Sobre nuestro propio tejado / Juan Ruíz Salces


Por Juan Ruíz Salces

Ahora que estamos en verano nos preocupamos de nuestro tiempo libre, de salir de la ciudad si tenemos ocasión y disfrutar de las playas, del monte y montaña, de los ríos y lagos. Procuramos respirar aire puro y hablamos de desintoxicación urbana, salimos del estrés y los malos humos y nos tumbamos a la bartola aprovechando la calma natural que ofrece el ritmo biológico de nuestro planeta.

Pero ¿a quién le interesa nuestro planeta?, ¿Quién se preocupa de cómo se siente? Y claro, decimos: «Yo ahorro agua» o “yo reduzco mi gasto de papel” o “¡uy! yo ¡reciclo!”, pero este compromiso se despeña en el olvido profundo de nuestra mente superficial, desaparece en cuanto pensamos en el tiempo, en los únicos, en nosotros (cosa que no es incompatible). Es algo que debería hacerse por gusto, porque es una de nuestras inquietudes, algo que nos satisface y que nos llena, justo como uno de esos tantos «hobbies» que cultivamos a lo largo de nuestra semana. Deberíamos hacerlo por educación, como cuando abrimos la puerta y damos paso a los mayores o como cuando masticamos con la boca cerrada o servimos antes a los demás en nuestra mesa.

Sin embargo, antes va el poder y la justicia, la sociedad y la economía… después el humanismo y la tierra. Nos tomamos la ecología como un tema de agenda, como una petición molesta y recurrente, como un favor inoportuno. Sin embargo muchos de los que pasan de atender informes y que sudan de conocer la situación del medio ambiente (porque dicen tener cosas más importantes que hacer como cuidar sus relaciones sociales o sus actividades comerciales) son los que, como a todos, más que a nada les gusta viajar y poder comentar las maravillas geológicas que han visto en su travesía y las entretenidas ocupaciones con las que la han complementado: descansar en la tranquilidad de la montaña, bañarse en el mar, hacer camping en el bosque o pescar en el río.

¡Pues eso se acaba! En unos años les contaremos a nuestros hijos y nietos que en nuestro tiempo había tal especie de felino, o que existían aves que hacían esto y aquello o que en el mar existían criaturas de colores en las rocas. Iremos a ver los cuatro remansos libres de polución que en antaño eran bosques y ahora son pinedas, iremos al mar a bañarnos con mascaras de oxígeno y gafas de bucear para no contaminarnos y viviremos en una perpetua nube gris y amarilla pestilente, bebiendo agua tratada y soñando con aquello que fue dinámico y real, y ahora estático y artificial.

Apoyamos por inercia o por desidia actividades tales como las incoherencias nucleares (Garoña), la polución urbana y el asunto de las patentes de híbridos supeditadas a las petroleras, la superproducción de residuos plásticos y la contaminación del agua, la manipulación de alimentos y su efecto directo en el cuerpo humano, la tala indiscriminada de árboles que afecta a los grandes ecosistemas y a tantas y tantas especies en peligro extinción. Es una incoherencia absoluta la de nuestra raza, nosotros mismos nos cercamos en una jaula que poco a poco se hace más y más pequeña y de la que pronto no podremos salir. Asfixiados o no, deberíamos ir atendiendo a pequeña escala las soluciones que tenemos a nuestro alcance y empezar a hacerlo con gusto, con orgullo, con admiración, como el granjero que ve crecer a sus terneros o como el jardinero que ve florecer a sus rosales.

 

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