Javier Tomeo en ‘Turia’


Por Carlos Calvo

  Hay en el ‘Quijote’ un personaje que visita al sastre para que le haga una caperuza. A tal fin, entrega al alfayate no más que una cuarta parte de paño, inquiriendo, de paso, si con esa cantidad de tela es posible confeccionar una cubrecabezas.

    El sastre se concentra y dictamina que con una carta de lienzo se pueden coser, incluso, cinco caperuzas, una para cada dedo. Algo parecido sucede con el escritor Javier Tomeo, que ahora le dedica la revista turolense ‘Turia’, en su número 131, un monográfico de ciento cincuenta páginas, a los seis años de su muerte en Barcelona, la ciudad que le acoge desde siempre. Tomeo es un escritor simbólico para esta publicación porque empieza con ella, aportando al número cero, en 1983, su ‘Bestiario inédito’.

  Una veintena de periodistas o estudiosos de diversas latitudes (Agustín Faro Forteza, Antonio Pérez Lasheras, María Pérez Heredia, Francisco Luis del Pino Olmedo, Fernando del Val, Juan Casamayor, Enrique Murillo, Luis Alegre, Daniel Gascón,, Mariano Gistaín, Ángel Rodríguez Abad, Pablo Pérez Rubio, Ismael Grasa, Sylvie Fournié-Chaboche, Irene Andrés-Suárez, Fernando Valls, Francisco González García, Antón Castro) rinden homenaje, a través de sus textos, a este escritor oscense (de Quincena, cosecha del treinta y dos), todo ello coordinado por el escritor y crítico Ramón Acín, quien ha realizado una tesis doctoral sobre su obra y uno de los estudiosos que mejor le conocen. O esa es la creencia. Leyendo este monográfico, sin embargo, me vienen a la cabeza esos documentales (o reportajes, o lo que sean) referidos a ilustres paisanos nuestros que han ido realizando los ‘niños’ mimados del audiovisual aragonés, en los que todo parecen parabienes. Todos los bustos parlantes, casi siempre los mismos, hablan maravillas del protagonista respectivo. Para rematar, las recurrentes voces en off envuelven las hagiografías en celofán y lacito. Nunca hay sombras. Todo son luces. Todos son santos (alabado seas, señor). La obra y vida de quien sea es vista sectariamente, y en positividad, por el amigo (o interesado) de turno. Así no hay manera. Como la canción. Y así nos va.

  El autor de ‘Cariñena’, sin ir más lejos, destaca de Tomeo, en cierto modo un realista a través de la deformación, acaso en la misma línea –es un decir- que las pinturas negras de Goya o los espejos cóncavos de Valle Inclán lo son, su capacidad para escribir desde lo más correcto y sensato hasta lo más disparatado. Pero eso, maldita sea, no es suficiente para catalogarle como escritor de tomo y lomo. O de lomo y tomo, vaya usted a saber. Unos y otros ejecutan sus textos como una historia repleta de luces. Las sombras, vitales o autorales, brillan por su más absoluta ausencia. Sombras que siguen permaneciendo en el olvido y, ay, no se dan a conocer pese a la cantidad de hojas empleadas. A loa por hoja, se podría decir. Unos artículos, en definitiva, que inciden en la necesidad de desinflar el ego para conseguir la felicidad. Pero… ¿qué es exactamente el ego? La doctora Deepak Chopra lo define así: “Es tu máscara social, tu imagen, el papel que estás desempeñando. Crece con la aprobación, quiere controlar y se sostiene con poder, porque vive del miedo”.

  En el monográfico de la última ‘Turia’, revista cultural que dirige Raúl Carlos Maícas, se citan cosas así: “Solo un ‘alien’ como él pudo escribir inolvidables obras maestras”. O “un aragonés universal y uno de los autores más importantes y singulares de finales del siglo veinte y principios del veintiuno”. O “un corredor de fondo de la literatura española contemporánea”. O “un creador outsider, marginal, extraño, raro, insólito e inclasificable”. O “el Kafka aragonés”. No le faltaba razón a Juan Benet cuando acusaba a Tomeo de hacer croquetas literarias, porque solo tiene un registro, un sabor, a la manera de un despertador que funciona como un cangrejo. Lo afirmaba con recochineo, pero, probablemente, es la mejor alabanza que se ha dicho del escritor oscense. Mucho más que comparar su mundo literario con Thomas Bernhard o con Luis Buñuel. ¡Como comparar unas croquetas de langosta con una novela de Aramburu! Tomeo se defendía de esas acusaciones y le soltaba que nunca se dejaba engatusar por la sonoridad del lenguaje, como él.

