Rosendo Tello: la fábula del vigilante 


Por Jesús Soria Caro

        Rosendo Tello es el vigilante del tiempo, el centinela de lo invisible, el guardián de la belleza, el pintor de las palabras que trasmuta la luz de lo vivido en el brillo del diamante de la imaginación poética.

     Su obra trata temas como el otro yo, aquel que abandonamos en el pasado, nuestra mejor versión de la que nos duele haberla dejado perdida en el camino de la experiencia, también aborda la fuerza del silencio, su evocación mística de lo indecible, el paso del tiempo, el viaje por el recuerdo y su dolor sobre la conciencia. Pero el asunto que engloba a todos los demás es la creación de un universo propio en el que late transfigurada en imágenes poéticas su experiencia vital en Letux, sus recuerdos de la infancia, la juventud, la Guerra civil, su época de hombre adulto y la senectud. En su poesía el paisaje contiene la luz de lo vivido, que fue parte del amor hacia los padres, es también este cromatismo de su mundo interno el material con el que pinta la eternidad, la poesía de aquellos momentos infinitos. Su proceso es el mismo que el del artista que toma arcilla, tierra, para mezclarlas con otros pigmentos naturales y con cromatismos artificiales. Tello usa como materia de su retrato todo aquello que formó parte de ese tiempo. Lo más hermoso es que el poeta, no sea solo el pintor sino también el paisaje. Se haga parte de lo creado, reviva el pasado en la transformación idealizadora de lo poético: 

y ser en llano piel de luz rendida

cuerpo mío mi tierra

voz de arcilla que vuela. 

     En todo este retornar, dar forma al paisaje, recomponerlo desde lo informe, crear la belleza con las formas del tiempo del recuerdo, el yo lírico tal vez sea como el alfarero, quiere domar la forma del tiempo, hacerla escultura de la eternidad de lo vivido, de su amor a los que vivieron. Es el poema la materia con la que esculpir el alma, regresar a ella, volver junto a los seres amados que ya no residen en el tiempo:

por las sendas dormidas que van a la montaña,

cantando río arriba hacia la luz del alba.

Para subir al bosque por gradas encantadas,

para llegar del mundo al fondo de tu alma.[1]

    Los colores que se dispersan en el verso son los mismos que el paisajista encuentra en el mundo, solo que en ellos reside la luz de su alma, la proyección de su introspección. Nos encontramos ante un poeta que nos invita al viaje por el interior de su mirada, por su mundo mitificado, pero todo buen escritor debe ser capaz de dar en su voz cobijo a la voz de todos, de un tiempo, de una forma de sentir la vida, en su caso el amor a la tierra, a sus padres que le enseñaron a quererla. Ángel Guinda lo define como viajero de las ideas, en su labor de creador ha recorrido el paisaje de los versos, los sueños que habitan el mundo de creadores como Virgilio, Horacio y muchos otros poetas a los que admiraba:

    La lectura es un viaje. Viajar es arriesgarse: salir, llegar o regresar antes de alcanzar el destino. Viajar en el espacio, en el tiempo, en el conocimiento. El libro como vehículo de acceso a más verdad, belleza, emancipación. La energía espiritual como combustible […]

   Me despierto en el sol y voy de noche. Viajo sin conductor: Tello es un peatón empedernido. Lenguas de saliva biliar dicen haber visto a Gil Albert en este país ajado abrir la puerta de ovnis de los que descendían Virgilio, Horacio, Fray Luis de Léon y San Juan de la Cruz. Me envenena el itinerario de este viaje para quedarse en éxtasis de vértigo. (Varios autores, 2021: 95).

