La memoria visual de Zaragoza también se escribe


Por Carlos Calvo

    Cuando el arriba firmante era un niño le gustaba coger el tranvía. Quienes tengan más de medio siglo cumplido acaso lo recordarán: esa cuerda que, sobre las ventanas, servía para solicitar la parada;

    esas puertas de aire comprimido delanteras por las que se bajaban y traseras por las que se subía; ese orificio por el que se echaba arena sobre la vía para frenar mejor; ese cartel de “completo” o ese mostrador desde el que se cobraba. Me gustaban los listones de madera en el suelo y las dos filas de asientos a los lados. Los conductores iban de pie, con una manivela para acelerar o frenar. Fuera, la pértiga del ‘trolley’, que tantas pillerías sufría, destacaba junto al inolvidable verde y plata. Los viejos tranvías eran los protagonistas del transporte urbano de la ciudad.

   Esos tranvías aparecen en los tres volúmenes –hasta nueva orden- que ‘El Periódico de Aragón’, con Nicolás Espada a la cabeza, ha publicado recientemente en torno a las décadas de 1950 (“grises años”), 1960 (“prodigiosos años”) y 1970 (“convulsos años”), una selección de fotografías del Gran Archivo Zaragoza Antigua, GAZA, trasladadas de internet a las páginas librescas por sus responsables Antonio Tausiet y José María Ballestín, quienes también se han encargado de la redacción de los textos explicativos e inéditos que las acompañan. Porque las instantáneas de la Zaragoza de antaño también se escriben, para realizar, así, un viaje en el tiempo.  El viaje que esconde cada foto hasta que, por fin, queda culminada la proeza de atrapar el tiempo.

    El amor, al fin y al cabo, lo vemos a través del prisma del tiempo transcurrido y la muerte es, por decirlo con Proust, cuando el tiempo se retira de nosotros. Un tiempo que Tausiet y Ballestín, o Ballestín y Tausiet, recorren a través de la Zaragoza de antaño y que dedican a los zaragozanos. Los tres libros están ordenados en varios capítulos, tanto geográficos como temáticos, referidos a distintas zonas de la ciudad, a los militares, a los religiosos, a las grandes familias que controlaban la vida cotidiana, a la economía, a los transportes, a la sociedad, a las calles, a las plazas, a los parques, a los comercios, a las fábricas, a las tabernas, a los cines, a los teatros, a los edificios icónicos, a las manifestaciones, a las huelgas, a las fiestas, al movimiento vecinal, a los viejos neones y sus aceras… Por sus páginas descubrimos la ciudad que visitaron Dalí y Hemingway, los quioscos llenos de tebeos, la construcción del estadio ‘La Romareda’, el estreno de la publicación ‘Andalán’, la elección de Ramón Sainz de Varanda como primer alcalde constitucional, el primer mitin celebrado del partido comunista…

  El primer libro, el de los años cincuenta, ofrece un recorrido por una Zaragoza inmersa en el franquismo en la que afortunadamente comenzaban a organizarse focos de disidencia intelectual como la tertulia del café Niké o las obras del grupo Crónica. Los otros dos libros restantes se acercan a la Zaragoza de los años sesenta y setenta. De los grises años del franquismo, pues, hasta la muerte del dictador y la época de la llamada ‘transición’. Liderada por elementos reformistas de la dictadura y con la presión de la movilización y oposición democrática, la transición da como resultado el desmantelamiento formal del llamado ‘movimiento’ y la recuperación de la democracia, aunque los distintos poderes establecidos se encargan de asegurar que este proceso esté caracterizado por la continuidad. Zaragoza experimenta grandes cambios aunque de una forma muy desigual según los barrios.

  En las instantáneas de estos tres volúmenes podemos observar cómo la cultura de la disidencia, antifranquista, era ya bastante potente en los años finales de los sesenta. Pero es cierto que en la transición pudieron salir a la luz y germinar una pluralidad de expresiones. Son los años álgidos de la contracultura que luego dará lugar a la llamada ‘movida’. De alguna manera, la transición gravita sobre nuestro tiempo y ha sido leída como una restitución de la modernidad, cómo España (o la Zaragoza que nos ocupa) vuelve a agarrarse a la normalización de las relaciones con todos los defectos que pudiera tener. Porque fue aquel tránsito del franquismo a la progresiva recuperación de la democracia. Una época de cambios, mudanzas y crisis.

