Las putas tristes de una muerte anunciada / Carlos Calvo

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Por Carlos Calvo

Una de las más claras ideas que nos ha legado Gabriel García Márquez es que la literatura no se nutre exclusivamente de la pura ficción imaginativa, sino que la crónica periodística -la hoy crónica de una muerte anunciada-, el testimonio vital, la experiencia viajera o la reflexión social tienen mucho que ver en la narratividad, a la manera de los doce cuentos peregrinos como recopilación de relatos periodísticos, de creativo testimonialismo crítico, donde la realidad y la ficción pueden entreverarse en un ambicioso experimento literario.
El hijo del telegrafista de Aracataca dejó escritas dos obras canónicas de lo que debe ser el periodismo, dos referentes de un oficio hoy atenazado por la tecnología: ‘Relato de un náufrago’ y ‘Noticia de un secuestro’. Al fin y al cabo, dos piezas valiosísimas por el estilo y la mirada, por la investigación y la interpretación, por la estructura y la claridad. Desde sus copiosas entregas periodísticas y artículos sobre cine a las narraciones viajeras, el novelista colombiano conjugó lo cotidiano y lo atemporal, y entendió el periodismo en clave cervantina, con la mirada alucinada del Quijote y con la sensatez del entorno. El propio escritor lo explicaba así: “La ética debe acompañar al periodismo como el zumbido al moscardón. Cuando leo algunas de las cosas que redacté como periodista de ‘El Heraldo’ o ‘El Espectador’ me tengo una inmensa admiración. Yo llegaba al periódico y mi jefe me decía: ‘Tenemos una hora para entregar esa noticia’. Entonces no me daba cuenta de la dinamita que tenía entre las manos”.
El relato del poder alcanza en la escritura de García Márquez unas dimensiones alucinantes y la realidad se vuelve la hija pródiga de la imaginación hasta el desconcierto. A través de la ficción aprendemos que el poder, su erótica y sus trasuntos no cambian nunca, enquistado como está en las entretelas del corazón humano, una bestia peligrosa que algunos logran domesticar y otros azuzan dentro de sí mismos. El periodismo, cuando Gabo lo ejercía, era serio y los periodistas comían con dificultades. Ahora, haciendo lo que hacen, incluso meriendan. Y, no sé por qué, me viene a la memoria, con estremecimiento, el poema de Brecht: “En verdad, vino en tiempos sombríos. / La palabra ingenua es insensata. Una frente lisa / revela insensibilidad. El que ríe / no ha recibido la temible noticia. / ¿Qué tiempos son estos / en los que hablar de las flores es casi un delito / porque implica callar sobre tantos crímenes?”.
Es un hecho que el periodismo está en crisis. Y estará en crisis mientras los periodistas no tengan maestros y no acepten el magisterio como forma de sabiduría. ¿Quién es periodista? ¿Lo es solo quien está cómodamente sentado en una redacción siguiendo las directrices del medio para el que trabaja? ¿Salen preparados los jóvenes periodistas recién salidos de las universidades para enfrentarse a esta profesión? El futuro del mundo de la información está en cuestión. Los medios digitales y las redes sociales están revolucionando el proceso informativo y ni los propios periodistas en activo tienen muy claro hacia dónde va todo esto. Entonces, ¿para qué sirve un periódico? Evidentemente, para aprender y comprender. Para aportar un poco de coherencia al estrépito del mundo allá donde otros tan solo amontonan la información. Para pensar ponderadamente nuestras luchas, e identificar y dar a conocer a aquellos que las llevan adelante. Para no seguir colaborando con un poder en nombre de referencias que reivindica de palabra pero cuyas acciones traiciona.
El periodismo impreso se desmorona en medio de un abrumador derroche tecnológico, como un buque que fuese a zozobrar por culpa del peso de sus botes salvavidas. Los periodistas se han mezclado con el poder y con las finanzas y han olvidado a quienes esperaban sus noticias en el quiosco con el sueño en los ojos y una moneda en la mano. Parece que cada empresa de comunicación tiene su padrino a quien no debe tocar. Hay periódicos que se han arrodillado ante su amo y diseñan portadas de un peloterismo insoportable, convirtiéndose en una sombra de lo que eran. En esta tierra nuestra tenemos un decano ejemplo, triste y concreto. Hay algo que saben todos los directores de los medios: una noticia que no se publica es una noticia que no existe. El periodismo libre y sin mordazas brilla por su ausencia. Vamos, que si hay que elegir entre sumisión o independencia, los de ‘El pollo urbano’ preferimos lo segundo. No sé si lo conseguimos, pero, al menos, hacemos un periodismo sin sotana.
