Por Carlos Calvo
Se encuentra en el primer ciclo de la vida: la niñez. Ya llegará lo demás: la adolescencia, el primer amor, la separación, la muerte… De momento, y que dure, me tiene enamorado.
Hablo de Carla, mi hija. Es una lectora empedernida de cuentos. Y una escritora en ciernes, desde luego, con una imaginación que me desborda. Siempre me pide que le cuente historias y luego las escribe. Solo le corrijo, como es natural a sus ocho años, la sintaxis y la ortografía. Y le propongo cambiar unos adjetivos por otros. O por ninguno. En casa, si tú no lees, tu hijo no lo va a hacer. A los hijos no solo hay que enseñarles el amor por la lectura, sino también por el vínculo afectivo. Todos los días, por eso mismo, cae un libro. Lo leemos a dúo: un párrafo ella, un párrafo yo. Hasta el final. Y vuelta a empezar. Día tras día.
Los cuentos son herramientas, monumentos literarios creados por la humanidad para la transmisión de conocimiento. La humanidad entera viaja hacia un mismo lugar, sí, pero con mapas diferentes. Cuentos y mitos son un cuaderno de bitácora de cómo vivir. Y poseen la capacidad de entretener a nuestra mente, siempre juzgante, para colar por la puerta de atrás, con el lenguaje de los símbolos, la enseñanza que necesitamos para construir nuestra vida. No hay cultura sin sus mitos y sus cuentos. La trama de la vida la ves en la poesía, en la belleza, en la comprensión del otro. En la naturaleza, en fin. Carla, como niña que es, está más cerca de la trascendencia. Porque, no nos engañemos, tiene una mirada franca. Cuando nos hacemos mayores, maldita sea, hablamos desde la máscara.
A mí me da que el individualismo y la tecnología nos han ido apartando de nosotros mismos, nos han creado una falsa identidad, nos han alejado de ese respirar juntos que seguimos anhelando. Por eso, tal vez, siempre es bienvenida una feria del libro. En Zaragoza, por ejemplo, se ubica en la plaza del Pilar, su escenario ‘natural’ desde hace tres años, con sus pros y sus contras. El verano, ya ven, tiene este antecedente cultural, donde los lectores acopian títulos para las lecturas veraniegas, el mejor arsenal para combatir ese aburrimiento estandarizado que es tomar el sol en la playa. La plaza del Pilar, pues, ha vuelto a llenarse de casetas, paseantes y rumores, porque junto al fan dispuesto a cazar las firmas del autor famoso, vuelve la rumorología habitual de lo más vendido, que es un morbo profano pero extendido entre la gente.
Siempre que acudo a una feria de libros me viene a la mente la película de François Truffaut ‘Fahrenheit 451’ (1966), según la novela de ciencia ficción de Ray Bradbury (a quien se homenajea hacia el final, aludiendo a sus ‘Crónicas marcianas’), donde los libros están prohibidos por un régimen totalitario, así que los proscritos protagonistas de la historia se los aprenden de memoria. Y esos escritos los recitan en voz alta por los bosques y sobrevivirán en su memoria, porque nadie podrá matar jamás a Homero: “Cogí un puñado de polvo y se lo mostré. Loco de mí, le pedí tantos años como granos había, sin acordarme de decir que fueran años de juventud”.
Una fiesta libresca, pues, rinde tributo, más allá de los mercaderes, a la apoteosis del espíritu humano, a la cumbre de la humanidad, representada por el arte, la cultura, la filosofía y los libros en general. Recuerden, desocupados lectores, que la lectura es a la mente lo que el ejercicio al cuerpo. Como ese disciplinado bombero que no siente ningún remordimiento en quemar los libros prohibidos por el gobierno, pero conocerá a una muchacha bohemia que le hace replanteárselo todo. Y le convertirá en un seguidor de quienes quieren reconstruir una sociedad justa a través de la cultura. Así, se encontrará transformado en un fugitivo, obligado a escoger no solo entre dos mujeres, sino entre su seguridad personal y su libertad intelectual.
Esta vez me acerco a esta feria de los libros con mi hija Carla. Y le echa el ojo a un título que pervive en lo más alto de las ventas, que resulta inamovible y sobrevive a modas y épocas: ‘El principito’, en una edición pequeña de Salamandra. Le digo que lo tenemos en nuestra vasta biblioteca casera, aunque de otra editorial, pero que si quieres arroz, Catalina. Es una lectura, en principio, catalogada como literatura infantil y juvenil, pero lo cierto es que es una obra transversal que atrae a diferentes generaciones de lectores y que soporta muy bien el vaivén de los gustos. El libro de Antoine de Saint-Exupéry es el rey, que ni siquiera lo desbanca el niño mago de J.K. Rowling.
La vida, ya lo sabemos, es pura dicotomía: el rey y el bufón, el señor y el vasallo, lo bueno y lo malo, lo caro y lo barato, lo bonito y lo feo, las derechas y las izquierdas, el soñador y el práctico, el augusto y el payaso, Romeo y Julieta, la risa y el llanto, el todo y la nada, la luz y la oscuridad, las ciencias y las letras, el cero y el infinito, lo sólido y lo líquido… La literatura, sin ir más lejos, es sólida. Se compone de formas, de géneros, de palabras, de frases, de estilos, de periodos históricos, y se concreta en libros, objetos sólidos también, que producen sombra, que pesan, que huelen. La escritura, por el contrario, es líquida, sin principio ni fin.