    La colección, diseñada y maquetada por Alfredo Losada, muestra una serie de fotografías, dibujos y planos entre la ensoñación, el deseo y el caprichoso vagar por los recuerdos. Estos libros se proponen al lector como una pautada descripción del poder de la fotografía para transformar la realidad y hacer de ella un derivado espeso, orgánico y sin forma de la propia conciencia. Pero, con todo, lo que más cuenta es la precisión hipnótica para inventar un flujo distinto e inédito a la propia mirada, al modo de un gesto fortuito. Una voz recorre las calles empapadas de pasado y de neones. Llueve, pero por dentro. Las imágenes se transforman en el paisaje de un raro naufragio donde los fragmentos del presente solo tienen sentido como heridas del pasado. O al revés. Así empieza la aventura, la foto infinita que no conoce otro límite que el de su propia imposibilidad.  Todo lo que sucede en el ámbito de la memoria sacudida por la impertinencia de lo real se puede deshacer de ataduras.

  A lo largo del tiempo, la ciudad vuelve a aparecer de otra manera, a la vez más irreal y, pese a ello, más precisa. Y es ahí donde se convierte en una interrogación abierta sobre su capacidad de confundirse con esa memoria que se oxida. Y sangra. La vida sorprendida se cuela a lo largo de estas fotografías como el milagro de un sueño lúcido. Porque los tiempos actuales son mutantes. Estamos solo pendientes del presente o del futuro inmediato y no indagamos en el pasado. Como si no fuéramos el resultado de lo que hemos sido. Nadie recuerda cuando buscaba en las hemerotecas las huellas de la historia. Ahora, ya ni acuden a ellas los historiadores, enganchados a la inmediatez. La memoria es un gran cementerio. La historia parece importar poco, ni siquiera la reciente. Pero estas fotografías forman parte del paisaje cultural y social zaragozanos y de la memoria sentimental de varias generaciones. A veces, sin embargo, Zaragoza parece caminar sobre la vida como si fuera un gigante asustado.

   Estamos ante ilustraciones y palabras de nuestro ayer, a través de antiguas imágenes del municipio, históricas, con lugares que han cambiado o desaparecido, como la fastuosa universidad (hoy un feo edificio de ladrillo caravista que alberga el instituto de enseñanza secundaria Pedro de Luna). La importancia de preservar el patrimonio reside en conocer su valor y en entender los cimientos de nuestra sociedad, nuestra historia y cultura, para legarlo a generaciones venideras. Conservando nuestro patrimonio construimos una sociedad mejor que valora el arte, la arquitectura, la historia, el conocimiento, la naturaleza y la cultura. De este modo, se construye una sociedad más justa que sabe defender su patrimonio en conjunto, del que también forman parte los derechos sociales, la sanidad y educación públicas, las libertades, la soberanía y el poder como pueblo.

    Ballestín y Tausiet dan muestras de sus impulsos por recuperar la memoria. El tiempo dejó atrás su leyenda. Ahora la realidad es otra, con una constante desde hace décadas: Zaragoza es una ciudad que aún busca su sitio, entre sus recuerdos y el futuro que ansía. Ahora se pueden oír en sus calles y plazas idiomas de lugares lejanos, ver vestidos de los cuatro puntos cardinales y percibir olores que hacen viajar en segundos. Ahora los vecinos van y vienen y son el aluvión de otra Zaragoza en desarrollo. Ahora los ciudadanos acaso busquen más intimidad para que así puedan encontrar su sitio en una Zaragoza que crece y se desarrolla: buscar un futuro sin olvidar su historia y su leyenda.

    El propio río Ebro aparece en numerosas imágenes, atrevesando por sus tradicionales puentes de Piedra, de Hierro, de Santiago, del Ferrocarril, y, cómo no, la basílica del Pilar, referente en lo religioso y en lo visual, con algunas de sus torres no levantadas todavía. En las imágenes pueden verse otros templos, los conventos, las iglesias mudéjares o barrocas, los palacios renacentistas, los edificios institucionales y festivos, las plazas y calles con sus casas, sus tiendas y sus personajes. Esta evocación de historia y de recuerdos para zaragozanos y viajeros, de arquitectura, de urbanismo, de paisaje, de costumbres, nos hace mirar atrás para conocer mejor la capital aragonesa y respetarla no solo por lo que hoy nos ofrece, sino por lo que nos dio ayer.

