Un siglo de la Fosa Común / Guillermo Fatás


Por Guillermo Fatás
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza 
Asesor editorial del Heraldo de Aragón
(Publicado en Heraldo de Aragón)

     El notable monumento de la Fosa Común, en el cementerio zaragozano de Torrero, cumple un siglo.


     Fue erigido en memoria perpetua de aquellos «a quienes debemos todo lo que somos» y para no olvidar a la «masa anónima que ha ido tejiendo nuestra historia grande. A ellos, los oscuros, los innominados». Eso dijo José Valenzuela, director de HERALDO hasta hacía pocos meses, al inaugurar la fosa común en 1919. Aludió a los primeros cristianos; a los ignotos guerreros aragoneses del Medievo con cuyo esfuerzo se hizo el reino «en luchas seculares»; a «la masa anónima que corrió a la muerte para salvar nuestra independencia» frente a las tropas francesas de Napoleón; «a los que se batieron en las barricadas para conquistar las libertades que son la base de nuestro Estado democrático»; y, en fin, a quienes, «en la lucha diaria y oscura, pero no menos cruenta, del trabajo, amontonaron sus huesos» que han venido sirviendo como fundamento a la civilización. Los mismos, dijo, «que hoy van cayendo víctimas de sus esfuerzos para contribuir a que mañana el nuevo sol de la justicia social alumbre el mundo».

   En España los gobiernos empezaron a prohibir los enterramientos dentro de las iglesias en 1773. Los hombres de la Ilustración consideraban insalubre y peligrosa la milenaria costumbre, pues se pensaba que los miasmas cadavéricos se transmitían por el aire y enfermaba los vivos. No dejaban de aparecer normas, con la esperable resistencia eclesiástica a perder el control de las defunciones. Carlos IV, en 1804, y las Cortes de Cádiz apoyaron los cementerios extramuranos. Las Cortes, en su labor de imaginar y trazar en el papel la España del porvenir, fraterna, moderna y liberal, en 1813 emitieron un decreto sobre el asunto, justamente el Día de Todos los Santos.

    Zaragoza, de momento, destinó a ese uso la necrópolis donde el Real Hospital de Nuestra Señora de Gracia enterraba a sus difuntos impecunes, en una finca cercana a la cartuja de la Concepción (Cartuja Baja). Fue en 1814.

   Tardó un tiempo la capital aragonesa en disponer de un cementerio moderno: se construyó en 1833, según traza de Yarza y Gironza, en los montes de Torrero, un tanto lejanos y bien ventilados. Allí sigue, útil tras muchas ampliaciones, desde que lo inauguró al en 1834 el arzobispo Bernardo Francés, amigo de Fernando VII.

En 1919

     Juan Moneva compuso un epitafio expresivo, con aromas arcaicos que a él le gustaban mucho e impresionaban a la gente, como si surgiesen del pozo de los siglos pasados. Cualquiera que vaya al cementerio puede leerlo en una cartela pétrea. Interpela directamente a los muertos desconocidos enterrados allí, en nombre de Zaragoza y del cristianismo, inseparable del talante de Moneva: «Vosotros, cuyos restos anónimos yacen aquí, a quienes hizo [sic] iguales la naturaleza humana, la redención divina y la niveladora muerte, no sois olvidados de todos. La Ciudad, igualitaria porque cristiana, justiciera y piadosa, os proclama suyos y os encomienda a Dios».

   Pero el visitante repara, sobre todo, en el notable conjunto de José Bueno, cuyo modelo en yeso guarda el Museo de Zaragoza. En la labra cooperaron Buzzi y Gussoni, cuyo taller era conocido en Zaragoza y fuera de ella.

    José Bueno fue descubierto en la Escuela de Artes por Ricardo Magdalena, a quien quiso mucho. Se formó en Madrid y en Roma, donde, en 1916, compuso el impresionante grupo de tres varones, atléticos y desnudos, dos de los cuales transportan a un compañero muerto. La obra era un trabajo obligatorio al final de su beca de cuatro años. Las bases de la ayuda requerían al menos dos figuras, en tamaño natural y desnudas, para medir la pericia del artista tras su aprendizaje. Solemne y grave, la tituló ‘Humanidad’. En 1917, expuesta en Madrid, recibió encendidos elogios y el zaragozano comenzó a cobrar fama. Bueno no había esculpido aún el Batallador colosal del Cabezo de Buenavista, en el Parque (1921); ni el monumento a Costa en Graus (1929); ni el atrevido Cristo atado a la Columna (1946) que se ve en la iglesia de Santiago. Todas, obras serias, solemnes y de fondo clásico.

    Alguien –Eugenio López Tudela– vio en la fuerza de este trío viril una simbología poderosa: el hombre entierra al hombre; y muere como vive, básicamente desnudo, reducido a sí mismo. HERALDO abrió una colecta popular que tuvo éxito. Y así se pagó el monumento: de gentes comunes para gentes anónimas.

   Hay más obras apreciables de Bueno en Zaragoza. Evite el lector la visión penosa de su monumento a los Argensola (1922, 1951), desnaturalizado en 1991. Pero se ven con gusto su dulce mujer dormida (1919), en la plaza de Paraíso, y, en la de Aragón, los bustos de Cavia (1921) –también promovido por HERALDO– y ‘Mefisto’ (1935)

    El acto inaugural, filmado por Antonio Tramullas, reivindicó a Zaragoza ante sí misma. La ‘Humanidad’ de Bueno es de lo mejor que se hizo entonces en España. De visita al lugar estos días de difuntos, es sencillo comprobarlo.