Trancazos otoñales / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano 

  Mi amigo el quiosquero de la esquina lo tiene claro. En lugar de a la melancolía, el otoño invita al ensimismamiento y el autodiagnóstico.

    Toca atender al sonido de la tos, calibrar cada matiz como si fuese el pecho un estradivarius. Y peritar las pérdidas de olfato. Hay que empezar a fiscalizar la fiebre, la flojera, la fatiga.

  Mi amigo el quiosquero de la esquina está alerta y atiende a los clientes con mucho decoro y estoicismo. Comienza el día con una sonrisa y así ve lo divertido que es ir desentonando con todo el mundo. Un tipo que parece un híbrido de legionario y emperador compra el ‘Heraldo’ y defiende que el uso tópico de botellines de cerveza de cierta marca zaragozana consigue un milagroso y combinado efecto analgésico, antihistamínico, descongestionante y antipirético. Eso sí, siempre que no se consuman, los botellines, en un número inferior a ocho.

  Y no es el quiosquero de la esquina quien cuestiona la autoridad clínica del heráldico parroquiano, por más que el hombre sea economista. ¿Acaso el doctor Fleming no dio con la penicilina por pura casualidad? El quiosquero, mirando por su negocio, le dice que ese sello cervecero lo dispensa en su establecimiento, “por si no te habías dado cuenta”. En cualquier caso, ¿cómo sabe el quiosquero que la tos y el dolor de garganta se deben al trancazo y no al coronavirus?

  Una anciana con una sonrisa de mucho diente, delantal, alpargatas de caña y una gorra con una estrella roja en el frontal, entra con una tos recurrente, dice que le duele la garganta y pide cien gramos de caramelos de eucaliptus, de los más fuertes. El quiosquero sospecha que la mujer, además del coronavirus, tiene escorbuto y es hipermétrope. Otra anciana, esta con voz recia, como de madera buena, adquiere un ejemplar de la versión modernizada que Trapiello hizo del Quijote y le comenta al quiosquero que hace más ruido un árbol en su desgarro y caída que todo un bosque en su lento crecer.

  Será que somos muchos los que formamos el bosque. Silenciosos, agradecidos a la tierra, la lluvia y el sol, ofreciendo frutos o modestamente leña, para dar calor, cobijo, servicio. Ya don Quijote advirtió a Sancho: “Todas estas borrascas que nos suceden son señales que de presto ha de serenar el tiempo y han de sucederse bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables y de aquí se sigue que habiendo durado mucho el mal, el bien ya está cerca”.

  Un tipo de sombrero amplio y modales de vaquero de otro tiempo compra para su hijo (o para él, vaya usted a saber) un libro recopilatorio de tiras cómicas del personaje llamado Mafalda, esa niña sabia e indignada, contestataria e inconformista, creada por el dibujante argentino Quino, que parece tener respuesta para todo, ya sean problemas de adultos o de más pequeños. Una manera de ver la vida con ternura y humanidad, filosofía cotidiana e inteligencia, para descubrir el mundo en que vivimos, sin medias tintas, con sus miserias y sus virtudes.

  No tiene importancia lo que pensemos de ese personaje del Tati de tinta, afirma el quiosquero: lo importante es lo que Mafalda piensa de nosotros. Detrás de su sonrisa se esconde un humor ácido y negro, vitriólico y descarnado, que se engolfa en los juegos de palabras. “¿Qué pensaría hoy Mafalda de lo que ocurre en el mundo?”, le pregunta el quiosquero al cliente crepuscular. La respuesta no se hace esperar: “A mí también me gustaría saber qué piensa Félix Romeo Pescador y no podemos saberlo”. ¡Jo!

  Mi amigo el quiosquero de la esquina ejerce de sicólogo (hay que escribirlo sin ‘p’, me dice) y hasta de saco de boxeo. Porque sabe de la delgada línea roja que separa entre ganar un cliente y perderlo para siempre. Hay que tener temple. Su mayor virtud estriba en lo que dice y en lo que calla. Es un profesional con una sensibilidad especial, distinta, sabe cuándo darte conversación y cuándo es mejor dejar a alguien tranquilo, por muy metepatas que sea. Mi amigo el quiosquero es un crack, forma parte de la personalidad del barrio. Una referencia. Una prolongación de la vida familiar sin ser familiar.

  Una mujer de mediana edad, con un güipil puesto, de grandes flores rojas y negras, entra al quiosco, compra una revista del corazón y mi amigo le pone buena cara: “¿Qué tal todo?”. Y entonces descarga: “Pues mal, pues menuda movida con el jefe. Me empecé a meter con los catalanes y me puso de vuelta y media. Pero que se jodan, que esto es una democracia”.

  Un tipo con algo de monje sin cueva compra ‘El País’ y ‘La Vanguardia’ y reivindica la mirada trágica de Goya sobre la guerra, la mano tendida en el suelo, el rostro desencajado, la sangre esparcida por ahí, manchando pieles. Carretadas de cadáveres, ejecuciones sumarias, linchamientos, exilios, el caos. Un frente lleno de bárbaros. Garrotazos. Ni rastro de honor, grandilocuencia o épica. Tampoco banderas ni escenificaciones institucionales. La guerra era un desastre y el fuendetodino “la miró de frente, tal como era”, asevera el parroquiano. Y así la mostró en sus grabados. Hoy ya no nos enfrentamos a la muerte así. Apartamos la vista incluso de los ataúdes cerrados, confinados. Hablamos de la guerra contra el virus, pero no mostramos su masacre, como si todo, maldita sea, fuera invisible. Las tragedias se viven dos veces: en el presente y en el recuerdo. Y la memoria necesita imágenes.

  Un tipo que parece llevar por dentro una avería irreparable, de rostro afilado y perfil de quetzal, y que escucha al quiosquero con el gesto alerta, pregunta por el precio de las piedras de río. Compra medio kilo. Y entra en conversación, con su argumento de que hay cosas mucho peores que no continuar vivo. “No busques lejos de tu culpa”, le lanza, “porque solo encontrarás mentiras, complejos y victimismo”. Igual tiene razón el gachó y urdimos conspiraciones, buscamos la grieta, inventamos excusas y decimos muchas tonterías, pero quizá haya una contabilidad al final de cada día que es la que nos define y nos afirma y estas son las raíces del ritmo y las raíces del ritmo permanecen. En el crimen perfecto, le recuerda el quiosquero, no hay culpables.

  Un importante hombre de las artes, que nunca presume de munición ni de biografía, pues la guarda y dispensa en dosis muy bajas, que es lo elegante, compra ‘Le monde diplomatique’ (en español) y ha esperado más de la cuenta por el pesado del cliente precedente. Un pesado de tomo y lomo. Estamos rodeados de gente pesada. Antes, a los pesados apocalípticos los podías enviar al desierto a que siguieran oyendo voces dentro de su cabeza. Del desierto o no volvían o se traían una religión. Un pesado quiere salvarte, convencerte, endosarte lo suyo. Un vendedor tenaz es siempre un pesado aunque te venda lo que necesitas: la vida eterna, una república o un juego de sartenes. Gente pesada, gente sin casa, gente sin freno. Quieren el bien tuyo y acaso en pequeñas dosis podrías administrarte su pesadez, pero el problema es que no tienen medida.

  Un tipo con la boina calada, la barba de profeta y la melena blanca como de oficiar insurrecciones, pone al quiosquero al tanto de la quietud de nuestras existencias. No compra nada, vale, pero le dice: “Si alguien golpea tu mejilla izquierda, ve y aprende kárate”. De la tos otoñal a la extinción.

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