Por Carlos Calvo
El lugar en el que el zaragozano Daniel Arana lee y escribe, la mayor parte del tiempo, es uno que llama su “cuartel general”. Se trata de una habitación forrada de libros por todos lados y, mire uno donde mire, sobre todo hay… ¡libros! Y en varias lenguas: inglés, francés, italiano, alemán…
Todos ellos ordenados por temáticas: literatura estadounidense, inglesa, francesa, judía, filosofía… Le señalo, nada más sentarnos, una estantería que presiden, además de la obra de Edmond Jabès y Christian Bobin, por los que siente una veneración especial, una menorá y un crucifijo.
“No vamos a hablar de religión y menos de política, porque la internacional está como una olla a presión, y la nacional se parece, cada día más, a un mercadillo de retales”, dice, sonriendo, el que, una vez despojado de cualquier carné o afiliación, se declara librepensador, antes de empezar, como si adivinase mis intenciones. Por eso conversamos acerca del lenguaje, porque sabe Arana que las palabras son vasos comunicantes, están entrelazadas, conectadas unas con otras. Las palabras son su forma de ser y de estar en el mundo. La palabra y el alma de esa palabra se encuentran en él. Con disciplina, meditando cada día en su despacho, haciéndose espacio a sí mismo, Arana habita el lenguaje. Es su hogar.
-¿Qué hacemos con la literatura? ¿Sirve de algo, ante tanto caos? ¿Sirve para arreglar el mundo?
-Sirve para olvidar que el mundo tiene mal arreglo, en todo caso. Como también lo hacen el cine o la música. Incluso el amor, si me apuras… El amor, sí, más que nada. Todo lo que ocurre tiene que ver con el amor, desde la primera palabra hasta el último pensamiento. El mundo se desarregla siempre que falta (o falla) el amor.
-¿Crees, como poeta, que es la poesía el bisturí ideal del cronista?
-Si algún mérito o diferencia pudiera tener mi manera de entender la cosa, es porque se auxilia, creo que bien, o al menos lo intenta, de la síntesis. El poeta tiene que resolver todo en un relámpago de síntesis. Ahora, si es a lo que ibas, el abuso de lírica, o de hallazgos líricos, convierte la columna en un ejercicio insoportable de cursilería.
-¿Qué hace un escritor católico como tú en un mundo tan descreído como este?
-Di mejor qué hace, y a qué puerto va, un mundo tan descreído como este. Ya lo ves: cuesta abajo y sin frenos. Yo no sé si la fe mueve montañas, pero, desde luego, evita que las religiones mayoritarias de los ateos –me refiero al activismo o la fe política- lo emponzoñen todo. Pero hemos dicho que no íbamos a seguir por estos derroteros [ríe].
-¿Cuántas caras tiene la literatura? Lo digo porque veo, en el mismo estante, a gente dispar, de ideas y estilos muy distintos.
-La literatura tiene una sola cara: ella misma. Acaso porque, lo decía Celan de la poesía, se expone, no se impone. Siquiera, o ante todo y especialmente, en un pozo global como el que habitamos. Si encuentras aquí, entre estas paredes, algo que se salga de ese esquema tan simple, es que no es literatura o no lo he comprado yo.
-Has dicho alguna vez, a ese respecto, que en la misma maleta donde caben Shakespeare o Proust cabe Agatha Christie…
-Digamos más bien que, y ahí comulgo con Bloom, toda vez que Shakespeare, con inspiración divina, se inventó el género humano, cualquier literatura u ontología que explore dicho género es digna de estar, en principio, en la misma maleta. Sí, donde cabe Shakespeare cabe Agatha Christie, por qué no. Otelo, la magdalena y Poirot.
-¿Y en donde cabe Céline, fusilado por colaboracionista con los nazis, caben Etty Hillesum o Edith Stein, por ejemplo, asesinadas por esos mismos dirigentes? A los tres los tienes en el despacho.
-La literatura es el placer; la política, el castigo. ¡Claro que caben! Céline o Genet, por poner otro ejemplo, que fue un antisemita confeso. O Brecht, célebre delator de la Stasi comunista. Tal vez no pasarían un tamiz básico para subir al cielo de la ética, pero literariamente… No olvidemos que Foucault nos enseñó a diferenciar al autor de su obra y a la obra del momento en que fue escrita.
-Dicen que muchos escritores huyen de otros escritores. ¿De quién huyes tú?
-Yo tengo la suerte inmensa de haberme amistado, a lo largo de mi vida, con gente que pertenece a territorios muy poco literarios. Y aun así, te puedo dar algunos nombres de personas que no solo escriben maravillosamente, sino que forman y formarán parte inexcusable de mi viaje: Mapi Freixas, Ani Galván, Julio García Caparrós, Patricia Luque… Eso, para empezar a hablar, aunque hay muchos más nombres. En cuanto a huir, digamos que suelo ir por otra calle distinta a aquella por la que van los que tratan de convertir el mundo del libro en un negocio.
