¿Crítica? No, gracias / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo

 

    La crítica política, social, económica, de arte, de cine o de literatura, ¿debería estar más cerca del periodismo o de la disciplina criticada? ¿Es necesaria la crítica? ¿Es lícito que un individuo pontifique el esfuerzo de cien personas durante meses o años? ¿Está realmente capacitado para hacerlo? ¿Tiene estudios, títulos, doctorados, diplomas, condimentos, condicionamientos, conocimientos…?

    El conocimiento de lo criticado, incluso desde la práctica, ¿da o quita autoridad al que firma la crítica? Conocer es una de las mejores maneras de adquirir una visión crítica. Otra cosa es el punto de vista del que ejerce la acción crítica. Su estilo. Su actitud. Las dosis de fundamentalismo, demagogia, sectarismo que emplee. No es posible la asepsia ni la equidistancia. Las cartas boca arriba, la denominación de origen, las credenciales, van conformando la credibilidad.

    Llevo escribiendo en estas páginas de “El pollo urbano” de un tiempo a esta parte. Puedo analizar un asunto político, un asunto social, un libro, una película, una exposición, un festival, una muestra, un certamen, lo que sea. Siempre, claro, que tenga atractivo y actualidad. Siempre –o casi siempre- desde una óptica local, de todo aquello que acontece en nuestras vidas y, por extensión, en Aragón. Si un escritor, se llame como se llame, me parece inane, no hay nada malo en decirlo. En decirlo con estilo, quiero decir. Lo mismo de un cineasta, de un artista plástico, de un político, de quien sea. Y, por supuesto, con criterio, con fundamento, exponiendo un punto de vista que trascienda el desaguisado.

    Ahora bien, resulta inaceptable que ciertos “autores” no asuman las críticas –las malas-, te llamen “baboso”, “mala persona”, “hijo de puta”, “intruso”, se crean estar por encima del bien y del mal, y, si coincides con alguno de ellos en un evento, te nieguen el saludo, hagan corrillos para desprestigiarte y, en fin, te desplacen despectivamente. O, al menos, eso creen. Porque esto son malos escrúpulos. Contra eso que se dice que uno debería opinar solo de lo que sabe –y algo sabré, no en vano soy estudioso del cine y licenciado en filología hispánica, pero, ante todo y sobre todo, sobreviviente y autodidacta-, creo que en una sociedad libre todos debemos opinar sobre las cosas que nos llaman la atención, al margen, evidentemente, del peso que demos a cada opinión. El conflicto surge cuando el crítico ve algo diferente a lo que piensa el artista. Este puede mostrar sus discrepancias con la opinión del crítico, ejercer su derecho de contracrítica, pero con altura intelectual para no caer en la descalificación personal y la intolerancia. Ningún crítico puede decir que algo está bien si en conciencia piensa que no lo está. La cultura no puede existir sin debate de ideas. La crítica debería generar debate en torno al hecho cultural o político. En vez de eso, se la desprestigia y se descalifica al crítico. Y no saben, los pobres, que esas son las servidumbres que acarrea desarrollar una profesión que consiste en realizar espectáculos públicos. Sólo faltaba.

    Si no se orienta al público sobre lo que es un arte de ocasión, para usar y tirar, y lo que es un arte de mayor envergadura estética y moral, esto parece una trampa interesada y un desprestigio de su autor. Quiero decir que los que tenemos un criterio más justo no debemos ni podemos callar. Por poco que se oiga nuestra voz, hay que decirlo. No cabe la menor duda de que alguno la escuchará. Sí, ya sé que muchos críticos juegan a ser más divos que las propias estrellas del espectáculo, que buena parte de sus textos acaban confundiendo al lector, pero yo hablo de los análisis honestos y sinceros. Las críticas, cuando son negativas, deben estar escritas con agua oxigenada. Y es que no hay en ellas un afán destructivo, sino, aunque suene cursi, interés por ayudar. La crítica, en efecto, es una parte más del hecho artístico, cumple su función y tiene algo que aportarle. No es algo añadido ni postizo a la obra en sí. De hecho, uno lo pasa verdaderamente mal cuanto tiene que hacer una crítica negativa. Ya me gustaría decir que todo está genial, pero el crítico tiene que decir lo que ha encontrado y eso, a veces, no es bien asumido por todo el mundo.