El periodismo escrito se ha convertido en mera hojarasca -salvando, claro, los casos puntuales, que los hay-, en la crónica de una muerte anunciada por sus putas tristes, arrimadas a la conveniencia del “no molestar”. Un periodismo demasiado dócil ahuyenta a los lectores y suele terminar en un negocio ruinoso. Atrás quedaron aquellas redacciones en las que había unos tipos a los que la vocación les duraba siempre más de lo que, por desgracia, les duraba el calzado. Hoy, empero, tenemos un número extraordinario de noticias que ocurren con mucha rapidez y son muy complejas, pero hacen falta periodistas que lo cuenten con valentía y con rigor. La esencia del periodismo es la misma, o tendría que ser la misma: contar a muchos lo que saben pocos. Solo cambian, en todo caso, los formatos.
Pero la libertad de prensa no es una taumaturgia en sí misma, de tal suerte que se puede llegar a formalizar su ejercicio hasta el punto de que solo importe su, esto es, ejercicio formal, al margen de la realidad. Muchas veces, demasiadas, los medios de comunicación fabrican una determinada opinión con el fin de suplantar a la voluntad en general, subordinando la acción política al dictado de sus intereses. Es lo que llama Vargas Llosa la sociedad del espectáculo, del famoseo, de la tontería, disfrazado todo ello de sospechosas ideologías progresistas desde el aburguesamiento más infecto. Un auténtico fraude cultural que en esta ciudad inmortal conocemos bien. Se puede decir con Oscar Wilde: “Ningún crimen es vulgar, pero la vulgaridad es un crimen”. En efecto, el riesgo real se encuentra en los oscuros intereses que están detrás de determinados medios o de sus líneas editoriales, intereses que superan lo que es el normal ejercicio del derecho a la libertad de prensa y se convierten en medios que ejercen auténtica presión política al servicio de objetivos nada transparentes. O no conocidos.
Las opiniones hay que sostenerlas con el brazo y no con las influencias del editor. Sería bueno que en la prensa se pudiera comenzar una suerte de autocrítica, que es como los horteras modernos llaman al examen de conciencia. Está bien que el perro no coma perro, esa frase tan poco brillante convertida en leyenda dorada del escudo del corporativismo, pero siquiera podríamos meternos con los más pulgosos, sin necesidad de comerlos, ni ganas, entre otras cosas porque es difícil imaginar algo más correoso que un periodista amamantado. Algunos medios están convencidos de que su función va más allá de informar y opinar. Creen, en realidad, que gobiernan o, al menos, su labor es dar instrucciones a quien lo hace. Y lo triste –putas tristes- es que algo de eso hay. Y se nos olvida lo principal: que la información debe estar al servicio del cambio, de la gente, de los que siempre tienen las de perder, “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra”.
En la práctica, de lo que hablamos es de responder con honestidad cuando te sueltan el cuento de la objetividad. Con nuestros errores también, que no nos lo quita nadie. Entre tanta comunicación institucional y mantel puesto, olvidamos muchas veces que las calles y las tabernas siguen siendo refugio de grandes historias. El sitio donde deberíamos estar. Los de ‘El pollo urbano’ lo sabemos muy bien. O eso intentamos. En el fondo, no inventamos nada nuevo. Salir a la calle, contar historias, denunciar injusticias e intentar apuntar hacia las alternativas. Entre tantas grandes palabras, escribir y tratar de contarlo. Vamos, lo que hacía ese formidable articulista llamado cariñosamente Gabo, que hablaba del amor y otros demonios, que escribía sobre las putas tristes y las muertes anunciadas. Y sentía la profesión.

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