    Su obra nos propone un viaje, en ella recorremos el paisaje de Aragón, que es el de la geografía de su alma, las calles de los recuerdos, las luces de la pasión, los ruidos del dolor, las soledades de la duda. Lo vivido está en poemas que transfiguran esa experiencia en arte, que crean otro mundo estético en el que Rosendo es el origen de su propio universo mitológico, en la raíz anida su vida, en el poema late la totalidad del universo, todos los elementos que lo integran son utilizados al servicio del poema, que crea un lugar, un mito, un mundo donde es apasionante perderse. José Carlos Mainer define que una de sus claves poéticas ha sido siempre su habilidad para transformar la materia de lo vivido en poesía, para generar de todas sus experiencias imágenes, versos, un mundo donde se crea arte con todo aquello que el alma metamorfosea en los mundos profundos que surgen de sus palabras y que arrancan la admiración del buen lector de poesía:

      Sólo quien ha vivido con Maribel y Rosendo Tello la experiencia jubilosa de descubrir parajes irrenunciables —las cataratas de Iguazú en un día turbio de invierno austral, la bahía de Río de Janeiro en un rotundo mediodía, la inmensa noche estrellada de Florencia, el Bósforo al caer una tarde de verano— y se lo ha oído recordar luego puede entender la capacidad de este poeta para transformar experiencias en poesía.  (VA, 2021: 104).

    En “Derramada en las sombras de la noche” aparece la idea de la peregrinatio vitae.  Es el dolor de recorrer el tiempo, de dejar atrás los paisajes de lo vivido, los caminos del tiempo a los que no se va a volver a regresar ya nunca. Es una idea de utilizar este tópico desde una lectura existencial que ya estaba en la poesía del gran Antonio Machado:

Terrible ha sido el viaje, largos años

sorprendiendo el redoble de las eras,

el tañido del árbol de los sueños;

ciego peregrinaje por un aire

vacío, duermevela de tedio y de modorra

bajo un sol implacable.

Así, cuando llegamos a nosotros, golpea

la desazón de nunca haber llegado,

huéspedes de caminos imposibles,

a los muros soñados, imaginarios muros. (Tello, 82: 11).

     El viaje por “Oroelia”, por la montaña es el itinerario de ascenso hacia sí mismo, desconoce su voz, en el ascenso la identidad puede elevarse por encima del yo, conoce una verdad superior por encima de su identidad:

Para saber de mí llegué a estas cimas.

Me reconozco en los demás y dentro 

de mí me desconozco,

y tengo que llegar otra vez a mí mismo,

fundándome otra vez

para ir a ti de mí. (Tello, 2006: 42).

    Muchos de sus versos evocan un camino por el interior, un viaje casi por los confines del universo, tal vez sus límites sean los del yo que se sabe brizna, mota, célula micropartícula de un todo, de un macrocosmos. ¿Cuál es el sentido del viaje del ser? ¿Qué oscuridad, duda, miedo, falta de sentido debe cruzar en su interior? El poeta con sus símbolos, con su fuerza evocadora es capaz de despertar estas sensaciones con bellísimas imágenes:

Vientos encarcelados frente al final de un mundo

acercan hacia ti la sombra de unas lunas que se van

para no volver, enigma de otros cielos que

se borran, […]

¡Oh arrebato de puentes que tiende, eco de ecos, 

 sones

indescifrables en su verdad real! He ahí la aventura:

libertad de una vida deslumbrante de espejos.

El viento de la tarde barre las caravanas que se alejan

por un bosque de dunas humeantes. ¿Qué dicen negros

 astros?

¿Bajó el terror celeste no brillará un camino?

Incansable un jinete cabalga por la noche sin final. (Tello, 2005: 418-419).

 

    ¿Es posible intuir el éxtasis de la inmensidad? ¿podemos beber la eternidad en el licor de nuestro miedo? ¿Abriremos las puertas de los abismos si navegamos en los dominios que quedan fuera del yo, del tiempo y de la razón? No hay respuesta, su obra es un viaje a lugares que otros, sobre todo los miembros de la generación Beat trataron de frecuentar con sustancias que sacaran a la conciencia de la razón y sus dominios. Su poesía nos lleva, de manera sana y estimuladora para nuestro pensamiento a ese viaje sin la necesidad de que la mente pague los excesos y los peligros que conllevan lo anteriormente mencionado:

Donde bebió el Escriba, sumido en la caricia de

 su éxtasis,

rasgadas las alturas de eternidad en el terror del tiempo. […]

 ¿Te alejarás de aquí,

o te helará el espanto cuando se quiebre el hilo

de tu vida segada por el rayo, cegando por tus ojos

 las Estancias

del Sol? (Tello, 2005: 457).