   El ayer, en efecto, de la plaza del Pilar, de la plaza de la Magdalena, de la plaza de La Seo, de la plaza de San Pablo, de la plaza del Portillo, del paseo de Sagasta, del paseo de la Independencia, de la calle Joaquín Costa, de la calle del Coso, de las calles Escuelas Pías y Cerdán (derribadas en 1976 para realizar la avenida César Augusto), de la calle Alfonso I, de la calle Don Jaime I (conocida popularmente con el nombre de San Gil, por la parroquia que en ella se ubica), de la calle Sobrarbe, del barrio del Arrabal, del edificio de la diputación provincial, del teatro Principal, del monumento a los mártires, del edificio de la Lonja, de la muralla romana, de la estatua de César Augusto, del rastro de Lanuza, del zoo del parque Bruil, del torreón de la Zuda, de la facultad de medicina y ciencias, del edificio de los juzgados, de la iglesia de San Juan de los Panetes, del monumento a Agustina de Aragón, del ayuntamiento…

   El ayer, en fin, de los tranvías verde y plata, de los taxis de la marca Seat-1500, de los edificios desaparecidos, de los ropajes de la época, de las calles sin asfaltar, de las tiendas de cordelerías, de las tiendas de ultramarinos, de las casas de comidas, de las administraciones de loterías, de las cervecerías, de las barcas y los barqueros del río, del embarcadero, de la pasarela peatonal sobre el Ebro, de los aguadores y cuberos abasteciéndose de agua en la fuente de Neptuno, del abrevadero frente a la iglesia de Torrero, de la fuente de la Samaritana, de los gigantes Hércules y Teseo del palacio de los condes de Luna, de los luminosos (el de ‘Bru’), de los leones del puente de Piedra, del quiosco de la música, de la plaza de toros, de la exposición francesa de 1908, del hipódromo, del canódromo, del arco del palacio arzobispal, de las terrazas hosteleras, de las pensiones, fondas y hoteles. Los hoteles, claro está, son también memoria viva de las ciudades, pues nos hablan de su historia, al tiempo que aspiran a escribir el presente. Bertolt Brecht escribió que vivir en los hoteles es concebir la vida como una novela, así que no hay que obviar el componente literario de tales establecimientos, que inspiran aventuras a las mentes imaginativas. E incluso se podría hablar de ellos como ventanas desde las que admirar la urbe con ojos de viajero.

  Los tres volúmenes ofrecen un recorrido por el centro y los barrios, además de mostrar diferentes aspectos de su economía y sociedad. De la época gris de los cincuenta, con una “ciudad oscura y varonil, de color coñac y olor a cirios y a farias”, por decirlo con la prosa peatonal del escritor zaragozano Julio José Ordovás, a unos años marcados, tras cuarenta años de dictadura, por la transición, aquel tránsito del franquismo a la progresiva recuperación de la democracia. Ahí están las fotografías de Sancho Ramo, Ibáñez Zapatero, Sánchez Vázquez, Pérez Obis, José Antonio Duce, Mora Ruata, Calvo Pedrós, Jaria Serrano, y Duerto y Monge y Perla y Tindall y Pardo y Lapresta y Remolar y Armengol y Arribas y Manara y Guitart y Coyne y Josan. Y, claro está, los textos de José María Ballestín y Antonio Tausiet. Porque la memoria visual zaragozana también se escribe. Y se lee.

  También los tres volúmenes dan cuenta de todos los inmuebles derribados y de la infinidad de tiendas desaparecidas. Sí, la vieja cordialidad de las pequeñas tiendas de antaño, de saludar con el nombre y de perder –o no- el tiempo hablando del estado de las cosas. El problema no es la desaparición de unos lugares emblemáticos sino el empobrecimiento de la ciudad como motor de intercambio de ideas y de cosas, la ciudad como receptáculo de sentido que nos civiliza y nos ordena. Somos, en realidad, nuestras tiendas, porque ellas son uno de los atractivos de una ciudad, una seña de identidad a la que no se puede renunciar.