  Y es que Tomeo, a decir verdad, juega con una fórmula que le da sabrosos réditos. Y con poco esfuerzo. Su escritura, breve y sintética, está más cerca del fogonazo que de la argumentación, y resulta, ay, candorosamente ingenua, infantil. Sus novelas, digo, son breves, con una prosa acelerada, y abundan en ellas las largas conversaciones a través de las cuales se va desvelando algo oculto, una inquina, un odio cegador, un miedo común, un afán de venganza. Yo creo que sus experimentos en ‘Amado monstruo’ o en ‘El castillo de la carta cifrada’ le funcionan y son obras más o menos potentes, más o menos conseguidas. Sin embargo, cuando las experimentaciones son fallidas, cuando no cuajan, los resultados dejan mucho que desear. Su literatura, particularmente, no me interesa en exceso. Sin negarle el reconocimiento de sus muchos seguidores, su literatura es tediosa, a mi modo de ver. No me convence su forma especial de ver el mundo, siempre repetida, siempre con idéntico sabor, siempre con las mismas obsesiones, esa mirada fantástica y surrealista con la que se inventa un universo poblado de seres imperfectos con los que representa y caricaturiza la realidad, buscando, tal vez, el monstruo que todos llevamos dentro.

  Solo muy pocos escritores han dado cuenta del universo onírico y lo han hecho, además, de un modo distinto: Borges, que reúne un muestrario en su libro de los sueños; Perec, que describe maravillosamente algunos en ‘La cámara oscura’; Walser, que también apunta unos cuantos; y Fogwill, como ejercicio de aprendizaje para sobrevivir a la realidad de los otros. La sensación de irrealidad de Tomeo es otra cosa. Los protagonistas de sus relatos, en efecto, son bestias, animales, enanos, ciegos, sordos, niñas con dos cabezas, hombres con seis dedos en cada mano y, sobre todo, gente solitaria. Buena parte de sus cuentos y novelas gravitan en torno a uno de los fenómenos capitales de la vida moderna: la incomunicación. Su gran tema monográfico es la soledad, bajo cuyo manto se cobijan todas las angustias que merodean al hombre. Esto es, el miedo a la muerte, el miedo al sexo, el miedo al prójimo, y las aberrantes taras que tales miedos encubren.

  Tales taras las contempla Tomeo con una lente de aumento, deformante y caricaturesca, y lo hace con una socarronería que alcanza momentos de cierta comicidad, en contraste con una escritura que mantiene siempre la impasibilidad del entomólogo. Sus personajes son siempre excéntricos, y sus excentricidades, físicas o morales, y con frecuencia ambas, han ido colonizando poco a poco sus almas, como una gangrena callada, hasta convertirlos en lacayos o en tiranos. Lacayos en busca de un tirano que los someta y tiranos en busca de un lacayo a quien poder someter. Son lacayos y tiranos íntimamente abrazados en su ansia nunca colmada de redención. Toda la obra de Javier Tomeo debe leerse como una parábola –sin pretensiones moralizantes, pero extremadamente moral- sobre la condición humana. Una parábola de fondo amargo, a menudo habitada de secretos horrores y patologías confusas, que, no obstante, sabe aliviarse de un humor discretamente cazurro.

  Cazurro, sí, como buen aragonés. Y rústico. Y tozudo. Por eso escribe en “negro”, en subterráneo, novelas claustrofóbicas, cuentos minimalistas, teñidos todos de un humor satírico y surreal, absurdo e irreal. La mayoría de sus títulos están poblados por seres extraños, a mitad del animal y del hombre, porque “el monstruo”, advierte, “permite señalar defectos y moralizar, y el lector, más que nunca, necesita ser moralizado”. Sus lecturas de Kafka, Sartre, Hansum o Poe le desmarcan del realismo social y liquidan la exigencia de subordinar las letras al compromiso, a la lucha, para elaborar, esto es, un mundo del inconsciente, de las pulsiones, de las motivaciones freudianas. Y es que le encanta leer al médico austriaco, es “gran literatura”, aunque sus ideas estén pasadas de moda. “Todos mis amigos que siguen una terapia freudiana”, afirma el oscense, “acaban diciendo siempre que van a buscarse otro método”.

  Novelista, cuentista y articulista, de una fraseología breve fruto de una destilación del lenguaje poco común (“si puedo decir algo en cuatro palabras no uso ocho”, recuerda), Tomeo es considerado el Kafka español por antonomasia, aunque no creo que tengan mucho que ver. Sus ficciones son como parábolas animadas de la vida y de las insensateces del humano discurrir a través de un diálogo vivaz, repleto de ocurrencias, paradojas y equívocos, de humor gregueresco, de anécdotas enloquecidas, más poéticas y tiernas que feroces.

