Por Mª José Hernández
Fue una tarde de primavera, en la ladera de un pequeño monte. Las carrascas se suceden a lo largo y ancho y forman bosquetes aquí y allá convirtiéndose en una cortina impenetrable unas veces, y en una especie de corredores y pasillos otras, y en un momento de descuido de ellas mismas, un momento en que la mano del hombre ha abierto una brecha en el tapiz agreste de la ladera, se convierten en el perfecto marco natural para un lienzo virgen que espera la mano del Artista, ahí es dónde han decidido invadir el campo, reclamar sus derechos y dejar una impresión imborrable. Son las amapolas.
Después de la emoción de reconocer su colorido absoluto en la distancia, y de haber corrido, literalmente, hacia ellas, freno casi en seco, para aclimatar la vista a lo que sé voy a descubrir detrás de esa gran carrasca, y así lentamente y preparada para disfrutar, entro en el campo de amapolas.
Es entonces cuando comprendo la complicidad entre ellas y las carrascas, que no era sino un juego para desviar tu atención. La forma en que la Naturaleza, anciana maestra, prepara tu mente y tus sentidos para lo que vas a contemplar.
Nunca defraudan, son como el mar, se necesita ayuda para mirar, porque es tal su grandeza que el humano una y otra vez queda pequeño e insignificante a su lado. Y éste es el primer motivo por el que la amapola es una de mis flores favoritas, quizá la que más me abruma.
Podría quedarme sólo con lo apasionado de su color, tan rojo que amarillea; pero eso no es suficiente, ella ha elegido crecer únicamente en primavera, cuando todas las tonalidades de verde compiten por ser el mejor, y por eso en medio de los verdes brillantes, ella destaca. Es tal el contraste, es tan estudiado y tan absoluto que con ningún otro color conseguiría ser la protagonista. Tiene inteligencia.
Puedo seguir admirando el sutil tallo que la sustenta, tan escueto que la amapola, en realidad, parece flotar. De hecho sólo cuando te acercas suficiente, lo ves; está debajo de ella sujetándola con humildad pero con tanto aplomo ejerce su función que ni siquiera la tempestad lo quiebra. Y ha de estar enamorado del viento porque es el tallo quien permite que la amapola se meza sobre el mundo.
Y su textura, camino entre la seda y el terciopelo. No podía ser de otra manera, telas nobles y brillantes para vestir los campos con elegancia. Pero tan frágil parece cuando la tocas que no llegas a percibir si de verdad existe su tacto o es tu imaginación quien cree haberla tocado.
No consentirá que la lleves a ningún sitio, y si te atreves a cortarla e intentas alejarla de dónde nació, languidece al instante, pierde su brillo y consigue que la tires a pocos metros de donde la has arrancado; muere en la tierra que la vio nacer.
Su falta de olor podría ser un handicap para elegirla como una flor favorita, pero allí donde ella vive no hay mayor disfrute que oler a campo, que no es más que una mezcla de olores diferentes que cambian con las estaciones y con la hora del día, ningún olor predomina sobre otro. Aquí ella cede ante la fragancia de otras hermanas inferiores en hermosura que, sin embargo, llaman la atención con su perfume.
Al igual que no consiente en ser alejada de su amada tierra, no conseguirás cultivarla en una pequeña maceta, ella crecerá allí donde decida, pero nunca cultivada por el ser humano, razón de más para quererla, te hace comprender que el mundo está para ser disfrutado, no para ser domesticado a nuestro antojo.
Es una flor que no suele crecer en soledad, pero si eso ocurre es imposible no mirarla. Aunque lo que a ella le gusta es compartir su espacio con muchas otras hermanas, y así todas juntas formar un tapiz rojo sangre, salpicando el verde esperanza. La esperanza de que cada primavera, puntual a la promesa del año anterior, nos deleitará con su llegada que, no por esperada será decepcionante, al contrario, cada año … me gustan más las amapolas.