-Hablemos, entonces, también de enemigos…
-[Arana envuelve un pequeño trozo de papel, como si liase un cigarrillo]. Desde que dejé de fumar, después de casi veinte años, necesito seguir teniendo algo que me lo recuerde. ¿Enemigos? Sí, ya sabes cómo es el mundo de la literatura, al que pertenezco, por culpa mía. En cualquier caso, Mitterrand decía, a propósito del caso Boutang, que la libertad de nuestros adversarios es un poco también la nuestra.
-Hace poco se publicó en ‘El Pollo Urbano’ un artículo sobre el premio Antonio Gala, que recibiste el pasado año. Luego vinieron, en diciembre, el Blas de Otero, de Poesía, y el Miguel de Unamuno, de Ensayo. Además de la lógica alegría, has dicho que te sientes orgulloso de haber obtenido galardones que lleven esos nombres.
-¡Claro que es una alegría! Estos premios suponen un espaldarazo importante, por más que uno haya siempre de transitar por este mundo con humildad, según me han enseñado y yo he aprendido. Me interesa mucho más cualquiera de los escritores que ves aquí. Yo me limito a escribir como si así rindiera homenaje a mis maestros. De todas formas, es hermoso que los premios de diciembre, entregados por el ayuntamiento de Bilbao, lleven los nombres de Miguel de Unamuno y Blas de Otero. Unamuno es y será uno de los pensadores más importantes de mi vida. Basta con echar un vistazo [me señala Arana la sección de su biblioteca donde están las obras del filósofo]. Y en cuanto a Blas de Otero, aunque esté algo alejado de mi estilo poético, puedo decir que quien ha escrito versos como “vuelvo a mi ser, torno a mi obra más inmortal: aquella fiesta brava del vivir y el morir. Lo demás sobra” merece, claro, toda mi admiración.
-Recientemente te entrevistaba la periodista y escritora Laura Torre para la revista ‘Actualidad de las Empresas Aragonesas’ (AAE). Allí hablaste, sobre todo, de poesía, sin escatimar nombres. Vamos ahora con otros. ¿Tus filósofos? ¿Tus literatos?
-Que me perdone Hölderlin si digo que no faltan, aquí, nombres sagrados. Si echas otro vistazo alrededor podrás ver con facilidad a Platón, San Agustín, Heidegger, Derrida, Wittgenstein, Cixous, Camus, Blanchot, Weil, Arendt, Freud, Lacan, Canetti, Lévinas, Bataille, Klossowski, Nancy, Benjamin… Eso si quieres un puñado de pensadores predilectos. Y en cuanto a literatura ahí están Joyce, Proust, Zweig, Hesse, Lispector, Mauriac, Bobin, Dostoievski, Faulkner, Kafka, Shakespeare, Lezama Lima, Tennessee Williams, Musil, Walser, Borges, Sciascia, Steinbeck, Cortázar, Julien Green, Onetti, Böll, Graham Greene, Iris Murdoch, las Brontë, los dos Singer, Isaac e Israel [se atropella Arana, con la emoción de quien recita los nombres de sus amigos íntimos]… ¡Hay tantas y tantos! Me pregunto muchas veces qué haría yo sin todos ellos, sin aquellos que siempre me acompañan. Sea como fuere, mis padres son mis grandes maestros, y en todo caso tendré que agradecerles, primero que nada, a ellos mismos.
-Dices, no sin cierta sorna, que lees incluso a escritores vivos…
-Hombre, es una broma, por supuesto. El mundo seguirá siendo un lugar harto más esperanzador mientras vivan en él buenos escritores. Mira [señala su mesa], ahí está Jon Fosse, el último Nobel, catoliquísimo, que es una absoluta delicia. Y debajo Modiano, otro Nobel gigantesco. Sobre ambos estoy escribiendo ahora.
-¿Te acuerdas cómo nos reímos el día en que la señora de la limpieza decidió quitar el polvo de tu vasta biblioteca, ordenada según tu criterio, y la colocó luego según el tamaño de los volúmenes?
-[Frunce el ceño]. Calla, calla. Me sentí vacío, lo más parecido a una piel despellejada sin huesos.
-Sigamos con la literatura. Una fecha y un país que sean, para ti, literatura en estado puro.
-1927, año de la publicación de ‘Ser y tiempo’, el libro que cambió el pensamiento del siglo veinte. Y lugar… Dublín, claro, por la torre Martello, que vio nacer el principio del ‘Ulises’ de Joyce. Cuando, por primera vez, fui allí, con mi padre, creí estar yo mismo en medio de alguna epifanía joyceana.