  Admirador del ‘Quijote’ de Cervantes (y de Dante, y de Shakespeare, tan ejemplares), Tomeo se apodera de la mitología, de las fábulas, de la historia, de la flora, de la fauna, de la intertextualidad, del surrealismo, del esperpento, del absurdo, y lo reinventa todo, en busca de “su” realidad. El oscense llega a la escritura a través de su formación académica como criminólogo, que le permite explorar las vías de la intriga en algunas de sus obras con ambientes sórdidos, definidos por las analogías respecto al mundo animal y particularmente de los insectos que tanto ha estudiado en sus comportamientos. Para él, “los insectos, en su conducta instintiva, siguen códigos que nos sirven muy bien a la hora de interpretar conductas humanas, son hermosos, su simetría es impresionante, solo existe en ellos”.

  Su vocación, en realidad, arranca en la editorial Bruguera con literatura de quiosco, novelas del oeste, de intrigas policiacas, de terror, relatos de esclavitud, bajo el seudónimo de Frantz Keller, nombre a la inglesa que utiliza por decoro y porque es lo que se vende. Es una época en la que el objetivo esencial de la novela popular es el entretenimiento, productos que proporcionen evasión, y sirve de puerta para acceder a la literatura seria, la que provoca una reflexión, la que sitúa al lector ante hechos incómodos, la que hace descubrir cosas. La inmensa mayoría de estas novelas populares son un asco, pero hay algunas bastante aceptables, incluso muy buenas. Y no precisamente las de Tomeo. Esta corriente ha tenido tantas obras maestras, interesantes novelas o basura como cualquier otro género literario. Y ciertos autores están llenos de valores, sobre todo en cuanto a creación de personajes y sentido del diálogo, que ya quisieran algunos ‘juntaletras’ que pululan por el universo intelectual, de aquí y de allá.

  Ahí están, sin ir más lejos, José Mallorquí (consagrado con ‘El coyote’, y uno de cuyos relatos sirve a José Luis Borau para la realización de su primer largometraje, ‘Brandy’), Francisco González Ledesma (premio Planeta en 1984 por ‘Crónica sentimental en rojo’, cuyos orígenes están unidos al western con el seudónimo de Silver Kane), Juan Gallardo Muñoz (que firma como Curtis Garland o Donald Curtis), Antonio Vera Ramírez (que se da a conocer como Lou Carrigan) o el imperecedero Marcial Lafuente Estefanía, el Pérez-Reverte contemporáneo, que sigue publicando, pese a haber muerto. ¡Resulta que son sus nietos!

  Unos escritores, al fin y al cabo, que practican una literatura excluida de las librerías, pero, en su tiempo, son los reyes del quiosco. Los bolsilibros de Bruguera, de Rollán, las aventuras bélicas, las ficciones científicas, las intrigas varias, llevan el nombre de toda una generación (Keith Luger, Frank Caudett, Ralph Barby, Clark Corrados, Donald Meyer, Kelltom McIntire, Ray Lecter, Howard Onson, Vic Logan, Clifford Hilton, Joss Tanner, Fred Baxter, Larry Harris, Joseph Berna, Mark Sten, Mortimer Cody…) a la que ninguna historia de la literatura española le ha concedido una sola página, un solo párrafo. Son grandes nombres de la literatura popular, dispares en calidad y fama, que les une el haberse forjado como novelistas en la sórdida posguerra, donde escribir, lejos de ser un oficio noble, es una cuestión de subsistencia. Y, muchas veces, con diálogos tan rápidos que parecen sacados de algunos relatos de Hemingway, aquel escritor que escribía rematadamente mal.

  Todos estos escritores, a los que Tomeo aprecia y considera porque se cría y se crea con ellos, y los miles de personas que los leen, han sido ignorados, ninguneados, despreciados. Jamás un manual se ha detenido a explicar que entre 1950 y 1980 existe toda una generación de escritores dedicados en cuerpo y alma (es un decir, las dos cosas se las roban en las editoriales) a nutrir la literatura de masas española. Ni siquiera una mención. Ni siquiera las migajas que quedan después de los cenorrios de los premios. ¿Por qué a este puñado de escritores se le ha expulsado a patadas de la fiesta? ¿Por qué algún avispado de la política cultural zaragozana promueve el “nobel” literario para Tomeo? ¿Por qué, sin embargo, no tiene el premio de las letras aragonesas? ¿Quién ha leído ‘Lagartijas en el sendero’, ‘Cóctel de cucarachas’ o ‘Buitres al acecho’, que ya apuntan el estilo animalario del escritor oscense? Mientras tanto, los gacetilleros, tan así, impulsaron, con telegramas o sin ellos, la inhumación del muerto a su tierra del origen, y, por supuesto, lo comparan con el Goya de las letras. Las amistades impostadas. Duelo al sol, risotada al amanecer. O sea, el paisanaje, que diría el maestro Umbral.

