Plan B / Christian G. Toledo


Por Christian G. Toledo

 

Si algo ha demostrado esta maldita crisis es que no sabemos elegir lo que nos conviene. Lo pone de manifiesto el cruel despertar del sueño en el que estábamos inmersos, aquella fiesta hasta hace poco tiempo interminable de la que hoy sólo queda una resaca áspera y neblinosa. Tan lejos quedan aquellos años de esplendor y tan grises parecen estos.

Las malas decisiones económicas, movidas siempre por el afán de lucro excesivo, alimentado por las aspiraciones más o menos legítimas de banqueros, especuladores y ciudadanos de a pie, conducen siempre a tiempos convulsos. Por eso los ejemplos más puros de solidaridad y egoísmo suelen darse en circunstancias en las que, ralentizado el crecimiento por los vaivenes de los mercados, comienza a escasear el pan.

Situaciones similares se produjeron en el período de entreguerras de principios del siglo pasado, cuando la ilusión de una riqueza imperecedera dio paso a un batacazo tan estrepitoso que las clases acomodadas de antaño se vieron forzadas, como ahora, a rebuscar en la basura. Y qué decir de los buitres políticos que, al olor de la carroña, se erigieron en portavoces del pueblo para, al cabo de unos pocos años, llevarlo a un desastre aún más espantoso (De vuelta a nuestro tiempo, reflexionemos sobre aquella imagen del neonazi griego abofeteando a la portavoz del partido comunista).

Bienaventurados seamos, sin embargo, como cantaba Serrat, porque desde el fondo del pozo sólo cabe ir mejorando. Pero seamos doblemente bienaventurados si en el camino de regreso del infierno aprendemos además un par de lecciones.

Siguiendo el hilo de las preguntas existenciales que hoy en día suelen poblar las redes, descubrí un blog en el que se lanzaba al aire la siguiente pregunta: ¿Tienes un plan B?

Las respuestas son variopintas e incluyen anhelos de mejora y objetivos razonables, pero también simples perogrulladas o diatribas inflamadas por la frustración.

Algunos afirmaban que su plan B es “vender su nacionalidad española”, “renunciar a este puto país para siempre”, “largarse de aquí a Reino Unido, Alemania o Irlanda y no volver nunca más”. Mal diagnóstico tenemos si la crisis económica, además de arrasar nuestras carteras, ha acabado también con nuestra autoestima como ciudadanos. No hay, a priori, países buenos o malos. Lo que hace de un país un lugar digno es el espíritu crítico y la actitud de mejora de sus habitantes, sea cual sea su origen. Y creo que merece la pena esforzarse por el nuestro.

Aprovechar para estudiar o aprender inglés si el paro nos alcanza, como afirman otros, es una opción razonable. Pero nuestro verdadero progreso a largo plazo depende de que formarse y aprender idiomas no sea nunca un plan B movido por la necesidad, sino el plan A que surge del afán de conocimiento.

Dejo para el final los que afirman que su plan B es dedicar más tiempo a su familia o colaborar con una ONG. Esto ya no debería ser un plan, sino la vida misma. Si la crisis sirviera para que todos aprendamos a atribuir a las cosas su verdadero valor, quizá todo esto no haya sido en vano.

Comprarse un piso no es una inversión. Estudiar sí lo es.

Ayudar al prójimo es una necesidad permanente.

Pasar una tarde en familia es más placentero que conducir un coche nuevo.

Tener dignidad es más importante que tener dinero.

 

Artículos relacionados :