Peso mosca / Guillermo Fatás

  
Por Guillermo Fatás
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza
Asesor editorial de Heraldo de Aragón

    Antes nos sonreíamos al oír al presidente del Gobierno decir que se enteraba de las cosas por la prensa. Hoy sabemos que la Moncloa cuenta con que en el Pignatelli leen los periódicos para enterarse de un trasvase de agua a Cataluña (Iglesias, 2009) y de lo que sea que ocurra con las cajas de ahorro (Rudi, 2012).

 

     Está bien que la presidenta Rudi explique en la Aljafería al opositor Lambán que confía en los dirigentes de las cajas, pero mejor sería que en Madrid hubiera añadido su peso al platillo aragonés de este importante asunto que está saliendo bastante mal.

   Además de la subcrisis griega que vota el 17 de junio (nadie sabe qué traería un retorno a la dracma), en Italia cursa otra, silenciosa, por una deuda ingente que se escribe con once ceros, marca que solo supera Japón y EE. UU. LA tercera subcrisis es el descrédito de España, que, desde el 6% del cuento de la lechera Salgado y en seis meses, ha publicado tres cifras distintas y crecientes para un dato tan básico como su déficit.

    Las cuentas de nuestra banca (ayer la más sólida del mundo, según aquel gobernante prodigioso), maquillan tantos fallidos –inmobiliarios encabeza- que ninguna provisión de fondos, propios o públicos, parece bastante a los analistas para remediar el roto. El instituto Internacional de Finanzas, criatura pagada por cuatrocientos bancos para verse a sí mismos, a fecha de 21 de mayo dice que la banca española perderá entre 218 mil millones (MM) y 260 MM de euros y que le faltarán entre 50 y 60 para tapar el hueco. La cantidad no es inalcanzable (un 5% del PIB español; Irlanda necesitó seis veces más), pero sí que inquieta y, sobre todo, detrae el dinero de donde mejor estaría: de la circulación.

   Súmense a lo anterior la gran deuda privada y la baja competitividad españolas, más el paisaje oscuro de la eurozona en bloque, que ve crecer el paro (10,8%) porque las amargas rectas germanas no están teniendo efecto inmediato.

   Y está el caso penoso de las cajas de ahorro, tan mal llevado que daña incluso a las que lo han hecho bien. Como red nacional y regional a la vez puede darse por muerta. La exigencia de responsabilidades es mínima: un error, pues si un sistema no se sanea a sí mismo, la confianza en él se desmorona. Culpar de todo a ‘los mercados’ es recurso de mentes ideologizadas. Claro que hay culpables remotos (desde Greenspan a Lehman Brothers o AIG), pero también próximos, tanto financieros como políticos; o, lo que es peor, especímenes cruzados.

   Ante estos sucesos continentales ¿qué podría hacer el Pignatelli en su poquedad? No encogerse aún más y luchar por que Aragón no pierda la sede de un grupo financiero, pequeño a escala mundial, pero saneado y pegado al terreno, como el que tendrán los vascos con sus cajas. Eso no se opone a lo global: un socio local ágil y activo es un tesoro y su engarce con el mundo no tiene por qué venir de una fusión, ya que hay probadas fórmulas de alianzas y acciones conjuntadas entre entidades.

   El asunto también es político, pues el Gobierno nacional es quien impulsa y teledirige los procesos para lograr entidades con un mínimo de 100MM en activos, tamaño que, en teoría, permite captar capital en mercados mayoristas. Ibercaja+Caja3 está en 65. Pero el método puede causar desastres como Bankia u olvidar al grupo vasco Kutxabank (75 MM), a quien nadie apremia en Madrid.

   El Gobierno ha frustrado la ocasión de sumar Ibercaja+Caja3 con la catalana Unnim, adjudicada al BBVA, que no necesita crecer. Hay agravio político, porque se sobrevaloraron ciertos elementos contables frente a intangibles tan potentes como la cohesión nacional, la excepcional complementariedad, los agravios compartidos y el premio a las cajas serias.

   Esto también son trasvases. En esta decisiva pugna bancaria no se ha oído en Madrid (o sea, donde hacía falta) la voz del Pignatelli, servicial con la autoridad central cuando es del partido propio. Un púgil resignado a ser peso mosca.

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