Un justo resentimiento / Guillermo Fatás

Pfatas1
Por Guillermo Fatás

      Pasado mañana (6/5/14) hará trece años del asesinato de Manuel Giménez Abad por ETA. Aún no se sabe quien lo mató. Huyó por la calle de la Princesa, probablemente seguido por una mujer cómplice. Traté durante veinte años a este jurista, afable y circunspecto a la vez, pamplonés de nacimiento, jaqué de corazón, servidor público de vocación profunda, estudioso, responsable y bienhumorado.

Eta golpea con saña

    Nos conocimos en 1981, aún no habíamos cumplido los cuarenta años. La última vez que nos vimos debió ser el 27 de abril de 2001. Estuvimos un buen rato en mi despacho de HERALDO, él, Carlos Iturgaiz y yo. La Policía me había instruido en contravigilancia y pidió a la empresa que se blindasen sus ventanas, muy cercanas a la calle; pero eso no era nada comparado con el tipo de vida que los dos políticos se veían obligados a llevar, mañana, tarde y noche, a causa de los odiosos “gudaris” etarras. Manuel presidía el Partido Popular en Aragón desde hacía poco. Había aceptado el puesto a primeros de año. Era persona templada y, al preguntarle cómo se acomodaba a sus nuevos riesgos personales, me dijo que más le preocupaban los problemas de la política hidráulica (estaba el litigio social y político por el trasvase en su apogeo)

     Era, evidentemente, un error de percepción. Los terroristas vascos estaban envalentonados y operaban en Aragón. El 20 de agosto anterior, habían reventado a dos jóvenes guardias civiles , Irene y José Ángel, en Sallent de Gállego. El presidente, Marcelino Iglesias me pidió, en nombre de todos los partidos, que redactase y leyese al día siguiente un manifiesto cívico de condena y repulsa de la organización asesina, cosa que hice en uno de los momentos más tensos de mi vida, subido en una tarima, ante decenas de miles de conciudadanos, en una plaza del Pilar repleta de gente fúnebre y airada, pero silenciosa. En noviembre, por un procedimiento especialmente bellaco, los etarras habían acabado en Barcelona con la vida de Ernest Lluch, catalán amante de lo vasco y de Aragón. Con él pasaron de veinte los muertos aquel año. Manuel sería el séptimo de la cuenta de 2001, que llegó a sumar quince asesinados.

      No hago nada por calmar mi resentimiento contra los etarras y sus afines. Con los años no merma mi aborrecimiento –no confundir con el odio-, hijo de un pesar hondo y arraigado.

 El mejor monumento

     Un bello monumento erigido por los aragoneses a Manuel fue el airoso puente sobre el Ebro de Javier Manterola, bautizado en su honor. Pero aún es mejor la Fundación “ Manuel Giménez Abad”, con sede en las Cortes de Aragón. Como cada año, el 6 de Mayo convoca un “Homenaje a la Palabra”, que reivindica para la política la fuerza del verbo frente alas armas.

     Este martes el ritual consistirá, de nuevo, en condenar la barbarie y premiar un esfuerzo intelectual de reflexión y conocimiento. Será el de una estudiosa suiza, Loranne Mérillat, firmante de una tesis de derecho comparado sobres los rasgos federales de España y Suiza. Son casi trescientas cincuenta páginas, divididas en trece apartados. Interesa particularmente al lector español el punto de vista externo de alguien que trabaja en el acreditado grupo de estudios federales que dirige Thomas Fleiner en la Universidad helvética de Friburgo.

La palabra contra la sangre

     Resumo unos párrafos del capítulo final. Recuerda Mérillat cómo se duda a menudo de si España es un estado federal. Ello es a causa de los poderes residuales del gobierno central, de la escasa autonomía fiscal de las comunidades autónomas –salvo dos- y de su falta de representación en el estrambótico Senado español. Hay, empero, muchos autores que no dudan de que España sí posee netamente los rasgos principales del federalismo que, por lo demás, no tiene un modelo único, ni puede ser trasplantado u homologado sin más entre un estado u otro. La autora asegura que España posee una organización federal capaz de acomodar con éxito y adecuadamente sus diversidades internas, con independencia de los instrumentos usados para lograrlo. Lo de menos, pues, sería la etiqueta. Y, aunque subsisten problemas de gravedad, concluye que el estado español de las autonomías “ha logrado un cambio impresionante desde una dictadura supresora de la diversidad a un estado democrático en el que los pueblos diversos pueden coexistir en paz”. Algo negado hoy por los nacionalismos separatistas.

     No comparto ciertos diagnósticos de la autora, pero es un trabajo académico coherente y trabado, con el valor añadido de un consuelo moral: el recuerdo de Giménez Abad estimula, fuera de nuestras fronteras, trabajos de mérito que, por contraste, subrayan la indignidad de los etarras, cuyo esfuerzo político se confía a la extorsión , el secuestro, las balas y la metralla. Los que mataron a Manuel, y a los demás, eran –y, con pocas excepciones, siguen siendo- mala gente. Es aún muy pronto para dejar de cultivar un justo resentimiento.

Artículos relacionados :