia. Lo grave del insulto no es que refleje una insoportable falta de educación sino que, ahorrándose cualquier argumento y apelando en exclusiva a los prejuicios de cada cual, descalifica al adversario globalmente y le niega el derecho a competir en política: es decir, descalifica también sus ideas. ¿Cómo va a optar a gobernar su país alguien que es, al mismo tiempo, idiota, corrupto, traidor a su país y sin escrúpulos? Y ese es el comienzo del fin de la democracia, como bien supieron judíos, socialistas, comunistas y simples demócratas en Alemania. Por eso, lo mismo que me parece conveniente hacer muy poco caso a la verborrea desatada de nuestros políticos y pedirles cuentas más estrictas de sus acciones, me parece indispensable erradicar esta deriva hacia el insulto y la descalificación que emprendió con ímpetu la ultraderecha (siguiendo su propia tradición) y va camino de arrastrar a todos al mismo fangal.

   Y no es que tenga uno la piel más fina de lo normal, ni que ignore que las puyas personales y los tirones de orejas han formado parte siempre de los usos parlamentarios en todas partes, incluso de ciertas polémicas que nada tenían que ver con la política… pero eran otra cosa.

Las burlas de Lerroux

     No me remontaré a las puñaladas verbales (algunas rozando la genialidad) entre Góngora y Quevedo, no hace falta ir tan lejos. Por ejemplo, en tiempos de la Segunda República, un diputado radical de Lerroux (perteneciente al grupo de los llamados jabalíes por su agresividad) se burlaba de su rival conservador por anticuado en sus planteamientos. Es usted tan antiguo, le dijo, que aún usa calzoncillos largos. El aludido, imperturbable, replicó a los argumentos del radical y solo al final se permitió la siguiente apostilla: «En cuanto a mis calzoncillos, reconozco que tiene usted razón, pero debería recomendar a su esposa que, en adelante, sea menos indiscreta».

     Hasta para insultar conviene tener talento. Pero en algunos casos eso es como pedirle peras a un olmo. O a un alcornoque.

Publicado en: https://www.elperiodicodearagon.com/opinion

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