In medio virtus / Paco Bailo


Por Paco Bailo

    Paso unos días en una gran ciudad, demasiado amplia en todos los sentidos para mis hábitos cotidianos.

    El que catorce millones de personas ¿convivan? en una sola urbe exige algunas, quizás demasiadas, normas y servidor con la edad va necesitando cada vez menos.

   Encuentro ventajoso el poder viajar con una muda, dos libros, el móvil (con tu certificado covid archivado), el pasaporte y las pastillas de la tensión en la mochila, pero tampoco recuerdo con desagrado aquel embutir una maleta, con el desasosiego del “¿qué me olvido?”, “¿qué me hará falta?”, “ayayay”.

   En la frontera no hay nadie, una sala como un estadio olímpico desangelado tan larga como ancha y alta. Miro a un escáner que se queda con mi cara y ya está. No esperaba una banda de música pero sí al menos un gendarme que me mirara desconfiado y fríamente con el que poder balbucear alguna excusa.

    Y… a la calle, un catálogo de humanidad. Paseo la mochila mirando arriba y abajo, a derecha e izquierda mientras aprecio algunas diferencias.

    Ya no se saluda al entrar a la tienda: tras recoger lo buscado, que no siempre necesario, tu teléfono lee los códigos de barras, una bandeja pesa lo comprado y, tras el digital placet, te vas sin despedirte. Basura y reciclaje se depositan en el sótano y no se sabe más de ello, no hay barrenderos con vivarachas escobas a los que comentar el solecillo agradable de la mañana.

   Los ascensores van tan rápidos que no invitan a iniciar el diálogo más allá de “yo subo al 35”, “ah, yo me bajo antes”. El idioma ya no es un problema ni la iniciática fuente de curiosos malentendidos.

   Ardillas, patos y zorros campan por las callejuelas recordando que pertenecimos a un ecosistema natural del que los jóvenes ya no tienen noticia. Ellas y ellos vapean al salir del instituto y me traen al recuerdo a los galeones transportando el tabaco junto al maíz, la patata o el cacao. Eso sí, se trasladan en silenciosos patinetes y motos eléctricas o en bicis con unos altavoces cuyos raps cual heraldos trompeteros te dan tiempo a esquivarlas.

    Me añoro de la Magdalena, de san Pablo, Las Fuentes, Delicias, Torrero. No es que necesite una ración doble de jotas, unas migas de pastor o un recio cariñena pero no me acabo de ubicar del todo aquí.

   Y sigo ojeando este catálogo humano: todos los idiomas, peinados, matices de piel, aromas, comidas, pertrechos, colores se pueden encontrar en un radio de dos metros. La multiculturalidad que tanto temen ciertos próceres y sus votantes.  Esto ya me gusta más.

    Sinceramente, me agrada, me insufla un chute de esperanza. Reconozco que todas y cada uno descendemos de aquellos atrevidos africanos que hace unos miles de años se aventuraron en un viaje sin pasaporte, sin móvil, sin pastilla de la tensión y que luego inventaron los libros e improvisaron canciones. Me siento hermano, algún rato primo, de toda esta gente que me cruzo por las aceras paseando a sus niños, sujetándose en un bastón, acercando la comida a la abuela, subiendo a la obra, aflojándose la corbata, vendiendo flores o La Farola, persiguiendo su andador, comprando el pan.

    He pasado en un par de días de trabajar un huerto en un pueblo de trescientos habitantes a esta ciudad intensa e inmensa sin solución de continuidad pero, igual que me ocurre en el barrio, intento demorar el paso, atenuar los ritmos, mirar a los ojos de quien pasea, aparcar el móvil porque siento que por en medio transita la virtud.

   Quizás podamos humanizar poco a poco la vertiginosa tecnología sin olvidar los ciclos de la naturaleza, sale más caro pero “caro” también significa “querido”. Noto que nos hacemos falta, tal vez para nada en concreto ahora mismo, pero la soledad ha de ser elegida y no disimulada por pantallas ni redes, ni decidida por constructores, consultores ni expertos en big data.

    Hoy vivimos lo que nuestros ancestros soñaron pero ¿qué soñamos hoy para nuestros descendientes? Miro la luna que mengua, como es su deber, y quiero pensar que no soy el único que le sonríe. Se inaugura otro otoño, el tiempo del repliegue, las hojas secas vuelven a alimentar esta tierra que nos sostiene y que empezará a idear las flores de la primavera. Entre estos rascacielos me parece oír el rumor del mar. Sigamos imaginando esa posible y urgente tierra acogedora.

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