Faralaes lejanos


Por JJ. Beeme

      Una veinteañera entusiasta, bailarina flamenca y terne miope, llega a un Madrid enfangado en un golpe de estado que no tarda en degenerar en guerra abierta.

     Es Janet, políglota neoyorquina hija única de dos artistas: el músico vienés Hugo Riesenfeld (violinista, director de orquesta en el cine mudo y compositor de bandas sonoras para los pioneros DeMille, Griffith, Murnau, Hawks, Walsh) y la soprano Mabel Dunning, de Connecticut, que viene contratada por Encarnación López Júlvez La Argentinita para sus cuadros de danza española. También viene por amor, siguiendo los pasos de un joven empresario de la alta burguesía barcelonesa, Jaime Castanys.

 

   Cruzada la frontera por Portbou gracias a una acreditación de intérprete y corresponsal, pronto arrincona manidos clichés de sol y juerga gitana y en pocos meses se empapa de madrileñismo, asiste a los concurridos y todavía gayos cafés (el Brasil del Palacio de la Prensa, el Miami, el Aquarium, los merenderos del Paseo de la Bombilla), regatea en los puestos del mercado, intima con los flamencos cuando ensaya en la academia del riclano Genaro Monreal o conociendo por dentro a la gente del bronce, merced a su pareja de baile Miguel Albaicín, traba amistad con otros reporteros de primera línea (Villatoro, Izcaray, Cimorra) y ve cómo sus amigos artistas empiezan a alistarse, participa en múltiples galas benéficas (como la del Teatro de la Zarzuela, donde actúan Pastora Imperio o la propia Argentinita y que Alberti interrumpe para comunicar, incrédulo, el asesinato de Lorca) y nota, la mirada es hemingwayana, una singular ósmosis entre toreo y danza.

    Vive asimismo el lado tenebroso del conflicto, un asedio asfixiante de las tropas franquistas que ahora, interpelados por el martirio de Gaza, podemos representarnos en toda su crudeza: bombas de la aviación (algunas llevan la esvástica) a cualquier hora del día, francotiradores que no dudan en sembrar el terror disparando a niños en plena calle, heridos que llegan del frente, españoles o brigadistas, y yacen como grecos desmayados, masas de refugiados que revientan las costuras de la ciudad y paisanos que desfilan en mono de trabajo alzando el puño, un aviador republicano al que devuelven descuartizado después de saltar en paracaídas del otro lado, el cine soviético que inspira al deportista y miliciano “tanquista” Antonio Coll, pero también denuncias anónimas y sacas, la eliminación de su novio quintacolumnista, el espectáculo de los toros, otra vez, sólo que cebándose en seres humanos en el coso de Badajoz. La ruina y el caos: “En España, mañana es una palabra olvidada.”

    Pero tiene que salir del infierno en diciembre del 36, repatriada por la embajada norteamericana, y es de vuelta a Hollywood, en una entrevista para Los Angeles Times (“Una bailarina casi muere en la guerra. Bienvenida a casa desde tierras tumultuosas”), donde cuenta que ha escapado por los pelos de una bomba rebelde sobre una cola de racionamiento, que mata a cuarenta personas entre mujeres y niños, en una brutal estrategia para minar la moral republicana golpeando mercados y barrios pobres de la capital, y que se ha comprometido a transformar sus notas autobiográficas en libro (que entonces titula Viví mi vida a los 21) con el editor y escritor humorista Bennet Cerf, uno de los fundadores de Random House: “Por primera vez estoy comprendiendo lo que es estar vivo. He visto mucha muerte.”

    Finalmente pondrá por escrito sus recuerdos de militante antifascismo, sin carné político pero consciente de contribuir al creciente army of liberals en un mundo donde no cabía inhibirse, en Dancer in Madrid, que en Europa estampa la George G. Harrap de Londres, editorial especializada en libros educativos y memorias como las de Churchill. Su traducción al castellano, propiciada por la benemérita Renacimiento en su colección Espuela de Plata, llega a mis manos gracias a la doble amistad de mi maestro Agustín Sánchez Vidal, su prologuista con Julián Casanova, y de Amparo Martínez Herranz, su editora y redescubridora.

     De nuevo en México, Janet recupera su alias Raquel Rojas como “bailarina exótica y vampiresa” que, casi enseguida, se pone ante las cámaras con Armendáriz, los hermanos Soler, Infante y Negrete, y con este y Cantinflas compartirá responsabilidades y batallas en el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica. Exiliada entre exiliados, explota su cultura híbrida (“la mujer extranjera, la vampiresa, la actriz gringa que se enamoraba del macho mexicano, la torva espía nazi, la fogosa flamenca”, en palabras de Pérez Turrent) ya como actriz, ya como prolífica guionista en la época de oro del cine azteca, firmando sus propios trabajos o colaborando en los de su marido Luis Alcoriza. Y los Alcoriza nos remiten, naturalmente, al padre-maestro Buñuel, a quien llegan por vía del realizador Norman Foster: la política de Buena Vecindad facilita las coproducciones. El llorado piano de Jeanne Rucar se lo regaló su amiga Jeannette, al tiempo que los dos Luises (con sutiles apostillas, quién sabe, de nuestra protagonista) compadreaban algunas de las mejores cintas del cine político-social de los 50-60, a partir de Los olvidados.

    El suyo es un “hispanismo nómada” (María Labbato, en su tesis para la Universidad de Florida, lo compara con el de la poeta y activista Muriel Rukeyser, otra judía de Nueva York que dejó sus memorias guerracivilistas), que testimonia primero en su visión de una España fracturada por la guerra y luego, a través de su escritura para la pantalla, en el desmontaje de estereotipos hispano-charros. Una forma de hispanofilia que vendría a ampliar la Spanish Craze del cambio de siglo, efervescentemente descrita por el profesor Sánchez Vidal. 

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