  Los edificios no son moles inanes, tienen su vida y su memoria, y cuentan qué fueron, para qué se utilizaron y cómo han cambiado con el tiempo. Conservando nuestro patrimonio construimos una sociedad mejor que valora el arte, la arquitectura, la historia, el conocimiento, la naturaleza y la cultura. Así, se construye una sociedad más justa que sabe defender su patrimonio en conjunto, del que también forman parte los derechos sociales, la sanidad y educación públicas, las libertades, la soberanía y el poder como pueblo. Por aquí ya no transitan personajes ansiosos que formaban parte de la memoria popular zaragozana. El tiempo dejó atrás su leyenda, porque el patrimonio y la cultura son, en general, asuntos prescindibles en el catálogo de inquietudes ciudadanas. Y todos nos volvemos un poco más pobres y más incultos.

  Hubo un tiempo en el que no había plásticos. Los bocadillos se llevaban al colegio, al trabajo o donde fuese en papel –de periódico muchas veces-, las bebidas se compraban en envases de vidrio que había que devolver. Abundaba ese papel de estraza en las tiendas, y para comprar el pan bajabas de casa con una bolsa de tela que duraba años y años. Los envases de los productos de limpieza eran de cartón o de lata. Llegó el progreso y, con él, el plástico. La comida se podía conservar mucho mejor. Y ya no hacía falta bajar cargado de cascos a comprar bebida. Y empezamos a usar el plástico para todo. Hasta que se desbordó y nos desbordó. Y tratamos de volver al pasado.

  Pero los tiempos son hoy mejores y disfrutamos de mucha más libertad y confort que antaño, aunque yo añoro aquella infancia de la calle y los amigos era todo lo que necesitábamos para ser felices. “La leche era leche y los pollos sabían a pollo”, se suele oír hoy a cualquier persona mayor en cualquier supermercado. También la información era propaganda y las películas estaban censuradas. Tu madre te llamaba a gritos desde el balcón para que subieras para cenar y luego te dormías viendo la televisión en blanco y negro del comedor. En su defecto, la radio nunca faltaba en la cocina. También te llevaban la leche natural a casa, o al colegio, en unas tinajas metálicas de color gris. Incluso tu abuela te contaba que existían coches de caballos en Zaragoza. Y desde su fábrica de caramelos expendía sus productos para esos cines ya desaparecidos: Fuenclara, Latino, Coso, Victoria, Dorado, Actualidades, Avenida, Coliseo, Torrero, Gran Vía, Palacio, París, Pax, Dux, Roxy…

  Y había muchas profesiones que hoy también han desaparecido, nobles oficios que ya no existen: los talabarteros, los tundidores, los traperos, los piconeros, las lavanderas, los organilleros, los herreros, los serenos, lo cerilleros, los afiladores, los limpiabotas, los faroleros… Estos tres trabajos de Antonio Tausiet y José María Ballestín se erigen en material imprescindible para quienes alimentamos la insaciable curiosidad de conocer el patrimonio de nuestra tierra, una suerte de recuperar su memoria, con su urbanismo, sus habitantes y sus oficios. La memoria es necesaria e imprescindible: la savia que alimenta las soluciones nuevas. La memoria engendra conocimientos y escupe sentimientos. Incluso pasiones. Tan poderosa como un arma o tan inocente como un juguete. Depende de la mirada moral que contempla el pasado.

  Condensadas las horas con sus minutos, las imágenes sirven para reconstruir la memoria de la ciudad desaparecida. Los fotógrafos exponen rincones insólitos, se detienen en otros más conocidos retratados esta vez desde un ángulo antes inexplorado, pagan la deuda de gratitud de varias generaciones de zaragozanos con quienes les precedieron. Todos los días durante décadas hubo un fotógrafo capturando el alma de Zaragoza. Y todos ellos merecen un monumento por su tesón. Aunque yo pienso que tal vez se conformen con que otros ojos sigan viendo a través de ellos el misterio que oculta esta ciudad inmortal.

  Hay algo eterno en las fotografías, algo que vuelve con ellas cada vez que son mostradas. Muchas de ellas tuvieron objetivos específicos y pasajeros, pero hoy son interesantes, sobre todo, por lo que tienen de registro accidental. La ilusión, ya saben, viaja en tranvía. Como aquellos de color verde y plata de la Zaragoza de antaño, cuyos conductores iban de pie y con una manivela para acelerar o frenar. El viaje que esconde cada foto hasta que, por fin, queda culminada la proeza de atrapar el tiempo.

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