    El lenguaje de la naturaleza, los elementos de la tierra, de Letux, de Oroel, los  paisajes de Aragón se convierten en signo, en símbolo poético tras el que indagar en los  misterios del ser, en el sentido que nos constituye, en el significado de lo que somos, en las  preguntas de lo que seremos cuando dejemos nuestro yo en los brazos del tiempo, en el  caso de nuestro poeta merecida es la afirmación de Cernuda, “mi nombre deje/al cuerpo  que designa en brazos de los siglos”, lo es por la belleza y profundidad de versos como  estos que ahondan en el misterio de existir y en lo que encontraremos al final de la vida:

Ya empieza a hallar sentido el argumento de mi vida,

como el de una película proyectada al revés.

Empiezo a andar tan dentro de mí mismo, y tan fuera

 de mí,

que dudo ya de toda orientación.

 Así el sueño del árbol

que, al llegar el invierno, se disipó en la nieve

y ahora prende en su tronco la llama silenciosa del hogar.

Soy lo que arde de mí, madera crepitante del tiempo

 y de la vida, [….]

 agua de mi pensar, por saber que si cambia, saltando

 las orillas

del corazón, se dormirá en el claro de un bosque

 solitario.

¿En qué lugar me hallo? ¿Quién me nombra a lo lejos,

 qué energía,

contracorriente y solo, me empuja a regresar?

 Si todo lo de fuera

es lo que cae dentro y mi interior resuena a la intemperie. (Tello, 2005: 644-645).

     Otro de los temas “filosóficos” que anidan en su obra es el del silencio, el de la “mística” de la palabra que contiene lo indecible también está presente en su obra. Existe ese orden que no puede ser evocado, la verdad que muere en la palabra, la vida de lo interno que solo puede ser recogida en cada sílaba del silencio:

Mira cómo el silencio

relampaguea. Vive, vive lo frío

y suma dos pupilas que intenten perforar

la densa granazón de las palabras.

En un mundo

de palabras inútiles, de sentidos inertes,

de pinceles batidos en un lienzo vacío.

Mira otra vez y habla,

habla otra vez y habla: oirás sólo el eco

de lo que no has intentado ni siquiera decir. (Tello, 2005: 227)

     Hermosos son estos versos que aluden al silencio, demostrando que es un poeta de altos vuelos, su obra es inagotable, basta una pequeña muestra como esta para rozarnos con su belleza en los más profundo de nuestro abismo, con el ruido imperceptible de la buena poesía, aquella que queda en los límites de lo indecible y nos trasmite el mensaje de la luz:

 

Hay un tiempo más claro que el silencio,

hay una luz más onda que el olvido,

y yo soy del olvido y del silencio

el pensamiento libre de la sangre,

la fuerza arrebatada de la luz. (Tello, 2000: 29).

    En esta búsqueda de lo inefable, lo imperceptible, sus versos continúan los de John Keats, especialmente su “Oda a un ruiseñor”, aluden a ese orden de lo invisible, sueño de la materia de dios, la luz que arde en ese orden interior ansiado, que tal vez tan solo en las palabras del poeta pueda hacerse imagen externa:

No eres real. Como irreal parece el sortilegio

de tu canción, que alguien oirá, o acolchado en la grama

donde el cielo delira, o acunado en las lianas

que besa el manantial. Por eso cantas al atardecer,

cuando el tiempo suspende sus algaras y vagan en la luz

libres los pensamientos de tantos rezagados

desterrados del sol. Y así, al tender la noche

sus alas silenciosas, las sombras, esas hijas aliadas del deseo,

mal de la intimidad, brillan bajo la luna y tú te entregas,

liberado de amores, a cantar tus amores. (Tello, 2005: 520).

 

    La naturaleza tiene una voz de abandono, un lugar en el que en el poema “La voz del monte” se le pide a esta que borre la conciencia del yo, que lo fusione con la verdad de la naturaleza, con su luz, con el fuego del sol, con el calor con el que suda la tierra, con la totalidad del universo:

 

Tembló una voz de fuego: “Ven aquí”,

dijo detrás de un árbol, ascua viva.