    Amigos, conocidos, saludados o simplemente desconocidos me envían correos y reflexionan sobre mi modo de escribir, y dicen que lo más importante y lo que todos queremos conseguir es que nos quieran. Esto, al parecer, es lo más importante para ellos: que les quiera el pueblo, que los aclamen. No todos lo queremos conseguir. No todos queremos conseguir el amor sudoroso de la masa y a algunos nos basta con que nos quieran nuestros amigos y las personas a las que queremos. Y por eso nos metemos en problemas y resultamos, a veces, aparatosos, ruidosos y hasta ofensivos. Vivir de pie es lo que tiene. Pero es evidente que cuando tu objetivo es que todo el mundo te venere, asuntos como la verdad o el honor pasan a tener mucha menos importancia. Cuentan más el efecto y la imagen, y es más urgente acomodar lo que dices a las circunstancias, que dar la cara por aquello en lo que crees, si es que realmente crees en algo.

    Vamos, que en esas conversaciones pretendidamente ilustradas de gente culta y sofisticada de la crema innata de la estupidez creativa te pueden acusar de reaccionario por decir lo que uno debe decir. Y no es eso, no es eso. Falta autocrítica y se confunden verdades con mentiras, calumnias con denuncias ciertas, injurias con críticas fundadas, rabietas con protestas cívicas. El periodismo, hoy, debería ser más necesario que nunca, debería explicar la realidad al público, vigilar al poder. El periodismo puede y debe ayudar a suplir esas carencias y contribuir a generar criterios a partir del conocimiento de la realidad. Si en Zaragoza, por ejemplo, la prensa local se permite el lujo de obviar muchos de los eventos que se desarrollan en la ciudad, desde aquí hacemos la reseña correspondiente y luego vienen los interesados y, si no les gusta tu opinión, te ponen a caldo. Así no vamos a ninguna parte. Hecho de menos la afilada y penetrante inteligencia del periodismo de antaño, su elegante estilo, su mordacidad de primera clase, experiencias literarias que dejaban poso y huella, que me enseñaron a valorar la pasión terca y la valentía de decir lo que realmente se piensa.

    Tiene razón el escritor Sergio del Molino cuando afirma que “vivimos un tiempo polarizado en el que no son pocos quienes temen expresar sus verdaderas convicciones por temor a ser arrojados a los páramos. Voces alineadas genéricamente con los progresistas que silencian palabras por miedo a que los llamados progresistas les acusen de reaccionarios, y voces genéricamente alineadas con los conservadores que prefieren morderse la lengua antes que ser acusados por los ‘suyos’ de progres. Ese miedo a la soledad es, sin duda, una mordaza eficaz, pero es extraño que no emerja ninguna voz con la valentía suficiente para proclamar que el emperador va desnudo. Quizá hay alguien diciéndolo ahora mismo, pero no nos apetece escucharlo, estamos más a gusto siendo acunados por las mentiras complacientes de siempre”.

   Estamos tan acostumbrados al recurso fácil de la queja y vivimos en un entorno tan autocomplaciente, y tan propicio a la justificación y a la excusa, que nos hemos olvidado de la conveniente introspección y de la imprescindible autocrítica. Falta sentido del honor, falta hombría en su acepción más contundente y profunda, falta tensión y personas dispuestas a levantarse con la adversidad para tomar las riendas de sus vidas. Sobran culpables, imaginarios o reales, teorías de la conspiración y retórica victimista. Falta musculatura espiritual, faltan personas que se tomen en serio su tiempo y que decidan vivirlo de un modo intenso y emocionante, haciendo de cada jardín el jardín del Edén y de cada amor el amor de su vida. Sobra cinismo y falta gratitud. El cinismo contradice la gesta y la gratitud nos recuerda mucho que hemos recibido de los que se esforzaron y murieron por ser libres y traernos hasta aquí. Les debemos no malograr su hazaña y ser capaces de concretar, como ellos, tantos sueños y esperanzas. Tenemos que amanecer con luz verde, con trenes desesperados que siempre viajan con nosotros. Tenemos que volver a definir los límites de nuestra humanidad adocenada y corrompida.