  Alto, corpulento, gordote, con pintas de exboxeador (a lo Urtain), de ogro manso y andares lentos, simpático y tratable, seductor y algo cínico, de voz bronca y risotadas inesperadas, de facciones rudas y nariz alargada, Tomeo siempre me ha recordado a una suerte de Buñuel, al que siempre trata de santo (“san Buñuel, mi dios”), aunque sus mundos, creo, poco o nada tengan que ver, a pesar de lo que digan… los demás. Nunca ha sido un gran aficionado al cine, le interesa poco, y lo considera solo un entretenimiento. Solo está Buñuel, que hace las películas que a él le gustaría escribir. Me parece que a Tomeo le gusta Buñuel porque el director de ‘El ángel exterminador’ es un pionero –como Fellini, como Godard- en transformar sus experiencias en arte, asume el dolor de su vida, los miedos que le atenazan y los exorciza a través de la creación. Por eso es su gran inspiración, como también el ‘Cándido’ de Voltaire o ‘Los 120 días de Sodoma’ del marqués de Sade, aunque encuentra esta última obra un poco exagerada.

  Al autor de ‘Pecados griegos’ le encantan, pues, las películas de su paisano, sobre todo las mexicanas, y tiene con el cine sus más y sus menos, siendo, por territorialidad, un asiduo del festival internacional de cine de Huesca. David Trueba parece querer enrolarlo de actor en su primera película, ‘La buena vida’ (1996) –la melancólica historia de un adolescente y su despertar a la vida-, pero, por timidez, rechaza la oferta. Una oferta que acepta, no obstante, con el escritor y cineasta Carlos Cañeque al participar en su última película, ‘La cámara lúcida’, en la que hace una disertación sobre Dalí y acaba imitando al pintor ampurdanés. “Ya había sido, para mí, el mejor de mi anterior filme, ‘Queridísimos intelectuales (del placer y del dolor)’, junto a Santiago Carrillo, Xavier Rubert de Ventós o Román Gubern”, dice Cañeque, quien define al autor aragonés como “el Marcel Duchamp actual” y que, a su juicio, siempre se ha caracterizado por “su espontaneidad y su antipedantería”. Pues vale.

  Su novela ‘El crimen del cine Oriente’ parte de un encargo para un guion cinematográfico, que escribe junto a Manuel Marinero y Pedro Costa, y este último produce y dirige el filme en 1996, surgido de su interés por la crónica negra hispana y ambientado en Valencia durante la etapa más sórdida del franquismo, y, aunque revela errores de construcción y verosimilitud, evita, al menos, caminos trillados, con un despliegue de honesta eficacia en la que tiene mucho que ver la fotografía de Jaume Peracaula, la banda sonora de Juan Carlos Cuello, las actrices Anabel Alonso y Marta Fernández Muro o los actores Pepe Rubianes y José María Pou.

  Con Pou, precisamente, surge una relación fantástica, es el actor perfecto para muchos de sus personajes, y estrenan juntos tres obras seguidas: ‘Amado monstruo’, ‘El gallitigre’ y ‘El cazador de leones’. Sin escribir una obra de teatro (en realidad, escribió un encargo para Mérida, ‘Los bosques de Nyx’), Tomeo ha sido uno de los autores españoles más representados en los escenarios europeos. Es el director escénico Jacques Nichet quien, en 1987, le descubre para el teatro francés y significa el punto de partida de una escalada que le lleva a los más variopintos escenarios de España, de Francia, de Alemania, de  Inglaterra, de Suecia, de Dinamarca, de Noruega: ‘El castillo de la carta cifrada’, ‘El mayordomo miope’, ‘Historias mínimas’, ‘Los misterios de la ópera’, ‘La agonía de Proserpina’, ‘Bestiario’, ‘Diálogo en re menor’…

  Son los franceses, pues, y enseguida los alemanes, quienes descubren –y nos descubren- a Tomeo. Y le colocan en el centro del escenario. El resto, como siempre, se apunta al caballo ganador de la amistad interesada, a deshora y poniéndose medallas, a la manera del Fassbinder de ‘Todos nos llamamos Alí’. Tomeo, en cualquier caso, abre en su carrera una etapa de enorme proyección internacional, colocando en primer plano sus novelas y cuentos ya editados, y propiciando que de todas partes le lleguen peticiones de nuevas historias. En ninguno de los casos hay que hacer una adaptación dramática a fondo, porque sus novelas son básicamente diálogos. Sus historias, en efecto, se adaptan bien a la dramaturgia porque su planteamiento, desarrollo y desenlace suelen estar bien marcados, tienen pocos personajes y el lenguaje utilizado es claro y conversacional.