-En 2022 apareció tu primer ensayo, ‘Es necesario hablar’, publicado por las universidades de León y Valladolid. Es un libro de filosofía, pero tú te niegas a llamarte filósofo. Otros te han descrito, en tu faceta con el ensayo, como tratadista.
-Filósofo es una palabra demasiado enorme. Ahora bien, tratadista… bueno, no puedo decir que me moleste, porque yo mismo lo he propiciado así. El uso del tratado se extiende desde los tiempos de Vitruvio hasta Pascal Quignard, en nuestra época, pasando por, digamos, un Dubos, que democratiza el gusto por la música, por vez primera, en el siglo dieciocho. Digamos que me siento muy cómodo si alguien quiere ver en mí un humilde tratadista, aunque suelo huir de las nominaciones.
-Entonces, ¿no podemos hablar de un poeta, un crítico literario o un filósofo?
-¡Ni por asomo! Hombre de letras, si llega. Lector, por supuesto. Aprendiz… ¡hasta el final! Yo no elegí la lectura como sustento, sino que ella me eligió a mí, así que, en todo caso, habría que preguntarles a los cientos de libros que me acompañan. Ya se ve qué soy y qué puedo hacer, por y para ellos.
-En tus libros y artículos aparecen repetidos, constantemente, ciertos nombres. Pienso ahora en Heidegger.
-Soy, ante todo, un lector obsesivo y obsesionado con el lenguaje. Acaso por mi formación como lingüista. Heidegger es fundamental, sin duda, desde ‘Abisal’, poemario que ya en 2016 se abría con una cita suya, hasta mis ensayos. Su búsqueda del ser nos abre al lenguaje, a la indagación perpetua sobre qué significan las cosas, en su más amplia acepción.
-A pesar de que fuera un nazi ponzoñoso…
-[Tarda en contestar]. Heidegger considera que reflexionar sobre nuestra presencia en el mundo es algo valioso, impulsa una conversación interesante contigo mismo y con el medio que te rodea. Y sí, es alguien muy cuestionable en un sentido, pero no en todos.
-¿Por qué?
-Porque hoy se considera que si cometes un error quedas cancelado. A Heidegger le han cancelado muchas veces. Y aunque fuera un nazi y un antisemita que merece el escarnio, ciertamente, hay una parte de él que nos puede ser muy útil.
-¿Podemos esperar más libros?
-Una vez que se publiquen los libros premiados el año pasado, habrá que desvelar proyectos, pero puedo adelantar algo aquí. Al margen de mi colaboración mensual en ‘Amanece Metrópolis’, en las secciones de literatura y cine, hay una continuación de los dos ensayos llamada ‘La letra o la espada’, que está en proceso de corrección, lo mismo que algunos nuevos poemarios y traducciones como la de mis queridos Francis Jammes o Dylan Thomas. Reconozco que prefiero la lectura a la escritura, pero me resulta inevitable no combinar ambas.
-Como final, te propongo un rápido experimento de asociación de palabras…
Libro: ‘Ulises’
Pensamiento: Filosofía
Cine: ‘Casablanca’
Música: Dylan
Sistema: Democracia
Libertad: Arte
Escribir: Vivir
Occidente: Hogar
Amor: Oxígeno
Político: De Gaulle
Biblioteca: Patria
Fe: Motor
Daniel Arana y el arriba firmante decidimos terminar la entrevista en ‘El Gallinero’, esa taberna del barrio de la Magdalena en la que el escritor se siente “como en casa”, según sus mismas palabras. Disponemos sobre la mesa dos copas de cerveza y cuando parecía que hablábamos de no sé qué, empieza a decir lo que importa con esa cadencia vibrátil con la que anuda y desanuda la realidad según le convenga. Arana se acoge a unas leyes propias al hablar y genera, así, una conversación de un orden disperso, elegante, meticuloso.
Cuando dialoga su deseo es escuchar lo que otro u otros tienen que aportar para entenderlo y entrelazarlo con sus propias ideas. De este modo construye algo nuevo: un viaje a través de la razón y las razones de uno y otro. Entiende nuestro protagonista que todo diálogo, de entrada, requiere curiosidad universal, el deseo irrenunciable de saber, preguntar y escuchar. Y solo se alcanza a partir de la admisión de ignorancia; porque si creemos que ya lo sabemos todo, maldita sea, no tenemos aliciente para dialogar.
Lo hablado en ‘El Gallinero’ queda, en todo caso, fuera de estas páginas, aunque la conversación, como dice el propio Arana, emulando a Blanchot, siempre permanece infinita, inconclusa.