Fiesta libresca en el parque Grande


Por Carlos Calvo

   Todas las novedades editoriales se amontonan en los puestos del parque Grande de Zaragoza, también llamado José Antonio Labordeta, cual Retiro madrileño. Es la fiesta del libro, que en este 2024 alcanza la trigésimo primera edición.

      Nueve días sin parar. Por ahí aparecen autores como Cristina Grande, Diego Gutiérrez, Mar Blanco, Sandra Aragüás, Miguel Mena, Domingo Buesa, José Luis Corral, Ramón Acín, José Antonio Conde, Fernando Jiménez Ocaña, Salvador Trallero, Roberto Malo, Almudena Vidorreta, Antón Castro, Magdalena Lasala, Aloma Rodríguez, Víctor Juan, Jaime González, Clara Járboles, Sergio del Molino, Mariano Gistaín, Nacho Escuín, María Dubón, Alfredo Saldaña, Ana Alcolea, Luis Zueco… Paro ya, maldita sea, que esto parece un listín telefónico.

   También la literatura policial parece que ha cogido carrerilla de un tiempo a esta parte en el mundo editorial local, nacional e internacional. Se escriben muchos crímenes. Hay autores, sin embargo, que no son precisamente tan duchos en la materia como creen, y acaso por ello, al tocarlo de forma tangencial, echen mano de algo tan típico al género como las improbabilidades y coincidencias argumentales, aunque esas trampas no llamarían tanto la atención si las novelas, al menos, gozaran de una narrativa mucho más enérgica. Pero, en la mayoría de los casos, ni eso, por mucho repique de campanas de los interesados. Un subgénero literario en donde el artificio y la banalidad campan a sus anchas. Los misteriosos asesinatos parecen adueñarse de los prosistas. Y de la misma feria libresca zaragozana.

   De repente, aparece Juan Manuel de Prada y nos entrega una novela como las de antes, de aquellas que nos salían al paso en la adolescencia y en las lecturas primeras, a bofetada limpia, descubriéndonos los otros mundos, los mundos distintos, excesivos, turbios, imantados. Una novela consciente de que puede molestar a la mayoría bien pensante, al poder establecido, a los lectores galvanizados en los discursos ganadores. Una obra fuera del canon y que nadie ha pedido. Prada porta en la primera parte de ‘Mil ojos esconde la noche’, titulada ‘La ciudad sin luz’, una antorcha literaria que viene de lejos, del siglo de los pícaros, los hambrientos, los arribistas, los supervivientes, los sobrecogedores. Las modas pasan, las ocurrencias literarias también, y los clásicos permanecen.

   Pregunto por ‘Mil ojos esconde la noche’ a la clase gobernante de nuestro territorio que se ha dejado caer por esta feria (o comercio, pues no deja de ser una impersonal actividad económica más, pese a algún buen librero que la trasciende), y nadie sabe nada. Contestan con evasivas, de modo pintoresco incluso. Hay que quedar bien, en cualquier caso. Aunque no saben, los pobres, que estamos ante una obra monumental, en la que Prada muestra el lado oculto de la Historia (con mayúscula, por favor). Ambientada en los turbios y ambiguos años de la ocupación alemana en París, el escritor presenta a tipos mitológicos en sus momentos de flaqueza. La vida, ya saben, es una infinita gama de matices. Como la propia feria libresca.

   Sea como fuere, voy pillando, uno tras otro, a nuestros dirigentes actuales, o sea, a la alcaldesa del consistorio zaragozano y al presidente del gobierno aragonés, con sus correspondientes concejales o consejeros de las distintas disciplinas culturales, sociales o económicas. Y les hago la pregunta recurrente, por sabida: “¿Qué libro está leyendo o tiene intención de comprar?”. Por cortesía, empiezo con Bolea, que lo tengo al lado, aunque le veo un poco obtuso.

   Juan Bolea: “De gran linaje provengo, / de la augusta familia Bolea / y mis escritos prevengo, / maricón el que no me lea”.

   Jorge Azcón: “He comprado un precioso libro, con ilustraciones y todo, sobre el mundo de los leones. Deberíamos aprender de estos animales. Al macho alfa no se le falta al respeto. Si se hace, nos elimina. Es la única forma de seguir en su lugar privilegiado. No lo hace por crueldad, sino por mantener el orden”.

   Blanca Soláns: “Soy europeísta y vengo a esta feria para comprar libros de Ortega y de Gasset, mis autores favoritos. Aunque solo encuentre publicaciones de uno de ellos me conformo. Eran europeos a muerte y dijeron que tres cosas no se pueden hacer en la Cortes: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí. Fueron precursores y esclarecedores, y profetizaron lo que ya es una Europa poblada de payasos”.

   Natalia Chueca: “Acabo de leer ‘Los crímenes del campanario’, de una autora finlandesa de impronunciable nombre. En la novela pasea su triunfo y su derrota con un coraje tímido de loba buena. No se concede un alarde o arrogancia, pero aúlla que tiene miedo. Es el mensaje que deja. El terror a lo que no se ve arder, a lo que sobrevuela alrededor como una sombra y nunca se concreta. Su escritura habita ya del lado de los ángeles jodidos”.

