De las aficiones y los trabajos / Pepe Cerdá

 
Por Pepe Cerdá
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    He de confesar un secreto. Últimamente he descubierto que lo que más me gusta es picar. Cuando digo “picar” no me refiero a tomar tapas con cañitas en los bares. No. Me refiero a picar con un pico o un azadón. Sé que puede extrañarles, a mí también me extraña, pero es así.

 

      Desde hace unos años paso la mayor parte de mi tiempo, al menos de mi tiempo libre, en una casa de campo en el pirineo francés. El terreno que rodea la casa es muy empinado y encargué hace años que me hiciesen unos caminos para hacer más fácil el merodear. Unos con pala excavadora y otros a mano. Al observar cómo los hacían reflexioné sobre que no hay nada más civilizado, más romanizado, que trazar caminos y ejecutarlos. Como los caminos están sin asfaltar, como es natural, han ido necesitando de un cierto mantenimiento que he ido acometiendo yo mismo. Lo que al principio me pareció un trabajo penoso y engorroso se fue convirtiendo, poco a poco, en una especie de adicción. Tanto es así que comencé a trazar y ejecutar nuevos caminos. El sonido del azadón al hincarse en la tierra, el modo tan especial con el que el tiempo se detiene mientras pico, mi corazón latiendo con fuerza, el sudor cayendo sobre mis ojos mientras mi perro me observa, o dormita, o juega, el transitar la primera vez por el tramo recién terminado me reconcilian con algo atávico e importante, o al menos eso creo.

    Se trata de hacer ejercicio, pero no baldío, como el de los gimnasios, o el del footing, sino construyendo. Un anciano agricultor me contó que no entendía porqué no había una dinamo en cada bicicleta estática de los gimnasios para aprovechar la energía. Y no le faltaba razón. Cansarse por construir, por generar algo, creo que es más sano que cansarse por cansarse, tal y como ocurre cuando se hace deporte. Además el ejercicio de mis ancestros no fue ni el golf, ni el tenis; fue arar, trillar, segar y entrecavar y creo notarlo mientras pico. Creo que mi cuerpo es el resultado de la información genética de mis predecesores, que los genes no previeron que uno de sus descendientes se dedicase a las artes y a la reflexión. Por eso los pobres tienen más tendencia a engordar que los ricos. Los pobres engordan porque han de guardar para los tiempos de escasez. Los ricos saben, genéticamente, que no les faltará y pueden dedicarse sin miedo al espacio de la teoría: a la artes y a las letras.

     Las siguientes dos semanas no podré ir a continuar picando mi camino, estaré en París y luego en Benasque, y créanme que lo echaré de menos. Algo está cambiando en mis prioridades o quizás me esté volviendo loco.

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