Existe una historia de la literatura, pero jamás podrá existir una historia de la escritura, como no puede haber una historia de los sueños ni una historia de las nutrias ni una historia de la nieve. Acaso el mejor escritor es el que se aparta del mundo de la literatura para hundirse en el gozo anónimo e infinito de la escritura. Sin podas. Sin recortes. Sin editores. Sin publicar nada. Sin terminar nunca. Hundiéndose en el olvido, Pero libre. Libre para siempre. Dueño del mundo, esto es. Y del tiempo. Y del espacio. Como un dios. Ya lo decía el gran Max Aub: “Cualquier texto literario debería dormir la paz de la tinta”.
Lo que no deja de crecer desde hace tiempo, maldita sea, son los títulos relacionados con la espiritualidad, la autoayuda, la superación, el poder de los medios de comunicación, el nuevo feminismo, las guías culinarias y así, una verbena de inanidades que producen sonrojo. De poco (o nulo) valor literario, en su mayoría. Y sus autores son más predecibles que el tiempo que hizo ayer. O tan simples como el asa de un cubo. Como cantos al vacío puede que no estén del todo mal, porque no hay modo de encontrarles un asa, en efecto, por la que agarrarse. Y pintan en el universo libresco lo mismo que la blanca doble en el dominó. O sea, de la misma largura literaria que el rabillo de una boina. El mercado, con más mecha que literatura, ha dado para moldear mucho ‘hooligan’ de cosas.
Mi hija se lo pasa bien en esta feria de las vanidades y ante tanto mogollón de libros. Sus preferidos, claro, son los cuentos infantiles. Los quiere todos, la muy granuja. La ruina caracolera. Pero me parece bien. Tiene una sed (cierta) que no desaloja el agua. Ya tenemos, además, lecturas nuevas para la canícula. Leerá una página y se recreará en las ilustraciones de Jenny Conde, María Hesse, Mamen Marcén, Daniel Foronda, Antonio Lorente Navarro, Miren Asiain Lora, Antonio Sánchez, Justine Brax, Agnes Daroca, Javier Hernández, Nicola Kinnear, Eva Palomar… Parecemos, en fin, el comando Gorki de Fernando Lalana o cualquier espantapájaros de Justin Horton.
Y le presento, no lo puedo evitar, a escritores que conozco de esta tierra nuestra: narradores, poetas, ensayistas, dramaturgos, filósofos, historiadores… Que si Michel Suñén. Que si Miguel Mena. Que si Fernando Jiménez Ocaña. Que si Manuel Martínez Forega. Que si José Antonio Conde. Que si Ana Asión. Que si Patricia Esteban. Que si Iván Heredia Urzáiz. Que si José Luis Melero. Que si Juan Marqués. Que si María Frisa. Que si Pilar Aguarón. Que si Ana Alcolea. Que si María Dubón. Que si Mariano Gistaín. Que si Iguázel Elhombre. Que si Raúl Carlos Maícas. Que si José Luis Corral. Que si Julio Alvira Banzo. Que si Luis Pérez Berasaluce. Que si Carlos Manzano. Que si Raúl Herrero (al que mi hija, vaya por dios, confunde con Agustín González, en una película que vimos recientemente)…También se lo pasa pipa con la variedad de libreros, editores, escritores y paseantes (lectores o no) que se aglutinan en esta fiesta libresca. Y hacemos lo mismo que cuando leemos a dúo: diseccionamos a los individuos como a insectos. De uno en uno y por turnos.
Que si el tipo que habla despacio y remata las frases con media sonrisa ladeada. Que si el hombre con una sonrisa de mucho diente, delantal, alpargatas de caña y una gorra con una estrella roja en el frontal. Que si el joven con el ojo izquierdo fulminado, barbilla y la mandíbula superior más adelantada. Que si el cincuentón con apariencia de labrador frío y rudo, pero que parece esconder una persona amable y tierna, como custodiando en su interior la ilusión inmarcesible de un muchacho. Que si la pareja que muestra su desatada pasión, ajena al tropel de gente ajena. Que si el tipo de acento andaluz como venido del pasado, canotier blanco con cinta negra, traje de alpaca, preciosa pitillera plateada y mechero de categoría. Que si la chica remilgada (pulidez o delicadeza exagerada o afectada, le digo a mi hija) que se mece de izquierda a derecha con la armonía de un campo de trigo al que acaricia el cierzo al atardecer…
En las ferias de los libros el negocio editorial convive con el espectáculo. Pasen y vean. Los escritores con firma también son, efectivamente, espectáculo. El éxito de un libro va asociado al impacto mediático del autor. Los autores de temporada nunca quieren firmar cerca de dinosaurios de las letras porque la comparación les sume en un bochornoso agravio. Mientras los primeros firman un ejemplar cada veinte minutos, y por ser generosos, los segundos firman veinte ejemplares en un minuto. Y a muchos literatos se les nota una solemnidad impostada. La solemnidad es un falseamiento del discurso. Y suele ser síntoma de un ego con varias décimas de fiebre.
La vanidad, al parecer, es una de las características que rodea el espectáculo de las letras. A lo mejor, o a lo peor, será verdad que los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía, que diría el filósofo. Retazos, en fin, de sabiduría popular forjada en días de ocio reflexivo que balizan el caminar de los humanos y que perduran con su alargada sombra. Allá donde haya humanos, le digo a Carla, habrá historias y notarios para transcribírnoslas y deleitarnos con ellas. Mi hija y yo, al final del atardecer, volvemos a casa. Y cada vez con más polvo.