   Sara Fernández: “He comprado un ejemplar recién salido de imprenta, una biografía de un tal Antonio Machado. No sabía yo que don Manuel tenía un hermano llamado así y que también fuera poeta. Es lo bueno de estas ferias, que siempre descubres cosas”.

   Ángel Lorén: “Por nueve euros y setenta céntimos he comprado un pequeño volumen titulado ‘Cómo adelgazar en quince días’, de un autor sueco superventas en su país. El otro día quise ponerme los vaqueros de siempre y no me entraban. Estoy preocupado”.

   Pedro Olloqui: “Como buen aragonés, solo leo literatura de nuestro territorio. Voy a empezar ahora ‘El Junco’, de la premiada zaragozana Irene Mollejo, que debe ser un relato biográfico sobre Ricardo Gabarre Clavería, al que conocí en persona, ese cantante fragatino así apodado porque montaba caballos. ‘Hola, mi amor’ es su canción que me pone. Luego compraré varios títulos de la última hornada literaria. La euforia me invade”.

   Pues eso, de las novedades aragonesas… qué decir. Las hay buenas, regulares y rematadamente malas. La euforia, como la felicidad, como el placer, como casi todo lo que merece la pena, solo se entiende desde dentro. Como un diario del asombro. Desde fuera, sin embargo, somos seres ridículos. Por eso, quiero hacer un aparte con Enrique Bunbury y su ‘carta’, ese artefacto que no hay por dónde cogerlo. Entre el torrente de interpelaciones, ninguna referencia al antiguo hábito de samplear ocurrencias de versos ajenos, y eso que se habla mucho de sus dos poemarios, ‘MicroDosis’ y ‘Exilio Topanga’. En realidad, despojadas del apreciable elemento confesional, las consultas tienden hacia lo elemental, mi querido señorito. Y Bunbury se zambulle con sus locos seguidores en la piscina del narcisismo. Toda divulgación es una vulgarización, y no hay discípulo que esté a la altura del maestro. Solo le faltaba decir al músico zaragozano que la promoción de su correo del zar le trae, como puta por rastrojo, por sus amadas tierras de España, al modo de un incongruente buhonero de la literatura en un tiempo de zoquetes. Más allá del silencio, Bunbury debería entender que el exceso de intimidad con la leyenda pierde a los héroes.

   Quien abandona  la fiesta libresca zaragozana, sin carta pero con Prada, es el arriba firmante, dispuesto para salir hacia las amadas tierras madrileñas, que allí me esperan. Cojo un taxi y le digo a su conductor que vaya echando leches a la estación Delicias. Llego a tiempo. Por la campana. Casualmente, mi compañero de viaje es el gaditano afincado en nuestro terruño Juan Bolea, con el que he estado en la feria apenas media hora antes. Todo muy misterioso. Lleva en una bolsa de plástico varios ejemplares de su novela ‘Parecido a un asesinato’, publicada hace una década, que ahora está llevando al cine el director salmantino Antonio Hernández, con guion de Rafa Calatayud, un relato de huida y traumas, donde los personajes son testigos de verdades paralelas.

   Y empieza a hablarme de lo que se está haciendo en España en novela policiaca. Me dice que vayamos al bar del convoy, y así, entre cervecita va y cervecita viene, contarme anécdotas de ese particular club del misterio, por si me quiero unir de alguna manera. Rehúso, que no quiero involucrarme en cualquier trama criminal del tres al cuarto. Bolea, además, es de esos que tienen cocodrilos en los bolsillos. Le digo, para quitármelo de encima, que prefiero estar a mis cosas, con mis folios en  blanco y mi bolígrafo, para terminar esta reseña en la que, vaya por dios,  tendrá que salir.

   Borges decía sentirse más orgulloso de los libros leídos que de los escritos por él. No era una boutade. Los libros nos van haciendo. En esa rara ficción que es la memoria, los libros son materiales de construcción que van alzando nuestra identidad, fijados como están a instantes biográficos precisos y a las estaciones del pasado donde los fuimos encontrando. Y si los libros, como los hijos, una vez publicados, deberían vivir solos (Borges, otra vez), la literatura debería ser un compendio del vivir, del leer y del escribir, entre el entusiasmo por la vanguardia y el gusto irrenunciable por lo clásico. Me asombra la cantidad de literatura decorativa que se genera. Desde hace mucho tiempo, las editoriales de tonelaje comercial, con el género negro a la cabeza, han optado por la literatura fácil, por lo cómodo.

   No se trata tanto de descubrir al culpable, que también, como de dar con el sentido mismo de la palabra culpabilidad. La culpa desata la búsqueda de la redención, y esa búsqueda, a su vez, pone de manifiesto una red de culpabilidades ocultas de las que nadie quiere hacerse responsable. Como los mil ojos que esconde la noche. Y aquí, maldita sea, los señalados somos todos. Al fin, llegamos a la capital del reino. A la salida de Atocha, Bolea regala su chillona chaqueta de cuadros a un inmigrante árabe, le compra un bocadillo y le paga un billete para Algeciras. El sol de la canícula ilumina la fachada de la estación en el momento que unas campanas repican. Se ha escrito un crimen.

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