  Autor de casi medio centenar de libros, Javier Tomeo bucea en unos personajes a la deriva y en unas historias que simbolizan la armonía universal. La inocua entrevista de trabajo que va desvelando la extraña personalidad del aspirante en ‘Amado monstruo’. La fábula sobre la imposibilidad de escribir y mandar cartas en ‘El castillo de la carta cifrada’. Los espectadores a una función que son aniquilados uno a uno en ‘El unicornio’. El hombre que se encierra para siempre en su habitación para evitar el trato con su madre en ‘El cazador’. La bestial unión del bien y del mal, a través del cruce del felino enamorado del ave, en ‘El gallitigre’. Los vendedores de sillones giratorios en busca de países inexistentes en ‘Preparativos de viaje’. El individuo solitario que dialoga con una mujer de plástico, y solo oye ruidos, en ‘La mirada de la muñeca hinchable’. Otro hombre solitario que habla, esta vez, con su madre muerta en ‘El cantante de boleros’. La larga conversación erótica en ‘La agonía de Proserpina’. Los espectadores que acuden al teatro, pero la función parece no empezar, y nadie sabe qué obra se representa, en ‘Patio de butacas’. El tipo solitario que se dedica a crear monstruos a partir de las piezas que le facilita su tío, un hombre de mirada envejecida y colmillos afilados, en ‘Constructores de monstruos’…

  Al fin y al cabo, los misterios de Tomeo son varios, dignos de un estudio en profundidad, tanto si suceden –supuestamente- en el lejano oeste como en el escenario de la ópera. ¿Conocería Tomeo el cuento de Clarín ‘La reina Margarita’, que aborda un tema parecido al de ‘Los misterios de la ópera’, pero con distinta perspectiva y un final bien diferente? ¿Hacía Tomeo literatura de quiosco? Poco (o nada) se habla en este monográfico de ‘Turia’ de un autor decididamente sobrevalorado, porque los distintos textos se dedican a diseccionar desde el almíbar sus obsesiones en torno al amor, al sexo, la incomunicación, el egoísmo, la soledad o la muerte. Pero uno no tiene tan claro que este monográfico marque un antes y un después en el conocimiento del escritor oscense, ni de la probable coherencia desde el comienzo hasta el final de su narrativa.

  Tomeo empieza escribiendo baratas novelitas de quiosco, decía más arriba, y luego le da por leer a Kafka, a Sartre, a Hansum, a Poe, para desmarcarse del realismo y escribir más negro, más misterioso, y acercarse a su dios Buñuel. Tal vez tuvo la culpa la pintura de Goya. Tal vez no. Pero ya poco importa, porque, por decirlo con Talleyrand, “todo lo que es exagerado es insignificante”. Como igual de insignificante resulte que Tomeo elogiara la literatura de Félix Romeo, Ismael Grasa, Manuel Vilas o Juan Bolea, pues lo manifiesta con la boca pequeña, al no leer, por higiene, a sus contemporáneos. Quien no conozca la actual narrativa aragonesa y se deje llevar por los juicios (o consejos, o sugerencias, o bromas, o lo que sean) del oscense va listo.

  El propio Grasa, en un acto de humildad que le honra, asegura que Tomeo “era muy generoso y se dejaba llevar a menudo por el corazón”. Y es que las ilusiones a veces se topan irremediablemente con los hechos y solo el incauto opta por resistirse o despertar para seguir navegando por lo onírico y lo irreal. Ya le ocurre al personaje de Cervantes, que con un cuarto de paño quiere una caperuza, y el sastre se concentra y dictamina que con una cuarta de lienzo se pueden coser, incluso, cinco caperuzas, una para cada dedo. Y todavía sobran para aquellos hombres con seis dedos en cada mano. O en cada pie.

  Parece ser, en fin, que a los Acín, Castro, Gascón, Alegre, Valls, Gistaín y compañía les entusiasma la literatura de Javier Tomeo. A mí, tampoco. ¡Abajo las caenas!

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