El peso de la vida


Por Liberata                                                      

                El mes pasado escribí un soneto que me pareció adecuado para las circunstancias del momento, instando tanto a dirigentes como a dirigidos a ponerse  las pilas y trabajar duro cada cual en sus respectivas posiciones.

     Sin duda, para que un país mejore el conjunto de sus perspectivas será necesario que dirigentes y subordinados de la política remen en la misma dirección -los votantes bastante hacen con eso, con elegir a sus representantes y acudir al curro cada día o seguir buscándolo- la de la prosperidad general honestamente concebida.  O sea, en la práctica de la honradez más escrupulosa -nada de “mamandurrias”, como diría alguien-, sobres, ni otras prebendas. Eso, como propósito básico  e inalterable. Dando ejemplo desde las más altas esferas reduciendo  los gastos suntuarios que rodean a  mandatarios y cohorte, asignando a las personas adecuadas para desempeñar las misiones más importantes, procurando que  la riqueza sea justamente distribuida,  ejerciendo  una asertiva diplomacia en el exterior… O sea, que el puzzle, por supuesto complicado, encaje perfectamente, ya que sin duda existe la necesaria dosis de talento para lograrlo. Si algo lo impide, será la codicia -que debe ser harto contagiosa- los egos inflados como globos,  y otras debilidades humanas que jamás deberían trasgredir la línea existente entre lo personal y lo profesional. Tampoco estarían mal unos medios de comunicación al servicio de todos -mejorando lo presente, porque hay mucho que mejorar- y, por supuesto, una educación debidamente estimada como si de un diamante rosa se tratara, y, a su lado el cuidado de la salud, también de todos, naturalmente. Por supuesto, sería deseable que todas esas prácticas se hallaran sazonadas  por el humanismo. Tal vez entonces si se podría hablar del “estado del bienestar”. Excuso decir que los respectivos idearios siempre estarán ahí, pero también que cuando se tratara de llevar a cabo proyectos necesarios o convenientes para la sociedad, habrían de quedar en vía muerta las opiniones negativas sin osar obstaculizar los mismos. No sé si eso es política, mera gestión, o sólo sentido común elevado al cubo. La sociedad -cada vez menos ignorante por fortuna- está compuesta por todos nosotros. Y “el factor humano” se halla en la esencia del  niño que reclama lo que desea  por medio de una rabieta, que de adulto va comprendiendo que casi todo logro en la vida es producto de un trueque  (yo me volqué fervientemente en el desarrollo de la que fuera mi vocación y ahora recojo el fruto, por ejemplo) y de anciano comprende que la afectividad satisfecha es el mayor de los tesoros conquistados, a mucha distancia de los bienes materiales que excedan del bienestar social por el que se lucha. Lamentablemente, esta última es una enseñanza que suele asimilarse tarde, cuando ya se ha derrochado demasiada energía en tratar de poseer lo que veíamos ambicionar a nuestro alrededor. El acusado sentido de pertenencia al gregarismo puede llegar a suponer un lastre.

       Yo diría que lo descrito -un cúmulo de obligaciones- constituye el peso de la vida, el tedio de vivirla, de cumplir incluso  sus normas que se nos antojen  más áridas o severas. Sin embargo, creo que existe otra faceta de cuyo disfrute todos nacemos posibles beneficiarios. Ésa es la verdadera fortuna oculta en el interior de cada cual. Y obra de padres y educadores por igual será descubrirla en los menores a su debido tiempo. Se me ocurren tres ilustres pensamientos al respecto: 

      Cuando uno cree de verdad en sí mismo, no necesita que lo hagan los demás. Miguel de Unamuno.

      Nada verdaderamente grande se ha hecho sin poner en ello una gran pasión. Hegel.

       Y la existencia, según un proverbio oriental, de “El albergue de la sexta felicidad”.

       Buen verano.

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