“Cumple las cinco normas de la fuente

y asciende. Sé varón del silencio

y sube hasta lo alto del camino; […]

“Que pierda la memoria —respondíle—

y sean su recuerdo estas palabras

con que me llamas, ascua que me incendia”.

Un resplandor llegaba desde el fondo

y allá a lo lejos, hacia Cantalobos,

el eco respondía con un eco zumbón.

Se oyó la voz ligera más que el fuego,

ya brasa viva antes de haber ardido

todo el aliento puro que enviaba:

“Deja el color del llano indefinible,

anégate en el iris del azul,

en su interior resolución de fuego:

nada de luz, conciencia

del pensamiento, imagen de ti mismo,

si ser espejo de los otros quieres”. (Tello, 2005: 238).

     En toda su obra subyace la búsqueda de un orden superior que ordene musicalmente el cosmos, a modo de las esferas pitagóricas, esa música de lo inaudible que poetizaba Fray Luis de León en “La oda a Salinas”, una música del universo, de un orden superior que rige el equilibrio de la vida, ese sentimiento místico está presente en poemas como “Luna en clavicordio”:

Si el amor no se expresa con mano tenebrosa,

al grito estrangulado en las gargantas del abismo,

es que el amor no existe. Y, si la vida existe

y nosotros por ella somos y soportamos,

entre ceniza y fuego, el desorden del mundo,

al orden de la música obedece,

a la pasión del hueso y la madera en que se aplacan

cielos e infiernos. Pauta de una memoria escrita

en la naturaleza compartida por hombres y por dioses. (Tello, 2005: 506-507). 

       Uno de los temas que aborda con mucha profundidad en la parte final de su obra es el encuentro con el otro, con la sombra que diría Jung, con la parte más oscura, aspectos rechazados de nuestra personalidad o recriminaciones de aquello que hicimos o hemos ido haciendo, en definitiva, lo que ha ido alejándonos de quienes nos gustaría no haber dejado de ser. Hay que favorecer el reencuentro, la integración de nuestra oscuridad, aquellas parcelas de nuestra psicología, los daños que han ensombrecido la luz y nos han llevado al dolor:

Conforme pasa el tiempo me desconozco más,

se me ofusca el sentido de estar a bien conmigo, […]

Como si todo lo vivido y lo soñado fuera obra

 de un extraño

que asume mis funciones, e, inquilino en su casa,

me echara a la intemperie,

huésped molesto que incumplió sus contratos […]

Debe de ser que aún vivo en otra parte,

que me perdí en el tiempo y ya no soy del tiempo. (Tello, 2005: 660-661).

    Esta idea es retomada en poemas posteriores en los que se representa la vida como  un teatro, lo que nos recuerda a Calderón la barca en su obra La vida es sueño, también a  Jaime Gil de Biedma que en su poema “Que la vida iba en serio uno lo empieza a aprender  más tarde” usaba la isotopía del teatro, una serie de metáforas encadenadas que aludían a  que la existencia es irreal, efímera como una representación, que somos actores de un personaje  que oculta al verdadero actor en su papel, en su actuación externa, nuestra identidad es un  personaje, la persona queda desdibujada tras el actor:

Aunque quisimos ser

aquellos que no fuimos, personajes ficticios

de un dramón inconcluso, un monólogo absurdo

que nos mantuvo en pie, tal marionetas,

lo que duró el rumor de unas palabras,

una conversación sin tino de psicópatas,

recital que despierta los bostezos

de un auditorio ajeno y aburrido

en lóbrega platea poblada de fantasmas. (Tello, 2005: 671).