    Esto es como la fábula de la tortuga y el escorpión vadeando el río. Este último promete no picar con su mortífera cola a la tortuga si le pasa de una orilla a la otra, pero, a mitad del lecho fluvial, le pincha y, antes de hundirse los dos, el quelonio le pregunta al alacrán: “¿Por qué?”.Y el escorpión responde: “Va en mi naturaleza”. Los que no asumen la crítica proceden igual. No es que sean intrínsecamente perversos, es que no pueden actuar de otra manera si no quieren suicidarse, aunque anden con ruedas cuadradas. Y buena parte de los críticos tienen mucha culpa. Yo detesto tres cosas en la crítica: la austeridad, los esquemas preestablecidos a la hora de acercarse a las obras y las generalizaciones. Cada obra es una obra, cada autor es un autor singular y, por tanto, debe ser abordado como tal. La crítica, es cierto, tiende a ser más objetiva ahora. Habla más del proceso de creación de una obra. Sin embargo, lo que no se hace es aportar un punto de vista particular. Realmente no sabes si al crítico le ha gustado o no. Les interesa abarcar la mayor cantidad de obras porque si no acaban en el paro. Se ha perdido, pues, el sentido de la obra y se tiende a hablar de toda una trayectoria de los autores. Se menciona todo lo que se ha hecho, como si todas fueran buenas. Esto hace que el espectador o el lector se sienta perdido entre tanta crítica positiva.

    El escapismo crítico es una de las mayores lacras, ya que confunde y se convierte en una inanidad dialéctica. Es el desdoro, la vergonzosa utilización de espacio y tiempo para un compadreo o una inhibición sospechosa. Quedar bien con todos es una de las maneras más rápidas para la inhabilitación y la pérdida de cualquier valor referencial. La objetividad no debe confunidirse con el todo vale. Si todo es interesante nada es importante, ni trascendental. No avanzamos si aceptamos lo existente como algo irremediable y sin probabilidad de mejora. Cualquier ejercicio crítico tiene el deber de la exploración, del desmenuzamiento de los componentes para su análisis, la contextualización, y eso se debe hacer desde el conocimiento y la preparación constante, para colocarse a la altura de lo enjuiciado. Ni por encima ni por debajo. Un diálogo de tú a tú. Existe también un derecho: el de la equivocación. La renuncia premeditada a la intervención es una injuria. Hay que involucrarse, crear opinión más allá de un acto de celebración o propaganda. El periodismo cultural necesita de un amor pasional como vacuna contra toda rutina, amiguismo o conformismo. Cuesta asumir esta responsabilidad.

    Si quien critica es un ser inteligente –y me parece que estamos hablando de eso-, seguro que de su reproche se aprende algo. Por otro lado, la crítica nos ayuda a reflexionar. Ante la valoración objetiva hay que reaccionar con inteligencia y tratar de cambiar, incluso ante la ofensiva y la que atenta contra la reputación, altura y dignidad. Al final, solo queda ser práctico, aceptando la crítica como parte natural e inevitable de la vida. Si cuando le insultan a uno le hieren, si cuando le acusan se siente aludido, si cuando le ofenden se siente humillado, y si cuando le marginan se resiente, no es la crítica la que le hiere, sino, más bien, la poca valoración que tiene uno de sí mismo. En cualquier caso, y en el preciso instante que se consigue la obra cumbre, ideal, se empieza a deteriorar. La rutina es un disolvente que deja esquemas y simulacros para el consumo. Siempre, en todo caso, nos quedará aquella frase de “ladran luego cabalgo”…

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