    El espejo, el otro lado del sueño, el reverso de nuestra alteridad aparece en un poema de resonancias a Borges, es el que nos mira el otro, el que está al otro lado de la identidad, es aquel que descocemos que somos o el que fuimos, o la máscara que queda al desnudar todas las apariencias, interesante poema que da lugar a la misma duda con la que se interrogaba Miguel Labordeta: “¿dime […]: quién eres tú?”:

Para ti que te niegas a entregarme

a aquel que debí ser, muerto en mis ojos,

tus ojos avarientos, y preguntas

mis manos apretando y te compones

al interior como un reptil de tardas

presencias, y no llegas

a ser de ti sino lo que no soy.

Mira la imagen, guarda bien el gesto

de su interior, indaga si aún respiro. (Tello, 2006: 33).

     Relacionado con el otro está conectada la temática de la libertad. Nos gusta creer que somos libres completamente o que perseguimos esa libertad absoluta inexistente. Pero, en realidad, siempre hay algo más allá que nos esclaviza, un impedimento impuesto que nos imposibilita alcanzar el vuelo de un pájaro o la profundidad a la que nada un pez. Según Tello, sólo podremos alcanzar la verdadera libertad cuando muramos, cuando por fin nos alejemos de todo el mundo esclavista y no haya barreras físicas, interiores o “peros” que se impongan:

 

Libertad, yo te sueño como un aire clemente.

Atado al viento estoy y sufro la condena de su tralla;

demonio de la llama, la pupila de fuego […]

Mi cárcel lo que dura el resplandor 

del volcán de la llama en el sueño del viento […]

Seré dueño del aire cuando mi adiós os llegue

y escape, allá en el fondo, de la densa Mirada. (Tello, 1975: 31).

    El yo lírico es en la mirada poética de Rosendo el vigilante de lo invisible, el miniaturista de interiores, de mitos, de símbolos que nos retrotraen a la memoria de lo vivido. Se debe mirar, como afirmaban Coleridge y Wordsworth, con el ojo interior, con el de la imaginación y así el bardo es el profeta, como William Blake que en The mental traveller aludía al viaje por nuestra mente. La contraposición de los contrarios permitía entrar en esa realidad otra, en una unidad trascendental que roza lo infinito. Esto es lo  que aquí hace el yo lírico, acuarelista del paisaje del pasado en el lienzo del presente  que da forma, con esa mirada, la de memoria, a ese contínuum que es nuestra  percepción temporal, porque el tiempo de ese pasado es también el del ahora,  constituyendo un devenir eterno: “Conozco ya mi sueño por ese fuego opaco/que tienes  en los ojos, alma ausente./Conozco mi llegada por esa brasa azul/que aún cuelga de  tus manos./Poco traerte puedo si no es aquella llama/que prendiste en mis ojos/y me  salva en tu muerte el amor a lo claro”. Si lo vivido es agua, también es el instante una gota del río del tiempo que todo lo lleva en su transcurrir, lo que fue, lo que es y lo que será. Así el yo poético es el mar de todas sus aguas en la mirada final, sabedor de que aquellos que se fueron, los padres, los amigos, forman parte de esa corriente eterna. El río del ahora los lleva en sus aguas, las de la poesía, que recorrerán siempre ese paisaje pintado por el poeta.

 

BIBLIOGRAFÍA:

Tello, Rosendo (1975): Antología, Zaragoza, Aula de poesía.

_____ (1982): Meditaciones de medianoche, Zaragoza, Olifante.

_____ (2000): Augurios y leyendas de un tiempo que se va, Zaragoza, Prames.

_____ (2005): El vigilante y su fábula, Zaragoza, Prames. 

_____ (2006): En el corazón de la luz, Zaragoza, Gobierno de Aragón.

_____ (2023): Compás y tierra, Zaragoza, Los libros del gato negro.

 

Varios autores (2021): La cadencia del mundo, homenaje a Rosendo Tello, Zaragoza, Olifante.

1Los poemas que conforman estos dos ejemplos iniciales han sido tomados del último libro publicado por el poeta, que constituye una excelente antología seleccionada por José Antonio Conde titulada Compás y tierra (Zaragoza, 2023, Los libros del gato negro) en la que la pintura del pasado es evocada e en poemas que parecen un retrato pictórico-poético que genera todo un mundo de imágenes cromáticas y paisajísticas en la imaginación del lector.

Artículos relacionados :